SALVÁNDOTE

3162 Palabras
NARRA EVANGELINE Cerré las manos en puños, apreté los dientes con fuerza y furiosa empujé la pared para entrar al despacho y encararlos. Los tres hombres se llenaron de desconcierto y quedaron muy sorprendidos por mi repentina e inesperada intromisión en su pequeña y privada reunión. —¿Fuiste capaz de mentirme, padre? —vociferé, exigiendo una respuesta, cuando me paré en medio de los tres hombres—. ¿Fuiste capaz de utilizarme como a un peón en tu juego de poder? —Evangeline, ¿qué haces aquí? —ladró mi padre con un tono de reprimenda, al ponerse en pie, para enfrentarme. Ese era el mismo tono que, en otras circunstancias, me hubiera hecho bajar la cabeza y guardar silencio. Pero no esta vez. Esta vez iba a escucharme, quisiera o no, porque no estaba dispuesta a seguir reprimiendo a ese espíritu rebelde que había dentro de mí y que luchaba por salir a flote. Creo que ninguno de los tres esperaba, para nada, que yo estuviera escuchando todo y me enterara de lo que habían tramado, porque lucían un tanto incómodos. —Princesa, no debería de estar aquí —dijo Pierre Narmino, con su voz profunda y autoritaria—. Esta es una conversación de hombres... —¡No me importa! —lo interrumpí con determinación, lanzándole una mirada fiera—. ¡Exijo una explicación en este mismo instante! Era la primera vez que desobedecía una petición de ambos y no agachaba la cabeza, o me quedaba callada como siempre lo había hecho. Estaba harta de todo; de tener que soportar en silencio y siempre obedecer a sus mandatos. Sentía que si no sacaba todo lo que tenía dentro iba a explotar. Ya demasiado había tenido que aplastar esa personalidad que quería rebelarse y dejar de ser tan complaciente. Nada, ni nadie, iba a poder obligarme a quedarme callada. No después de esto. —Señores, ¿pueden hacerme el favor de dejarnos solos, a mi hija y a mí? —pidió mi padre, viendo a los dos hombres. —Por supuesto, Su Alteza Serenísima —dijo Pierre Narmino, aunque no muy complacido de hacerlo, pues a él le encantaba meter sus narices en todo y dar su intrínseca opinión, sobre todo en los asuntos que a mí correspondían. Sin embargo, le hizo una leve reverencia a mi padre y luego se giró sobre sus pies, me lanzó una mirada reprobatoria cuando su mirada se encontró con la mía y después hizo otra leve reverencia para mí, antes de marcharse. Por dentro reí irónica, pero por fuera seguía con mi expresión llena de furia, pues no quería verme vacilante en mi posición. El Gran Duque fue el último en salir. Pasó su mirada cautelosa, de uno a otro. Agachó un poco la cabeza, para reverenciarnos, y salió en silencio. Mi padre se le quedó mirando y, cuando él hubo cerrado la puerta detrás de sí, se giró sobre sus pies y se acercó al minibar que había dentro del despacho para servirse un trago de coñac. La calma con la que estaba actuando me tenía muy impaciente. Fruncí todo el rostro por la rabia, crucé los brazos sobre el pecho y comencé a golpear el suelo con la punta de mis zapatos Channel, para que se diera cuenta de mi disgusto, pero tal parecía que me estaba ignorando o no me tomaba en serio. —¡Estoy esperando una respuesta! —exclamé, exaltada. Bebió un sorbo de su coñac y luego alzó la vista a mí, mirándome con tanta tranquilidad que me enfurecía más. —¿Y qué quieres que te responda, Evangeline? —murmuró—. ¡Tú sabes muy bien cuál es tu posición! —¿Disculpa? —espeté, irritada. —Toda tu vida te hemos preparado para esto, para que cumplas con tus deberes como la gran princesa de Mónaco que eres. Agradece que hemos arreglado para ti un matrimonio con alguien que conoces y de quien creo estás enamorada, ¿no es así? Mis ojos se abrieron como dos grandes platos. No podía creer que también intervinieran en lo que había dentro de mí, que ni siquiera mis propios pensamientos o sentimientos pudiera mantener en secreto y a salvo de ellos. Esto tenía que ser obra de Claudine. —¡Tienes mucha suerte, Evangeline! —exclamó, como si debía de sentirme halagada por lo que habían hecho. Se alejó del minibar y se acercó a mí. Colocó una de sus manos sobre mi hombro y con la otra sujetó mi mentón, para obligarme a verle. —Otras princesas han tenido que casarse con reyes decrépitos y nefastos, mientras que tú vas a