POV Natalia
Cinco años que se me habían hecho eternos, ya no son nada.
¡Nada!
Sonrío como estúpida solo de pensar en él. No creí que volverlo a ver despertaría ese sentimiento que creía enterrado en el pasado.
No pude aguantar las ganas de llorar. Verlo ha sido una gran sorpresa que me ha alegrado el día.
Quiero gritar y reír de tanta felicidad.
Que bien se sintió abrazarlo. No quería soltarlo.
Admito que estuve enojada por mucho tiempo, reprimida por no poder ayudarlo. Aunque todos me decían que no fue mi culpa, me sentía fracasada porque tenía influencia en él.
Me preguntaba qué cosa había hecho mal. No supe en qué momento dejé que se alejara.
—¿Llevas prisa? —pregunta Abel dándome alcance, y hago de lado mis pensamientos.
Abel es mi mejor amigo; después de Edgar, obviamente.
Es un chico muy sobre protector conmigo, lo cual a veces es asfixiante, pero se lo agradezco.
También es lindo, comprensivo, y me sabe escuchar. Me aconseja, y algunas veces puede ser un buen cómplice.
Le gusta mucho hacer ejercicio y todo ese lío. Está en forma, así que no se le ve ni un poco agitado.
Tampoco es que este hecho todo un fisicoculturista; tiene como tres meses en ese asunto.
Cuando decidió meterse al gym me invitó, pero la verdad es que a mí eso no me gusta mucho.
O sea, sé que no tengo un cuerpazo de miss universo, pero no me traumo por eso. He visto muchas chicas que se obsesionan mucho con los estereotipos, pero yo no soy así. Creo que, con el simple hecho de estar completa debe bastar. Hay personas que tienen cáncer, otras que nacen sin un brazo o una pierna, y en lo que menos se preocupan es en cuantos kilos tienen de más.
—Un poco —contesto, tratando de disimular la gran alegría que me cargo―. ¿Por qué?
¿Será que ya sabe lo de Edgar?
—Vengo gritándote desde hace dos cuadras ―dice dándome un beso en la mejilla sin dejar de caminar―, y tú en las nubes.
La verdad que no me di cuenta… creo que sí me emocioné de más con lo de Edgar.
—Perdón, no te escuché —Trato de excusarme—. Tengo que entregar los trabajos, y ya voy tarde.
—Te llamé hace veinte minutos, ¿por qué no me contestaste? —reclama.
—No alcancé a contestar, venía distraída —respondo restándole importancia encogiéndome de hombros.
—Me hubieras regresado la llamada.
—Pues sí, ¿verdad? Se me fue la onda —digo despreocupada.
—Creo saber cuál es el motivo —señala con cierto desagrado—, supongo que escuchaste los rumores.
Sí lo sabe, y no le cae mucho en gracia. Ya me imaginaba que esa noticia no la tomaría muy bien.
Desde que pasó todo ese asunto, se la vivió despotricando contra él. Estaba enojado, pero no tanto por lo que hizo Edgar, sino por las secuelas que dejó.
—No son rumores, lo vi cuando venía para acá —confirmo luchando contra todo lo que siento para no sonreír.
—¿Y te vio? —pregunta como si no quisiera hacerlo, pero de todos modos lo hace.
—Sí —respondo cabizbaja.
—No tarda y se vuelve a meter en problemas —insinúa despectivo.
Ruedo los ojos… ya va a comenzar.
—No creo que lo haya pasado muy bien ahí adentro ―defiendo con la esperanza de que se ablande un poco su corazón―, dudo mucho que quiera volver a lo mismo.
—No, Chaparra. A Óscar no le sirvió y terminó muerto. ¿Cuántos chicos del barrio han entrado a ese lugar y al salir se reforman? Ninguno —responde a su propia pregunta.
Aunque me cueste admitirlo, tiene razón. Pero quizá con Edgar sea diferente; quiero pensar que será diferente.
—Hay excepciones —puntualizo.
