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1587 Palabras
Té con el Conde Londres, primavera de 1846. Rosefield House, Mayfair. El reloj de pie marcaba las cuatro en punto con un tañido profundo que resonó en las paredes cubiertas de damasco. Eleanor Richards, impecable en un vestido de muselina color lavanda, alisó por enésima vez el mantel bordado que cubría la mesita del salón. Sobre ella, se alineaban con precisión matemática una tetera de plata, cuatro tazas de porcelana con bordes dorados y un plato con delicados pastelillos de limón y pétalos de rosa. - Recuerda, Isabella, inclina apenas la cabeza cuando le des la bienvenida. Nada de reverencias exageradas, no somos debutantes. - susurró su madre, sin mirarla directamente. - Sí, madre. - respondió Isabella, con la serenidad que le habían enseñado a mantener, aunque su pulso latía con fuerza. Isabella lucía un vestido de gasa en tonos celestes, sencillo pero elegante, con mangas abullonadas y un broche antiguo en forma de camafeo en la base del cuello. Su cabello estaba recogido en un moño bajo con trenzas entrelazadas, y sus guantes blancos apenas ocultaban el temblor de sus dedos. El conde Rowan Ashcombe llegó con la puntualidad de un militar. Su carruaje n***o, tirado por dos caballos oscuros, se detuvo frente a la reja con la discreción de quien no necesita anunciarse. Fue recibido por el mayordomo con la debida reverencia y conducido hasta el salón donde la familia esperaba en perfecta formación. Rowan vestía de forma impecable: levita negra, chaleco gris perla, corbata de nudo perfecto y un reloj de bolsillo con cadena dorada. Su cabello oscuro y bien peinado contrastaba con la intensidad de sus ojos azul acero. Era, en todo sentido, el retrato de la nobleza contenida. Al verla, se inclinó con elegancia, sin romper el protocolo. - Señorita Richards. - dijo, con voz grave - El honor de esta visita es enteramente mío. Isabella realizó la leve inclinación indicada por su madre, conteniendo el impulso de mirar demasiado tiempo al conde. No era decoroso que una joven observara con intensidad a un hombre y menos aún a quien había sido señalado como su futuro esposo. - Lord Ashcombe. Rosefield House le recibe con gratitud. - replicó ella, con un tono suave pero firme. Se sentaron. La conversación inicial giró en torno a lo habitual: el clima londinense, los jardines de Kew, los conciertos en St. James’s. Eleanor intervenía con comentarios discretos, mientras Jonathan se limitaba a escuchar, evaluando cada palabra del joven conde como si este fuera un prospecto de inversión a largo plazo. Pero Isabella observaba más allá de las palabras. El modo en que Rowan sostenía la taza, sin manchar el platillo. Cómo agradecía a la criada por servirle, sin afectación, pero con cortesía genuina. Cómo sus ojos, aun bajo la moderación británica, se posaban en ella con una mezcla de curiosidad y juicio. - ¿Ha visitado ya los invernaderos de su nueva propiedad, milord? - preguntó Eleanor con gentileza. - Sí. Ashcombe Hall conserva aún las rosas blancas plantadas por mi madre. Ella creía que el alma de la casa residía en su jardín. - respondió él y por un instante, su voz dejó entrever una emoción contenida. Isabella sintió una punzada, leve pero real. ¿Sería ese el primer indicio de que su futuro esposo poseía una profundidad emocional más allá del decoro aristocrático? Cuando la hora del té concluyó, Rowan se puso en pie y pidió permiso para conversar brevemente con Isabella en el invernadero, bajo la supervisión de su madre, como dictaba la decencia. El aire entre las plantas era más fresco, y el silencio más íntimo. - ¿Le gusta la música, señorita Richards? - preguntó él, con la mirada dirigida hacia una orquídea. - Sí. En especial el piano. Me ayuda a pensar. - Entonces supongo que es una joven de pensamiento profundo. La mayoría de las debutantes prefiere las mazurcas por diversión. - ¿Y usted, milord? ¿Piensa en exceso o solo cuando el deber lo exige? El joven alzó una ceja, sorprendido por la agudeza de la pregunta. Luego sonrió, un gesto fugaz pero sincero. - Tal vez más de lo conveniente. Pero me temo que eso no es algo que un caballero deba admitir en voz alta. El momento se suspendió brevemente. Isabella sintió que, por debajo de las capas de seda, estuco y protocolo, se abría una g****a sutil: la primera fisura por donde podía asomarse la posibilidad de algo más que un matrimonio concertado. Cuando el conde se despidió, con la misma cortesía con la que había llegado, Isabella se quedó mirando el sendero por donde se alejaba su figura. No dijo nada. Pero algo en ella, suave como el pétalo de una flor cerrándose al atardecer, acababa de abrirse. Cartas