casarte con un hombre joven, guapo y deseado por casi todas las mujeres de Europa y probablemente del mundo. ¡Eres la envidia de muchas! —¡Un hombre que no me ama! —espeté, soltándome de su agarre, cuando retrocedí con rabia—. ¡Un hombre para el que no soy más que una transacción de poder! —Lamento informarte, por si no te has dado cuenta, que eres una princesa y para eso es lo que sirves. Una intensa punzada de dolor en el pecho me obligó a arrugar todo el rostro. Si saber que no representaba ningún interés romántico en Sebastién era algo cruel, saber que mi padre me veía de aquella manera, como un objeto de cambio, era aún peor. Me llevé la mano al pecho, retrocedí una vez más y negué intensamente. En mi garganta se había formado un apretado nudo que me provocaba un agudo ardor, pero tomé fuerzas de donde no tenía para poder hablar: —¡No lo voy a hacer! ¡No voy a casarme con Sebastién, jamás! No esperé una respuesta de su parte. Giré rápidamente y salí corriendo de su despacho. Pude escuchar sus gritos, llamándome, muy enfadado, por mi nombre. Sin embargo, nada me hizo detenerme, ni siquiera los guardias o el mismísimo Sebastién, a quien encontré en mi camino. Las lágrimas inundaban mis ojos y empapaban mis mejillas, pero continué corriendo sin parar, hasta que salí del palacio y llegué a la avenida principal. Continué corriendo, a pesar de que sabía que los guardias ya no me seguían. Logré colarme entre una multitud de personas y entré en un callejón lleno de comerciantes que le vendían baratijas a los turistas. Corrí más, hasta que perdí el aliento y me vi obligada a detenerme para tomar aire. Estaba más que segura de que nadie del palacio me seguía y decidí caminar con calma y observé a mi alrededor. Las baratijas llamaron mi atención y me dispuse contemplarlas detenidamente: los vibrantes colores y las diferentes texturas de las telas turcas e italianas; los extravagantes brillos de las joyas de fantasía y los diferentes recuerdos alusivos a la boda y a la Familia Real. Todo me parecía tan deslumbrante, pues aunque había estado dentro de las joyerías o tiendas más exclusivas del país y del continente, jamás había visto algo como aquello. Me sentía en otro mundo; uno maravilloso y escandaloso por los gritos de los vendedores, las palabrerías de los turistas pidiendo un mejor precio y de la música brindándole ambiente al lugar. Me sentí libre y me encantaba la sensación. Podía tocar todo aquello que llamaba mi atención y, en vez de ser reprendida porque eso no era digno de una princesa, los vendedores me lo ofrecían con todo el gusto del mundo. Me pedían que me probara largos aretes colmados de piedras de todos los colores y tamaños, que me probara sus finas telas traídas de Damasco y que probara sus deliciosos dulces de todos los sabores. Podía sonreír a mi gusto por todos los halagos que me regalaban, para que yo les comprara lo que me ofrecían. Todo era una maravilla para mí y me sentía muy a gusto en medio de ellos. Sin embargo, el encanto duró poco, porque pronto vi a unos policías de la ciudad que corrían en mi dirección. Otra vez inicié la marcha de huida y me alejé de aquel mercado, hasta adentrarme por unas calles un tanto solitarias. No me había dado ni cuenta de que, sin querer, me había traído uno de los velos de colores que me estaba ofreciendo el vendedor con el que estaba antes de comenzar a escapar. Decidí envolver mi cabeza con él, creyendo que así podría pasar desapercibida para los policías. No me estaba fijando en el camino, pues corría sin parar, en tanto me colocaba el velo en la cabeza. Llegué a una esquina, doblé y choqué contra algo duro, como una enorme pared de bloques. Alcé la vista y, ¡vaya sorpresa! No era una pared, era un hombre. Pero no cualquier hombre, uno imponente y enorme, que me causó una gran impresión por el montón de tatuajes que tenía en el cuerpo. En lo primero que pensé, fue en que era algún ladrón o asesino. —Di-Disculpe —titubeé nerviosa. Sus ojos, de un verde olivo intenso, reflejaron una perversión que me resecó la garganta cuando se fijaron en mis ojos y luego bajaron, lentamente, contemplando mis labios, mi cuello y mis pechos. Me sentí cohibida ante su escaneo, pero, a la vez, me invadió una sensación