El Carruaje Bajo La Niebla
La noche londinense desplegaba su velo espeso sobre las calles empedradas, mientras las farolas lanzaban destellos dorados que apenas rozaban la bruma. El sonido de los cascos de los caballos resonaba rítmico y solemne en el silencio de la ciudad, como si Londres contuviera el aliento para dejar pasar a sus nobles.
Isabella aguardaba al pie de la escalinata de su casa, envuelta en una capa de terciopelo gris perla, el borde del vestido de lavanda asomando con timidez entre los pliegues. La institutriz había intentado sin éxito calmar sus nervios con un discurso sobre los méritos de la compostura femenina, pero el aleteo insistente en su pecho no cedía.
- Recuerda lo que hablamos, hija. - dijo su madre al colocarle un guante blanco - No hables demasiado, no reveles opiniones sobre política ni filosofía y si algún caballero intenta una cercanía indebida, simplemente abanica más rápido.
Isabella asintió con una sonrisa ensayada. Eleanor le acomodó un rizo tras la oreja con una ternura que rara vez dejaba ver y luego se apartó con la dignidad propia de una dama que había sido presentada en la corte de la Reina.
El cochero ayudó a Isabella a subir al carruaje con la precisión de quien conoce la coreografía del deber. En el interior, su hermana mayor, Margaret y su esposo la acompañaban como chaperones oficiales. Margaret llevaba un vestido azul noche, tan sobrio como su expresión y su esposo, el vizconde de Pembroke, parecía más interesado en sus guantes que en la conversación.
- Recuerda que los Ashcombe son de la vieja nobleza. La madre del conde es devota del protocolo y aún mantiene el uso del abanico como lenguaje de sociedad - murmuró Margaret mientras se acomodaban.
- ¿Y él? - preguntó Isabella, sabiendo bien a quién se refería.
- Rowan Ashcombe fue educado en Eton, viajó por Francia e Italia y regresó con fama de caballero… y de encanto peligroso. No te dejes seducir por sonrisas fáciles. Los hombres que saben su propio valor son los más difíciles de leer.
El carruaje dobló en una curva y el perfil imponente de la mansión Ashcombe se alzó entre la niebla, iluminada por antorchas que ondeaban en la brisa nocturna. El portón de hierro forjado estaba abierto de par en par, y los criados uniformados esperaban a los invitados para guiarlos escaleras arriba.
Un lacayo bajó el estribo y tendió la mano enguantada. Isabella la aceptó con gracia, descendiendo del carruaje como si flotara, como le habían enseñado. A cada paso, sentía cómo el corazón le latía más fuerte, no por miedo, sino por la extraña conciencia de que todo su mundo estaba a punto de cambiar.
La fachada de piedra de la mansión era majestuosa, aunque no ostentosa. En las puertas de doble hoja, los emblemas familiares lucían grabados en bronce envejecido: un lobo en reposo sobre un campo de flores de espino. A su lado, dos criados abrieron las puertas con sincronía perfecta.
El salón de entrada estaba iluminado por una constelación de lámparas de cristal. Los pisos de mármol blanco reflejaban la luz en destellos suaves, y el aire olía a gardenias y cera de vela. Músicos tocaban un minueto discreto en la galería superior, y una hilera de sirvientes se alineaba para recibir a cada familia con la formalidad correspondiente.
- Lady Margaret, vizconde de Pembroke y la señorita Isabella Richards. - anunció el mayordomo con voz potente, su acento tan impecable como su librea negra.
Isabella avanzó un paso detrás de su hermana. Mantuvo la barbilla erguida, los ojos rectos y los hombros relajados. Sabía que la estaban observando. Las damas mayores susurraban tras abanicos, los caballeros jóvenes la evaluaban como se estudia un cuadro interesante en una galería y algunas madres de posibles pretendientes la medían como futura competencia.
Pero entonces lo vio.
Apoyado junto a una de las columnas, vestido con un impecable traje n***o con chaleco de brocado gris, el conde de Ashcombe no necesitaba anunciarse. Su sola presencia bastaba para romper el murmullo del salón. Era alto, delgado, de porte distinguido y mirada profunda. Sus ojos grises - casi plateados bajo la luz - se posaron directamente en ella. No la devoraban, no la analizaban. Solo la veían.
Y en ese segundo, sin haberse dicho una palabra, Isabella supo que el destino había empezado a escribir en tinta indeleble.
Rowan se acercó con la precisión de un hombre acostumbrado a moverse entre reglas invisibles. Se detuvo a una distancia respetuosa, hizo una inclinación perfecta y ofreció su mano.
- Señorita Isabella. - dijo, su voz un grave suave, como una nota de cello - Es un honor volver a verla. Espero no haber sido demasiado presuntuoso al reservar su primer baile.
