NARRA EVANGELINE
No me opuse en ningún momento cuando me obligaron a subir al coche, para regresar al palacio y, por ende, bajo la autoridad de mi padre. Pero tampoco bajé la cabeza o me sentí avergonzada por lo que había hecho, pues estaba más que clara en la idea de que no había hecho nada que no fuera considerado apropiado para alguien a quien habían engañado de una forma tan cruel, como ellos me habían engañado a mí.
—¿Has disfrutado la escena dramática que has montado? —preguntó mi padre con voz autoritaria y enfadada, creyendo que iba a bajar la cabeza y me iba a disculpar por como había actuado—. ¿Tienes idea de todo lo que hubieses provocado si algún periodista se hubiese dado cuenta de esto?
Alzó la voz y extendió su mano derecha, señalando en dirección hacia la ventana que daba hacia la calle.
—¡Te has comportado como una niña berrinchuda, Evangeline! ¡Tu estupidez pudo costarnos caro a todos! ¡Sabes muy bien que esta familia se ha mantenido...
Continuó vociferando furioso, pero yo no le presté la más mínima atención a lo que continuó ladrando, ya que mi mente andaba volando lejos, por el mar Mediterráneo de hecho, el último lugar en donde había visto a aquel misterioso hombre con el que me había besado.
Pensaba en lo que habría pasado si no hubiera sido tan cobarde y me hubiera decidido a pedirle que me llevara con él, muy lejos de Mónaco y sobre todo de este palacio.
Probablemente, ahora ya sería libre y seguiría dando algún paseo por algún mercadillo exótico o que sé yo.
—Evangeline... ¿Me estás siquiera escuchando? —espetó mi padre con voz rabiosa, llamando mi atención.
Batí las pestañas para despejar mi mente de los pensamientos que la embargaban y fijé mi mirada en él, quien me observaba con una actitud más rabiosa que lo que su voz declaraba.
—Lo siento, padre —susurré y vi un atisbo de complacencia en su expresión, pues estaba malinterpretando el inicio de mi oración—. Pero no estoy dispuesta a seguir su juego. Como ya te lo he dicho antes, no pienso casarme con Sebastién.
El rostro de mi padre pasó del enfado a la contrariedad en cuestión de segundos. Si no fuera porque goza de muy buena salud, estoy segura de que le hubiera dado un ataque cardíaco en ese instante.
—¿Y es que piensas que te mandas sola? —gritó—. ¡No tienes ningún derecho sobre ti! ¡Eres mi hija, la princesa de Mónaco, y por lo tanto soy yo quien decide qué haces con tu vida! ¡Vas a casarte con El Gran Duque Heredero, lo quieras o no!
—Entonces, vas a tener que amarrarme o encerrarme para que eso suceda, porque no estoy dispuesta a quedarme de brazos cruzados, viendo como intentas arruinar mi vida —gruñí con la voz entrecortada, porque en mi garganta se había formado un nudo apretado que amenazaba con obligarme a sucumbir ante ese llanto que te produce la rabia y la indignación.
Porque justamente eso era lo que estaba sintiendo, una terrible indignación y rabia, por saber que no valía nada y nada más me miraban como mercancía que podían utilizar para intercambiar por poder.
—Pues, aunque tenga que llevarte a rastras a ese altar, vas a casarte con El Gran Duque Heredero, y es mi última palabra —rugió mi padre y le hizo una señal a sus hombres.
Entre dos de ellos me sujetaron por los brazos y prácticamente me arrastraron afuera del despacho, para llevarme a mi habitación y encerrarme ahí.
Grité y golpeé la puerta durante lo que me pareció una hora, sin lograr absolutamente nada. Llegué a la ventana y analicé si podía bajar por ahí y escapar, pero era demasiado alto y si caía de esa tercera planta, me esperaba una muerte inminente. Aunque debo de admitir que hasta aquel final me pareció más tentador que obedecer a mi padre y terminar casada con aquel hombre del que un día estuve ciegamente enamorada.
Sin embargo, lo pensé mejor y llegué a la conclusión de que mi vida era demasiado valiosa como para terminar desperdiciándola por culpa de personas que no valían la pena.
«Ya se me ocurrirá algo —pensé—. Pero, de que esa boda no se lleva a cabo, es un hecho seguro».
Decidí tranquilizarme y dejar de gritar y golpear la puerta como si estuviera loca. Me senté en uno de los silloncitos mullidos que decoraban la alcoba y permanecí haciendo nada hasta que la noche le dio paso a la madrugada y decidí que era hora de dormir.
