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Los colores del tiempo

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Descripción

Cuando un programa de inclusión le otorga una beca a Munay para estudiar en uno de los mejores colegios de Buenos Aires, no se imagina lo que su paso por allí le traerá. Nacida en la provincia de Jujuy, con antepasados de los pueblos originarios, el contraste con aquella vida de lujos y cabellos dorados parece evidente. Puede que tenga la posibilidad de asistir, pero nunca podrá ser parte, o al menos eso es lo que cree hasta que en el último año, una broma de la que ni siquiera fue parte, la lleva a trabajar junto a Martin, un joven carismático, desprejuiciado y atlético que cree que lo sabe todo y sin embargo al conocerla, su mundo se deja de tener sentido.Pero para rebelarse ante los mandatos sociales hay que ser muy valiente y a veces una pequeña decisión puede arruinarlo todo. Solo el tiempo podrá ofrecer los matices necesarios para que el color, deje de ser una razón. ¿O siempre lo será?

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Si un color fuera una razón, seria un dolor, o un amor. . .. … Corro sin mirar atrás. Mi propia respiración nubla mi visión, la humedad del suelo casi me lleva a resbalar, pero mis pasos presurosos no se permiten doblegar. Porque no voy a regresar, no voy a dejarte ganar. Hace mucho tiempo fui cobarde. Pensé que huir era una solución, que enterrar el pasado permitía seguir, que tus ojos se borrarian de mi mente, que tus manos dejarían de sentirse sobre mi piel, que tus palabras abandonarían mis oídos y mi vida volvería a ser real. Hoy se que huir no es suficiente y sin embargo, ahora, es lo único que puedo hacer. Huir. Alejarme de ese olor, de esos surcos blanquecinos, de esos dedos huesudos. Alejarme del temor, de la quietud, de la cobardía frente a una batalla desigual, del final anunciado, sin condición. Corró sin mirar atrás. Sin sentir el barro bajo mis pies, las ramas raspando mis mejillas, el viento enredando mi cabello. Corro porque no me pudiste escuchar, porque, otra vez, elegiste no ver. Porque no puedo ser quien queres que sea, porque, para vos, siempre fui un error. Corro, sin mirar atrás, tropiezo y vuelvo a empezar, caigo y me quiero levantar y entonces vuelvo a sentir tu voz y recuerdo lo que pasó. Aunque quiera huir, olvidar, prescindir, tu huella está tatuada en mi. Porque el amor no puede ver en color. El amor solo puede ver amor. . . Dos semanas antes . -Muy bien, eso fue todo por hoy. Disfruten el fin de semana y… ¡Estudien!- dijo Munay casi al aire, mientras sus quince alumnos abandonaban el aula corriendo para perderse en aquel monte entre risas y coletazos de un viento bravo que amenazaba con traer un invierno más crudo de lo habitual. Munay regresó a su escritorio y decidió sentarse unos minutos. El paso del tiempo comenzaba a decantar entre sus huesos y eso no era gratuito. La sensación de que la vida es apenas un soplo traía consigo el recuerdo de lo que no había hecho y eso pesaba. Pasó su mano de piel engrosada por la intemperie prolongada sobre su espeso cabello n***o y lo acomodó detrás de su oreja. Un suspiro de aire cálido escapó de su nariz mientras sus hombros intentaban relajarse. Tenía apenas treinta años, pero su cuerpo parecía no recordarlo. Volvió a acomodar su abundante cabello y sus ojos rasgados fueron directo a su vientre, aquella cicatriz escondida guardaba el motivo real de su sensación. Ser madre lo había cambiado todo y sin embargo, estaba completamente convencida de que no lo cambiaría por nada del mundo. Su pequeña Asiri lo era todo para ella y solo por recordarla volvió a sonreír. Sus dientes blancos dibujaron en sus gruesos labios la luz que le daba a su rostro aquel brillo especial del que muchos hablaban en el pueblo y aunque ella hacía de cuenta que no lo oía, a veces, sonreía por las noches, recordando que no todo lo había soñado. El viento travieso golpeó una de las ventanas de esa escuela rural que quería como a su propio hogar y no tuvo más remedio que levantarse para cerrarla. Su viaje había terminado, su recreo de la realidad que ahora vivía había sido pausado justo a tiempo. Temía recordar más. No quería volver a sus años de colegiala, a aquel escenario tan diferente, a la falda a cuadros demasiado corta para sus determinantes piernas y la corbata azul ajustada en su cuello. Irremediablemente llevó sus manos a su pecho, tenía una blusa liviana con el primer botón desabrochado que le daba esa sensación de libertad que tanto añoraba, sus pantalones verde oscuro amplios y comodos le permitían moverse sin mirar atrás, sin tener que tirar de ellos para ocultar esas curvas que al parecer, no combinaban con su pasado. Sus borcegos marrones le robaron una sonrisa, llevaba tantos años usandolos que las sandalias y los tacones parecían de antaño. No quería pensar en el pasado, en ese del que había huido, en ese que tanto dolor le traía, en ese que le había enseñado la más dura de las lecciones, que cada uno tiene un lugar en este mundo y ese, ese monte desprejuiciado, de ramas rebeldes y tierra seca, era, definitivamente, el suyo. Acomodó el aula, le gustaba dejarla limpia y ordenada para el lunes siguiente. Barrió el suelo, repasó los pupitres y guardó los libros en la pequeña biblioteca y entonces otra vez el pasado llegó para incomodarla. Esa estantería de un metro cuadrado parecía una broma al lado de la biblioteca que ella había tenido el gusto de conocer, esa enorme con sistema digitalizado y escaleras sobre rieles. Si hubiera tenido el tiempo, de seguro la habría aprovechado mucho más. Pero no siempre había ido a leer allí y ese recuerdo fue el que más la perturbó. ¿Qué hacía pensando en él? ¿Por qué ahora, tantos años después? ¿Qué saña tenía el destino para llevarlo a sus pensamientos y teñirlos de ese torbellino que incluso había olvidado, ese que había aparecido en su vientre cada vez que lo había sentido llegar? Determinada a cortar con aquellos pensamientos colocó el último libro con un poco más de presión y el golpe que sonó cuando su lomo tocó la pared ofició de una estocada final para tanta nostalgia. Esa era su vida ahora. Esa era su feliz vida, quiso recordarse a sí misma y antes de caer en nuevas tentaciones de ese pasado incisivo que amenazaba con resurgir de su lóbulo temporal, decidió ponerle fin a la jornada, a los recuerdos y la ilusoria idea, de que algo de lo vivido había sido real. No lo había sido, nunca hubiera podido serlo, porque su lugar era ese y allí debía quedarse.

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