—¿Tú crees?, ¿conoces alguna excepción? —cuestiona sin dejar de mirarme, pero no le respondo—. El puto vicio les puede más, Chaparra. Está difícil dejar esa vida.
—No deberías juzgarlo así. Es nuestro amigo, Abel —objeto con calma.
—Tu amigo —enfatiza, y concentra la mirada al frente.
—Te pasas ―digo negando con la cabeza.
—No, Chaparra. Me molesta que le tengas esa fe. Trataste de ayudarlo para que dejara de meterse esa porquería, y le valiste un carajo.
—Él no estaba bien, necesitaba ayuda —añado esperando depositar un poco de consciencia en Abel.
—¡¿Ayuda?! —exclama con indignación—. ¿Es en serio, Chaparra? No puedes ayudar a alguien que no se quiere ayudar a sí mismo. Abre los ojos.
—Una persona con adicciones jamás va a aceptar ni admitir que necesita ayuda aunque realmente la quiera —recalco tratando de justificarlo.
—No sé por qué sigues defendiéndolo. Tú siempre buscándole el lado bueno a ese cabrón —Niega con la cabeza.
—No es que lo defienda. Pienso que merece una oportunidad.
—Ya no somos niños, Chaparra. Todos cambiamos. Nada te asegura que él haya entendido. Para eso tendrías que conocerlo de nuevo.
—¡Y es justo lo que te estoy diciendo! —increpo exasperada—. Merece una oportunidad.
—Las oportunidades se ganan —indica con dureza.
—Pagó cinco años de cárcel, yo creo que fue suficiente.
—Si eso crees —resopla por lo bajo encogiéndose de hombros, negando con la cabeza.
Decido no discutir más. Está cabrón ganarle a Abel, porque supone que tiene la razón en todo. A veces tener diferencias entre nosotros solamente nos lleva a una cosa: pelea.
Seguimos caminando hasta llegar al edificio donde está la preparatoria abierta en la que estudio.
—¿Me esperas, o qué? —pregunto deteniéndome en la entrada.
—¿Solo vas a entregar los trabajos?
—Sí —Sonríe fijando su mirada en mí.
—Te espero aquí entonces —Asiento regresándole la sonrisa, pero a medias y con desgano.
Subo a dejar los trabajos, y en mi camino saludo a la secretaria del director. Casi enseguida veo al profe de filosofía, así que me acerco sacando una carpeta de mi mochila para entregársela. Cruzo unas palabras con él, y regreso con Abel.
Lo encuentro recargado en un poste de luz. Al verme, se acerca quitándose los audífonos mientras apaga el celular y lo guarda. Después caminamos de regreso.
—Mañana a las seis, eh. Que no se te olvide —Me recuerda.
Quedamos desde la semana pasada ir al cine.
Me la he pasado estudiando porque me gusta adelantar lo más que puedo mis trabajos en la preparatoria. Aunque vengo tres veces por semana, me urge terminarla ya para ver qué pasará con la universidad. El plan es de un año y medio, pero si sigo así, en tres meses más la termino. Voy a ahorrarme un año entero aquí y podré avanzar a una licenciatura.
—No se me olvida. Voy a tener la semana libre porque con esos trabajos que entregué, ya solo presento el examen en cuanto el profe me notifique. Me sirvió mucho tu ayuda, como siempre —adulo dándole un ligero empujón con mi hombro—. Gracias.
Y es que, en realidad siempre que puede me ayuda. Pero no me gusta molestarlo con eso, porque yo soy bien impaciente y muy estresante. Él es todo lo contrario de mí. Creo que a veces me quiere gritar, pero cuando siento que lo saco de sus casillas, me pongo a llorar y como que se arrepiente… es cuando me empieza a dar ánimos.
Si, lo sé, eso es manipularlo de alguna manera, pero funciona.
—Ah, ¿ves que si te sirvió? Pero eres necia.
—No es que sea necia, es nada más que no me gusta abusar de tu paciencia.
—Por mí, abusa de lo que sea —dice con picardía pasando su brazo por mis hombros—, no me importaría y lo sabes. Tonta.