Me deshice de mi ropa, me metí a la ducha y decidí darme un ligero baño con agua caliente.
Cogí un poco del jabón líquido sobre la palma de mi mano y lo unté sobre mi piel con suavidad. Cuando llegué a la parte baja de mi vientre, una extraña sensación me invadió y recordé el toqueteo intrépido de los dedos de aquel hombre sin nombre.
Cerré los ojos y toqué más, enterrando mis falanges en mi carne, tal y como él lo había hecho. Dejé que mi mano continuara bajando, hasta que llegué a esa zona en dónde espirales de calor hervían a fuego lento, y nada tenían que ver con el agua caliente que empapaba mi piel.
Esto era otra cosa. Era el mismísimo fuego de la lujuria que había ascendido desde el Inframundo para venir a devorarme con pensamientos lujuriosos, y todo tenía que ver con aquel demonio que había encendido la chispa en mi piel, con su beso voraz y su toqueteo ardiente.
Fue aliviador, cuando uno de mis dedos se posó en una pequeña zona en la parte donde iniciaban mis pliegues.
No tenía ni la menor idea del por qué estaba haciendo «eso», únicamente sabía que mi cuerpo lo pedía a gritos y me dejé llevar por la necesidad.
Con la yema de mi índice, comencé a frotar y un jadeo ahogado provocó que mis labios se despegaran, tratando de tomar aire.
—Oh, por Dios... —gemí en un susurro bajo, cuando tuve que apoyarme con la otra mano en la fría pared, porque mi vientre se había anudado y mi respiración se había vuelto superficial.
Todo mi cuerpo se tensó y mi cuerpo exigió más velocidad e intensidad, y justamente así lo hice. En mi vida había sentido aquella sensación tan intensa. De hecho, jamás había tenido intimidad con algún hombre o siquiera lo había besado.
Mi primer beso había sido él que le había dado a aquel misterioso hombre de los tatuajes y ahora ame sentía muy tonta, porque había guardado aquel momento para vivir algo muy romántico con el hombre que amaba.
«Qué ingenua eres, Evangeline», me regañé por aquel pensamiento estúpido y ahora entendía por qué me habían engañado tan fácilmente.
Solamente era una tonta, con pensamientos de adolescente. Veinticinco años de mi vida siendo tan inocente, tan crédula y tan estúpida.
La rabia me invadió y dejé de hacer lo que estaba haciendo, porque hasta eso me causó repulsión y más furia.
Cerré el grifo de la ducha y salí del baño. Apenas sequé mi piel con una toalla, me vestí con un impoluto camisón de seda blanca que me llegaba a los tobillos y me metí en la gran cama de doseles. Me eché las sábanas encima, cerré los ojos dispuesta a dormirme y en las tinieblas de mi pensamiento la imagen de sus ojos oliváceos apareció.
Lucían perversos y una llamarada de fuego centellaba morbo en ellos. Aquel fuego se instaló en mi piel y mi sangre hirvió debajo de las sábanas.
Necesitaba desfogarme y eran aquellos labios lascivos, aquella lengua viperina y aquellas manos indecentes, las que mi cuerpo necesitaba para lograrlo.
[...]
El jueves, había resuelto no probar ni un solo bocado. Ellos lo llamaron «berrinche», yo lo llamé «rebelión contra mis opresores».
En esas extremas medidas me encontraba, cuando la puerta de la habitación se abrió y por ella apareció la última persona a la que quería ver frente a mí.
No podía creer que hasta el día anterior en la mañana, me moría por estar frente a él y contemplar su belleza y ahora la repugnancia me subía desde el estómago hasta la garganta, solo con verle.
—¿Qué haces aquí? —inquirí, levantándome de la silla en la que me encontraba sentada, para encararlo y tratar de detenerlo—. ¡No te quiero aquí! Es más, te quiero lo más lejos posible de mi vista.
Su mirada avellana se oscureció y se volvió intimidante y muy escabrosa. Se irguió lo más que pudo, tratando de lucir realmente amenazante con su metro noventa, cuando se paró a escasos centímetros de mí. Tan cerca, que su pecho golpeaba al mío.
No voy a decir que no llegué a sentirme intimidada en cierto momento, sin embargo, no me dejé amedrentar. Sebastién estaba muy equivocado si creía que sus sucias técnicas para infundir miedo iban a dar resultado.
Alcé el mentón, tratando de ganar un poco de altura y me incliné sobre las puntas de mis pies, llegando apenas hasta su barbilla. Bufó y sus comisuras se alzaron en una lenta sonrisa socarrona.