Isabella sintió cómo el aire parecía más denso a su alrededor. Inclinó la cabeza con la elegancia que se esperaba y apoyó con ligereza sus dedos sobre los de él.
- Solo un poco, milord. - respondió, y por un segundo, una sonrisa viva cruzó sus labios - Pero se lo perdonaré… si no olvida los pasos del vals.
Rowan sonrió con un destello travieso que, sin embargo, no rompía la solemnidad. Y juntos, comenzaron a caminar hacia el salón de baile.
Un Vals en Compás de Cortejo
Las puertas del salón de baile se abrieron para revelar un espacio digno de un cuadro. Las paredes, recubiertas de paneles de madera oscura, estaban adornadas con tapices que contaban gestas olvidadas, y una lámpara de araña - enorme y brillante como un sol de cristal - colgaba del centro de la bóveda, lanzando luces sobre los invitados que ya comenzaban a girar con la música.
El conde Rowan Ashcombe caminaba al lado de Isabella con la naturalidad de quien ha hecho del mundo su escenario. No la tomaba aún del brazo; el protocolo dictaba que solo al dar inicio al baile podría sostenerla más allá del leve roce de los dedos. Pero la cercanía bastaba. Isabella podía percibir el calor contenido de su presencia, la firmeza en su andar, el modo en que cada paso suyo marcaba el tempo de lo que estaba por comenzar.
Cuando el maestro de ceremonias anunció el inicio del primer vals, un lacayo golpeó el suelo con su bastón de plata. Las parejas se formaron según las jerarquías sociales y fue entonces cuando el conde extendió la mano hacia ella, con una leve reverencia que parecía más íntima que todas las palabras que pudieran intercambiar.
- ¿Me concede esta pieza, señorita Isabella?
- Es suya. - respondió ella con voz clara y colocó la mano enguantada sobre la suya.
Los guantes, aunque finos, no impedían que Isabella sintiera la tensión precisa y contenida de su tacto. La música empezó. Un compás de tres tiempos, envolvente, clásico. Rowan la condujo al centro del salón y con una seguridad elegante, colocó una mano en su cintura - justo donde la etiqueta lo permitía - y la otra enlazó la suya al alzarla. Las figuras comenzaban.
- ¿Ha bailado muchas veces en Londres? - preguntó él mientras giraban.
- No lo suficiente como para olvidar que debo contar en silencio - respondió ella con una ligera risa, que solo él oyó.
- Entonces permítame ser su compás esta noche.
Sus pies se deslizaron por la superficie pulida del mármol como si nacidos para danzar. Isabella notó, con un estremecimiento que le recorrió la espalda, que no pensaba en contar. Él conducía con tanta naturalidad, tanta precisión, que solo tenía que abandonarse al movimiento.
Los ojos de Rowan se mantenían fijos en los suyos. No eran inquisitivos ni posesivos, sino atentos, con ese brillo en la mirada de alguien que lee entre líneas. Isabella, sin saber por qué, se sintió expuesta… y al mismo tiempo, segura.
- Me hablaron de usted, milord. - dijo ella - Su viaje por Florencia y su conocimiento de arte impresionista. Y también de sus… inclinaciones por la equitación.
- ¿Y qué le contaron exactamente? - respondió él, con una sonrisa ladeada.
- Que sabe domar caballos salvajes. Y que jamás se ha dejado domar por dama alguna.
- Eso suena a un desafío, señorita Isabella.
- No lo es. Las damas bien educadas no retan. - susurró ella con inocente descaro.
Rowan rio, una risa baja, suave, que no desentonaba con la solemnidad del salón.
- Me alegra saberlo. - dijo él - Aunque me pregunto si no hay, en usted, una excepción que finge no serlo.
La música los llevó en una última vuelta antes de disminuir. Las demás parejas los rodeaban, pero parecía que el salón hubiese desaparecido, reducido al pequeño universo entre sus manos enlazadas, la melodía y sus miradas sostenidas.
Cuando la música se extinguió en un acorde final, Rowan la ayudó a inclinarse con una reverencia perfecta. El aplauso de los presentes los envolvió como una confirmación social de lo que ya todos murmuraban tras los abanicos: el conde Ashcombe y Lady Isabella Richards eran, sin lugar a duda, el evento de la temporada.
Pero mientras se separaban y él volvía a ofrecerle el brazo para escoltarla de regreso hacia su hermana, Isabella sintió que el aplauso no era solo por el baile… sino por la escena que acababan de inaugurar. Un cortejo envuelto en miradas y flores, sí. Pero con raíces mucho más hondas que las de una danza.
Y sin saber por qué, supo que ese vals no sería el último entre ellos.