Me río ante su comentario.
Continuamos platicando de cualquier cosa evitando el tema de Edgar. Quince minutos después llegamos al barrio; no queda lejos, está en la zona centro.
—Chaparra —Se detiene, parándose frente a mí sin dejar de mirarme—. Discúlpame por todo lo que dije de Edgar. Es solamente que... ¿estás bien después de haberlo visto?
—¿Por qué no lo estaría? —Levanta asombrado ambas cejas.
—¿Cómo que por qué? —resopla ahora frunciendo el ceño—. El problema que se hizo por sus idioteces te afectó bastante. Estuviste deprimida por casi un año ingiriendo píldoras y cuanta cosa más que te ayudara con eso, y ¿crees que a él le importó?, porque a mí sí. Yo no te dejé sola… siempre estuve a tu lado.
Pierdo mi mirada en el piso.
Tiene razón.
Estuve un año deprimida. Gracias a esa depresión no comía bien, encima los problemas entre mis papás y mis hermanos hicieron que enfermara. Terminé recluida también, pero en el hospital; por casi dos meses.
Admito que Abel estuvo ahí conmigo animándome, lo cual le agradezco mucho. Hizo bastante por mí.
Lo que me afectaba más que nada, era no ver a Edgar. Pero no podía hacer ni decir nada.
Estoy segura de que Abel lo sabía, pero tampoco decía nada.
En la correccional de menores no se permiten visitas si no es de los familiares directos. Cuando lo trasladaron al CERESO fue imposible que lo viera, porque mis papás me tenían muy vigilada. Y Abel ni se diga… no se me despegaba para nada.
—Hey —susurra tocando mi mentón haciendo que lo mire.
Se queda en silencio. Sostenemos la mirada unos segundos, y después me sonríe.
—Todo va a estar bien —aseguro con un tono tranquilo—. Tú mismo lo dijiste, todos cambiamos y yo ya no soy la misma de antes, no completamente.
—Quiero que estés bien —dice, y toma de mis manos—. Sé que te emociona verlo, pero me da miedo que tengas esperanzas de que cambió y después te lleves una desilusión si no resulta como piensas. No quiero verte pasar por lo mismo.
Yo entiendo todo eso, no tiene que recordarme lo que pasó. Tengo veinte años. Ya estoy grande.
—Abel, te prometo que no será así. Dale una oportunidad —intervengo casi en una súplica.
Deja escapar un suspiro, y después aprieta sus labios en una línea.
No sé en qué lapso de tiempo ocurrió, pero en lo último que reparo al reaccionar, es en el sabor a bubbaloo tutti frutty que proviene de sus labios impregnándose sobre los míos. Una de sus manos se desliza por mi mejilla hasta detenerse en mi nuca provocándome un cosquilleo en todo el cuerpo.
—Me gustas, Chaparra —musita a pocos centímetros de mí, chocando su tibio aliento sobre mis labios.
Su declaración me confunde completamente provocando que el corazón se me acelere sin control.
Quiero que me vuelva a besar, pero no está bien. Fue lindo, lo admito, pero yo a quien quiero es a Edgar.
—¿D-desde cuándo? —balbuceo con la voz nerviosa y confundida.
Supongo que no era la reacción que él esperaba, porque se incorpora igual de confundido que yo.
—Desde que nos conocemos —confiesa.
—¿Por qué me lo dices hasta ahora? —cuestiono tratando de procesarlo.
—Porque tenía miedo de que me rechazaras. Tenía miedo justamente de esta reacción —responde al tiempo que me suelta para señalarme con ambas manos.
Después las lleva a su nuca, controlándose con paciencia.
Y no anda tan desubicado, porque en serio me deja confundida. Sinceramente, no esperaba una confesión, menos un beso. Aunque fue así como superficial, pero fue un beso y sí cuenta.
—Pues perdón por la reacción, pero ¡¿qué esperabas?! —inquiero cruzándome de brazos—. Es tan… repentino. Nunca pensé que tú…
—Pues no era para que lo pensaras —aclara ofendido, y descruzo los brazos para aferrar mis manos a la correa de mi mochila—, era para que lo notaras y te dieras cuenta, Chaparra. Te di muchas señales.