bastante extraña. Era como si aquella mirada encendiera un fuego en mi interior. —¿Qué sucede, bonita? ¿Te has perdido? —siseó. Su voz era ronca, profunda y muy varonil, y junto a la sutil sonrisa que ladeó, me demostraban que ese hombre podía ser como un demonio del que debía alejarme. Sin embargo, en vez de alejarme, como debía haberlo hecho, hice algo estúpido e inexplicable. Por encima de su hombro me percaté de otro grupo de policías que venían en nuestra dirección. Probablemente fueron los nervios. No lo sé realmente. La cosa es, que sujeté a aquel hombre por el cuello de su camisa y lo empujé contra la pared, provocando que su espalda chocara contra ella. Su expresión de desconcierto fue grande, pero no tuvo tiempo de replicar, ya que me incliné sobre las puntas de mis zapatos y lo besé. El velo nos tapó el rostro y la mitad de los torsos, y los policías pasaron de lado, pues era muy normal ver por los rincones de la ciudad a muchas parejas demostrándose su amor sin mucho pudor. Cuando me cercioré de que los policías se habían alejado, iba a separarme de aquel hombre, pero sus manos me lo impidieron. Una me sujetó con fuerza de la nuca y la otra bajó hasta el hueco que formaba mi espalda y mi trasero, para oprimirme contra él y volver aquel beso intenso, voraz y pasional. Llevé mis manos hasta aquellos duros y grandes pectorales que componían su pecho, y traté de empujarlo. Luché contra él, intenté mover mi rostro de un lado a otro, pero no podía contra la fuerza de aquel hombre, si es que se le podía llamar hombre a aquel animal. —¡Suéltame, imbécil! —mascullé, casi de modo ininteligible, contra sus labios. No me soltó, así que tuve que optar por un plan B para lograrlo y terminé mordiendo su lengua, que se introducía con morbo en mi boca. Emitió un aullido de dolor y me soltó, cosa que aproveché para alejarme. —¿Acaso estás loca? —rugió, viéndome contrariado. —¿Quién te crees para besarme de ese modo? —¡Has sido tú la que me ha besado primero, loca! —replicó, más furioso aún. —¡Ha sido solamente un beso! ¡Un beso para escapar de esos policías! Él miró por encima de mí, en dirección a los policías y sonrió, como si le satisficiera lo que yo había dicho. Se pasó el pulgar por los labios, como si se limpiara y luego avanzó en mi dirección. Parecía un león a punto de devorar a su presa, un felino salvaje acechándome, dispuesto a hincarme el diente para destrozar mi piel y mi carne. Enmudecí y me quedé casi paralizada, dejando que me empujara contra la pared del lado contrario. Me tenía acorralada y tuve que tragar saliva. —¿Por qué huyes de los policías, bonita? ¿Qué ha hecho de malo, un angelito como tú? —Y a ti qué te importa —gruñí, dándole otro empujón, para poder alejarlo, pero a penas y lo moví. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada sonora y llena de diversión. —Creí que eras una frágil damisela en apuros, pero me doy cuenta de que eres como una gatita que saca las uñas con ferocidad. —¡Apártate de mi camino! —le exigí, pues ya no quería seguir junto a él. —¿Por qué? ¿No quieres otro besito? —preguntó, estirando los labios y acercándolos a mi boca. Sin pensarlo mucho, estrellé la palma de mi mano contra su rostro, para alejar su boca de la mía. —¡No te atrevas a tocarme! —lo amenacé. —O sea, ¿tú puedes besarme sin mi permiso y yo no puedo besarte a ti? —Ya te he dicho por qué lo hice —señalé, irritada, pues me sentía tonta por el hecho de estar dándole tantas explicaciones a un completo desconocido. —¿Me vas a decir por qué huías de esos policías? —ronroneó, acariciando mi mejilla con la yema de su dedo índice. —No es algo que te interese. —Me has robado un beso, tengo derecho a saber por qué lo has hecho. Chasqueé la lengua, desesperada y volví a empujarlo, sin éxito. El muy imbécil rio y luego abrió los ojos, como si estuviera asustado. —¡Ahí vienen los policías! —exclamó, asustándome. Traté de mirar en dirección a la que él veía, pero sujetó mi rostro y volvió a besarme. Chillé y traté de resistirme, pero su mano, metiéndose dentro de mi camisa y el contacto de sus dedos ásperos contra la suavidad de mi piel, oprimiendo la carne de mi vientre, de mi cintura... «Oh, por Dios». Terminé jadeando contra su boca y acunando su