—Creí que me amabas. Que estabas tan enamorada de mí, que todo lo que querías era tenerme, de una u otra manera.
—Únicamente era una estúpida que estaba ciega. —Él sonrió, como si le restara importancia a mis palabras—. ¡Me mentiste, Sebastién! ¡Me dijiste que sentías lo mismo!
—¿Y qué importa eso? —espetó con arrogancia—. Voy a ser tu esposo y es lo único que debería de interesarte. Mientras todas me estén deseando, yo voy a dormir en tu lecho y voy a poner un heredero en tu vientre.
Agachó la cabeza y trató de darme un beso, pero estrellé mi palma en su rostro y lo alejé de mí.
—Me das asco —escupí.
Cogió mi mandíbula con fuerza e inmovilizó mi rostro. Me empujó hacia atrás y me llevó contra la pared, acorralándome con su cuerpo.
Sus labios chocaron contra los míos y los restregó contra ellos con coraje. Su lengua intentó meterse en mi boca y lo único que causó en mí fue repugnancia.
Estaba muy equivocado si creía que con aquel asqueroso beso me iba a hacer cambiar de parecer. Y yo estaba realmente asombrada de saber que aquello que tanto había querido que él hiciera antes, ahora no lo deseara ni por asomo.
Moví mi rostro de un lado a otro y luché contra él, hasta que logré separarlo un poco.
—Vamos a casarnos, Evangeline —graznó—. Tú vas a tener lo que siempre has querido, y yo voy a tener lo que deseo.
—¡Jamás!
Sebastién movió la cabeza lentamente, negando, y soltó un suave bufido.
—Eres una tonta e ingenua, Evangeline —susurró, como si hablara más para él que para mí—. ¿Aún no has entendido tu posición en este mundo? Eres una princesa. Nosotros no fuimos creados para vivir historias tontas de amor. Nuestro propósito es el forjar grandes alianzas y crear gloriosos reinos.
—Ese será tu propósito, no el mío —repliqué con determinación—. Yo quiero otras cosas. Quiero amor, quiero pasión...
—Quizá no te ofrezca una vida llena de amor y pasión, pero te voy a dar respeto y voy a procurar que estés bien —manifestó y algo en su mirada me hizo creer que lo que decía era verdad—. No te amo, pero me importas, Evangeline. Podemos hacer esto. Podemos casarnos bajo un contrato, para nuestro bien y para el bien de nuestras naciones.
Tragué saliva con intensidad y lo observé con mirada fiera, sin bajar mi rostro.
Probablemente, aquel era un gran trato. Pero yo no quería conformarme con tan poco. No creía que la vida tenía que ser así. Estaba convencida de que éramos nosotros quienes forjábamos nuestro camino y si luchábamos, podíamos conseguir todo lo que queríamos.
Le di un fuerte manotazo y me solté de su agarre. Luego, lo empujé y lo aparté de mi camino. Me alejé de él y gruñí, encolerizada.
—Vas a tener que aceptarlo, Evangeline. Lo quieras o no. Mañana vas a pararte en ese altar y vamos a unir nuestras vidas para siempre. Vas a ser mi esposa y yo seré el Rey de Mónaco.
No dije nada. Tan solo lo observé en silencio y él pensó que el que me mantuviera callada significaba que estaba admitiendo mi derrota y aceptando mi destino como su esposa.
Me giré sobre mis talones y me acerqué a la enorme ventana. Miré a través de ella y contemplé las colinas. Sebastién decía algo más, pero yo no lo escuchaba, ya que estaba pensando en lo que había más allá de aquellas colinas, más allá de lo que mis ojos podían ver.
Qué mediocre podía ser si aceptaba conformarme con lo poco que este hombre me estaba ofreciendo, cuando allá afuera había un inmenso mundo que ofrecía infinitas posibilidades. Sin embargo, habían momentos en los que teníamos que desistir y aceptar nuestros destinos.
Me giré y enfrenté mi mirada con la de Sebastién. Hablaba sobre las cosas que yo iba a tener al casarme con él y continuaba asegurando que con esta unión yo lo iba a obtener a él, tal y como siempre lo había querido.
«Como si eso fuera suficiente».
—Vamos a casarnos —anuncié sin más—. Mañana, a esta hora, tú y yo seremos marido y mujer, y tanto tu nación, como la mía, serán aliadas y formarán juntas el reino más grande y majestuoso de Europa.