—¡¿Y yo como carajo iba a saber o notarlo?! —pregunto como si fuera muy grave.
O sea, ¿cómo es que no me di cuenta?
Veo que una de mis amigas que sale de la otra calle encaminándose hacia nosotros en cuanto nos ve.
¡Qué inoportuna! ¡Carajo!
—¡Natalia! ¡Hey! —Abel voltea a verla, y me regresa la mirada frunciendo los labios.
Y pues sí, llega en el momento menos indicado porque sí me gustaría aclarar este asunto con él.
—Puta madre —protesta en un susurro que logro distinguir por el movimiento de sus labios.
—Fui a tu casa, pero tu hermano me dijo que fuiste a la escuela —Saluda dándome un beso en la mejilla—. Hola, Abel.
—Hola, Karla —responde resignado y malhumorado sacando el celular de su pantalón mirando la pantalla—. Te veo al rato, Chaparra. Me está marcando mi mamá.
—Está bien —respondo resignada también.
Él da un paso, pero alcanzo a tomar su mano.
Me dedica una ligera y decepcionante sonrisa al tiempo que lo suelto. Se pone el celular en el oído para contestar mientras se va.
—¿Qué le pasa? —inquiere Karla intrigada sin quitarle la mirada de encima.
No porque no se haya despedido de ella, sino por los ánimos que se le ven gracias a mi desconcierto.
—No sé ni qué me pasa a mí, menos voy a saber qué le pasa a él —respondo con la verdad.
Caminamos hacia una acera alta que está detrás del Museo del Ferrocarril. Lo construyeron en la entrada del barrio, y ha sido parte de la comunidad desde hace unos ocho años. El terreno pertenecía a Ferrocarriles de México. Lo manejaban como taller, pero con el tiempo dejó de usarse, ya que solo transitaban trenes de carga y decidieron donarlo al gobierno para que lo hicieran museo.
Conservaron algunos vagones de trenes que anteriormente se utilizaban para pasajeros. Los pensionados también donaron muchas cosas; herramienta, uniformes, e incluso pertenencias personales que utilizaban cuando viajaban.
Nos sentamos, y paso la correa de mi mochila por mi cabeza para colocarla sobre mis piernas.
—¿Y tú que tienes? —inquiere curiosa—. Algo se traen ustedes dos.
—Pues la verdad, sí —confieso—. Me dijo que le gusto, y no reaccioné como él esperaba.
Así de pronto. Lo soltó. Lo dijo.
Tantos años dice, y justo hoy le gustó para decirlo.
—¡Ah, no te creo! ¡¿en serio?¡ —exclama emocionada.
—Sí, Karla. No hagas escándalo —le pido en voz baja, mirando alrededor.
—Es que pensé que nunca lo iba a hacer —frunzo el ceño, y volteo a verla encontrándola sorprendida con mi reacción―. No me digas… ¿apoco no te habías dado cuenta?
—La verdad no, pero se nota que tú sí —afirmo.
—No nada más yo —asegura despreocupada alzando ambas cejas y encogiéndose de hombros.
—Entonces soy la única idiota que no se dio cuenta, por lo que veo.
—Eso parece —afirma con burla—. Aunque igual, él por su parte ya hasta se había tardado.
—¿Cómo no vi las señales? —me cuestiono en voz alta.
—Osh, te pasas. Natalia, si con solo ver la forma en que te mira tienes para darte cuenta ―dice con un gesto de obviedad―. Aparte, se la pasa todo el tiempo que puede contigo; te procura con exageración, te cela, cada vez que puede te abraza, te hace regalos, es muy cariñoso contigo. ¿Quieres más?
Niego con la cabeza. Ahora que lo dice así tan directamente, me pone a pensar que efectivamente, las señales estaban ahí.
―Carajo… ―murmuro.