mentón tan varonil, salpicado en espesa barba, con mis manos. Lo sentí sonreír contra mis labios y enfurecí. —¡Eres un idiota! —escupí, dándole un empujón más fuerte. —¡Los policías! —volvió a exclamar, como si yo fuera tan tonta como para caer en su trampa dos veces. Sin embargo, no intentó besarme. Agarró mi mano y me jaló, obligándome a correr con él. Intenté zafarme, pero fue imposible. Miré hacia atrás y me di cuenta de que era cierto lo que había dicho. Tres policías corrían detrás de nosotros. Les llevábamos una buena ventaja, pero eso no influyó para que bajáramos el ritmo. Sentía que iba a caer de bruces y que iba a morir, pues era demasiado incómodo correr con aquellos tacones stiletto. —No puedo —jadeé y mis pies trastabillaron, provocando que casi cayera al suelo, pero sus grandes y fuertes manos lo impidieron. Con una agilidad que me dejó boquiabierta, me hizo girar y me subió a su espalda, cargándome con tanta facilidad, como si yo fuera un costal de plumas. —¡Me vas a tirar al suelo! —exclamé, asustada, pero sin dejar de aferrarme a él. —Entonces, aprende a correr como es debido, bonita —replicó divertido. Las personas nos miraban, desconcertados, y en lo único que podía pensar era en lo que mi madre o mi padre dirían, si llegasen a ver el espectáculo que estaba llevando a cabo. Pondrían el grito en el cielo y se morirían de la vergüenza. «Ojalá pudieran verme», pensé, y sonreí con malicia. Habíamos perdido a los policías y nos introdujimos a un callejón solitario, en el que lo único que había era algo de basura desperdigada por los rincones mohosos. Estaba más que segura de que estábamos muy lejos del palacio y me preocupaba más el hecho de que me metía a un sitio así con este hombre que no conocía nada y que, hasta ahora, no tenía idea alguna de si no se trataba de algún maleante. —Creo que ya puedes bajarme —dije y de este modo lo hizo. Me devolvió al suelo y se giró, provocando que nuestros rostros quedaran muy cerca. —¿Vas a darme un beso en agradecimiento, por haberte ayudado a escapar? —preguntó, juguetón. —Yo no te he pedido que me ayudaras —espeté y él volvió a reír con diversión. —Eres una malagradecida, bonita. Pero te aseguro que un día vendrás a mí y querrás que te dé otro besito. —¡Por supuesto que no! —negué—. ¡Y espero jamás volver a verte en mi camino! Él hundió los hombros y continuó caminando, dejándome atrás. Bien pude irme por mi cuenta y alejarme, pero desconocía aquel lugar en el que estaba y la verdad era que sentía miedo y él era lo único que me causaba algo de confianza. Así que lo seguí a prisa, saltándome los charcos de agua que había en mi camino. Salimos de aquel callejón y me di cuenta de que llegamos a una especie de embarcadero para botes pequeños y yates. Él caminó por la orilla y se detuvo al llegar a uno de los botes, uno que estaba bautizado con el nombre: PLACER. Comenzó a soltar las cuerdas que mantenían el bote amarrado al embarcadero y luego se subió en él. —¿A dónde vas? —le pregunté, como si me interesara su vida. —Lejos de este sitio tan aburrido —contestó—. A menos que tú quieras que me quede y me des más besitos. Solté un bufido y negué. Después, me quedé viéndolo y me sentí muy tentada de pedirle que me llevara con él, para huir de ahí, pero recordé que no lo conocía y que todavía me seguía pareciendo un maleante, con todos esos tatuajes. Se colocó detrás del timón del bote y comenzó a maniobrarlo, alejándolo del embarcadero. Llevó su vista a mí y sonrió, como si estuviera agradecido. —¡Gracias! —gritó. Fruncí el rostro, pues no entendía por qué me daba las gracias, si había sido él quien me había ayudado. —¡Esos policías me querían atrapar y tú me has salvado, bonita! Abrí la boca y negué. Él rio y su carcajada llegó a mí. —¡Espero que me busques, y me des más de esos besos! Alzó la mano y se despidió, dejándome, más que desconcertada, idiotizada, viendo como se alejaba del muelle y de mi vida. Estaba tan ensimismada viéndolo, que no me di cuenta de las personas que se acercaron a mí por detrás, sino hasta que hablaron. —Princesa... Giré el rostro y me encontré con Pierre Narmino y un grupo de los guardias reales del palacio. «Me encontraron».
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