con aroma a destino La mañana en Mayfair amanecía bañada por una neblina suave, de esas que se aferraban a los faroles de hierro forjado como si se resistieran a abandonar la noche. En el número 17 de Berkeley Square, la residencia de los Richards se despertaba al ritmo meticuloso que dictaban las buenas costumbres: el té de la señora, el paseo del señor, la lección de bordado de las jóvenes y las cartas, cuidadosamente apiladas sobre la bandeja de plata que la doncella dejaba puntualmente a las nueve en punto sobre la mesa del salón. Isabella Richards, la hija menor del señor Richards, estaba sentada junto a la ventana, aún en su bata de muselina celeste, sus rizos castaños cuidadosamente trenzados por la institutriz francesa que insistía en que la belleza descansaba en los detalles. Mientras su madre hojeaba la correspondencia con la precisión de quien revisa un inventario de posibles alianzas, Isabella sostenía una taza de porcelana con ambas manos, como si necesitara anclarse al momento. - Una invitación de los Ashcombe. - dijo Eleanor Richards, alzando una ceja, apenas una mueca de interés controlado - La marquesa organiza un baile en honor a la visita de su hijo que ha regresado de sus viajes por Europa. Rowan ha enviado una solicitud para asistir como tu acompañante. Isabella dejó la taza con un leve tintinear de porcelana al rozar el platillo. - ¿Lord Rowan? ¿El conde de Ashcombe? - preguntó, sin levantar la mirada, como si el nombre no la inquietara más de lo debido. - El mismo. Dicen que ha cambiado mucho desde que partió a París. Y que ha regresado con ideas modernas, aunque, por fortuna, no ha olvidado lo que se espera de un heredero inglés. La madre giró el sobre con elegancia y lo extendió hacia su hija, que lo tomó con dedos ligeramente temblorosos. El papel era de un blanco cremoso, con el sello de cera carmesí aún intacto. La caligrafía revelaba no solo educación, sino intención. Era una invitación formal, sí, pero estaba dirigida personalmente a ella. No como un simple apéndice familiar, sino como dama principal. Isabella deslizó el dedo bajo el lacre, conteniendo el suspiro que se enredaba en su pecho. El texto era breve, protocolario, pero el corazón le latía con más fuerza. Un baile organizado por una familia noble no era raro en la temporada, pero la elección de los invitados siempre escondía un propósito. Y todos sabían que los Ashcombe buscaban una esposa para su hijo. - ¿Y si no le agrado? - murmuró Isabella, más para sí que para su madre. Lady Eleanor no respondió de inmediato. Observó a su hija como quien evalúa una pintura valiosa antes de exhibirla. - No necesitas agradarle, querida. Solo debes representar tu papel con dignidad. El resto es cuestión de alianzas, no de sentimientos. El amor vendrá después, si es que aparece. Isabella apartó la vista, posándola en los jardines húmedos que se extendían más allá de los ventanales. En su pecho, sin embargo, algo más se agitaba. No era miedo. Tampoco era emoción pura. Era una mezcla incómoda entre anticipación y presentimiento, como si aquella invitación, perfumada con la esencia de la alta sociedad, fuese también el primer paso hacia un destino más grande que ella. El día transcurrió entre pruebas de peinados, tejidos importados y discusiones sutiles sobre qué color reflejaba mejor la palidez de su piel. Finalmente, se eligió un vestido color lavanda con bordados en hilo plateado. Las perlas de su abuela adornarían su cuello y el abanico de marfil - regalo de su padre en su decimosexto cumpleaños - sería su único accesorio de defensa. Mientras la institutriz repasaba las normas del protocolo - cómo hacer una reverencia, cómo evitar conversaciones políticas, cómo esquivar con gracia las insinuaciones, Isabella se preguntaba si todas las jóvenes se sentían así antes de un baile: como si caminaran hacia algo inevitable, adornadas no con flores, sino con expectativas. A la hora del té, llegó un ramo de lirios blancos con una nota lacónica: Espero tener el honor del primer vals. - R.A. No era costumbre que los caballeros solicitaran bailes por adelantado sin previo conocimiento de la joven. Y, sin embargo, allí estaba su inicial, grabada con tinta firme. Rowan Ashcombe había decidido. Y el mundo, como solía suceder en esas casas de muros elegantes y secretos callados, ya empezaba a girar a su alrededor. Isabella sonrió por primera vez en todo el día. No por la audacia del conde, ni por el honor implícito en aquel gesto. Sonrió porque, por una fracción de segundo, se sintió vista. Y porque, sin saberlo aún, su corazón acababa de dar el primer latido que marcaría la melodía de su vida.
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