—Solamente faltaba que se tomaran de las manos al caminar y que se dieran sus besos… ¡¿Se besaron?! —exclama con curiosidad, y asiento—. ¿Y qué pasó?, ¿sí besa rico? Siempre he tenido esa curiosidad.
—Fue superficial. Me sorprendió. Todavía ando un poco confundida.
—Entonces, ¡¿no le respondiste nada?! —cuestiona como si se tratara de un pecado.
¿Cómo quiere que se lo explique?
¡Me estresa con tanta puta pregunta!
—No, Karla —respondo exasperada—. No le respondí porque cuando comenzamos a hablar, llegaste tú. Además, no sé qué pensar… todavía no lo proceso bien.
—No mi reina. Algo me dice que Edgar tiene que ver con eso —puntualiza agitando el dedo índice.
—¿También supiste lo de Edgar? —pregunto lo que es obvio.
—Y no nada más yo. Tú sabes cómo corren los chismes aquí —Recargo mi espalda en la pared perdiendo la vista al frente dejando escapar un suspiro.
—Lamentablemente.
—¿Y ese suspirito? —cuestiona intrigada con media sonrisa acusadora en su rostro—. ¿Es por Abel, o por Edgar?
—Ni yo lo sé —confieso.
—Si es por Abel, pues solo dile que lo quieres como amigo y ya. ¿Para qué te la complicas? —sugiere—. Pero si yo fuera tú, si me doy aunque sea una oportunidad con él, eh —aconseja.
—Pero no eres yo —apunto.
—Lamentable, porque está bien bueno el chico.
La miro entornando los ojos, y niego con la cabeza.
—¡Pues ve y date una oportunidad tú! —replico sin pensar con claridad.
Pero al instante que termino de decirlo, me molesto preguntándome el porqué. Realmente me haría un favor.
¿Por qué me molesta que lo adule de esa forma?
—Si de mí dependiera, créeme que no dejaría pasar así el tiempo, eh. Ese Abel está que se cae de bueno. Lo que sea de cada quién. No me lo vas a negar.
—Te pasas —expreso lo más hipócrita que puedo. Incluso, suelto una sonrisa más fingida que nada. ¿Serán celos?
—Nada más lo que es, Natalia —aclara—. Pero para mi mala suerte; y la de algunas chicas que igual se lo comen con la mirada, él solo tiene ojos para ti. Y como novio no me gustaría, porque lo que tiene de bonito, lo tiene de mala persona. Así que con tirármelo una vez, me conformo. ¿Me ayudas o qué? ―pregunta empujando mi hombro con el suyo.
Me la imagino por un momento manoseándose con Abel. ¡Iugh!
¡Qué coraje!
¡Que ni se le ocurra!
―Abel no es una mala persona ―defiendo.
—Sí, como sea. Tomaré eso como un no. ¿Vas a las palapas? —pregunta poniéndose de pie, sacándome de mi mal viaje.
Si las palapas hablaran, decíamos siempre. La gente se adueñó de los terrenos que están antes de cruzar las vías. Ahí, levantaron las palapas que muchos utilizan como un espacio para hacer fiestas, otros como garaje y así.
Cambiamos los juegos en la calle, por echar relajo.
Empezamos a juntarnos con varios chicos y chicas de ahí mismo del barrio. De pronto hacen fiestas con cervezas y todo. Se hace un lío que, termina con parejitas en un plan intenso e íntimo en los rincones obscuros. Y los que no, pues terminan ebrios y vomitados.
Cuando no hacen nada de eso, simplemente nos sentamos a platicar y echar chisme.
—No sé —respondo con la mente en otro lugar—, ¿tu sí?
La verdad es que quiero buscar a Abel. Sé que voy a quedarme bien intrigada con ese asunto si no aclaro lo que sea que esté sintiendo. Necesito que me diga qué fue todo eso. Que me diga algo. Lo que sea.
—Sí, Natalia. Vamos un rato —pide convenciéndome.
Me encojo de hombros y nos levantamos. Total, a Abel lo veo mañana.
Él no se junta ahí. No le gusta que lo traigan en chismes ni pleitos, es lo que siempre dice.
Pero más bien es que a él no le gusta relacionarse con mis amigos, porque sí tiene a los suyos con los que sale. Nada más que, algunos son de una banda con la que toca y los otros son de la universidad.
Más de una vez me ha invitado para que los conozca, pero siento que no encajo con ellos. Son algo nice. Los que sí me caen muy bien son los de la banda donde toca.
Al pasar por la casa de Edgar, no puedo evitar voltear. Pero no tengo suerte de verlo.
—Espérame aquí —le pido al pasar por mi casa.
Entro sin saludar a nadie. Subo a mi cuarto, y aviento la mochila sobre la cama. Me doy un vistazo en el espejo. Veo que no hay nada fuera de lugar, así que vuelvo a reunirme con mi amiga.
Cuando llegamos, nada más están Lucy y Gaby. A lo lejos por la iglesia, se ve Gil caminando hacia acá con un cigarro en la mano.
Tras sentarnos en las banquitas, subo mis pies en un tronco tumbado que hay a un lado.
—Eh, que bueno que llegan. Estamos poniéndonos de acuerdo para ir a Tornado, ¿van o qué? —propone Lucy.
—Yo sí —responde Karla—. ¿Cuándo?
Gil llega saludando a las demás. Choca la palma de la mano seguida del puño. Cuando se acerca conmigo, me da un beso en la mejilla. Después le da la última calada al cigarro y lo tira al piso apagándolo con el zapato.
—Mañana. Y tú, Nats, ¿no vas? Va a estar Matías, ¿todavía te gusta? —interroga sonriendo con malicia sin quitarle la mirada a Gil que se sienta a mi lado.
En serio que, si me junto con estas tipas, es nada más porque a Karla y Alicia les encanta andar aquí en el puto relajo. Además, de estar en mi casa aguantando los problemas de mi familia, prefiero estar aquí en el chisme.
—Nah —aclaro desinteresada—, la verdad es que ya no. Hace un buen de eso. Tuvo su oportunidad y no la aprovechó. Así que no.
—Dicen que es muy amargado y yo digo que sí, se le ve en la cara —opina Karla.
—¿Quién es muy amargado? —Llega cuestionando Alicia saludando a los que estamos.
—Matías, el que le gusta o le gustaba a Nats —agrega Gaby levantándose.
Posteriormente, camina en dirección a su casa; enfrente de donde estamos.
—Ah sí. Es bien amargado ese tipo. Puto presumido, ni que estuviera tan bueno —replica Alicia con disgusto, sentándose dónde estaba Gaby.
—Sí está bueno —defiende Karla.
—Para ti todos están buenos, Karla —replica Alicia—. Lo que ese tipo tiene de bueno, lo tiene de amargado y presumido.
—Pues parece que todos los que están buenos, tienen el mismo puto carácter. Abel está igual. —confiesa Karla.
—Por eso llegué yo a romper ese patrón, ¿verdad chiquibaby? —presume Gil dibujando una sonrisa coqueta.
Me da un ligero golpe con la punta del pie para que quite los míos del tronco, en plan de juego.
—Si tú lo dices —respondo sin interés regresándole el golpe.
La verdad es que Matías sí me gustaba mucho, pero cuando íbamos en la secundaria. Ni siquiera recuerdo el porqué me comenzó a gustar. Nunca tuve nada con él porque era amigo de mi hermano, y en ese entonces ni en el mundo me hacía.
—Entonces, ¿vas o qué? —insiste Lucy.
—Yo les aviso. Ya tengo un compromiso ―respondo recordando la cara de Abel y el momento en que me miró desconcertado por mi reacción.
Gaby regresa de la casa con una botella de agua, y se queda recargada en un pilar de la palapa.
Gilberto sigue jugando con sus pies empujando los míos.
—Ahí viene Ricardo y su amigo —anuncia Gaby.
Todos volteamos, y mi corazón se acelera. Algo le dice Ricardo al oído, pero Edgar mantiene su mirada en nosotros.