NARRA EVANGELINE
Mientras yo permanecía acostada en mi cama, casi tranquilamente, porque realmente estaba pensando en todo lo que iba a pasar, afuera, en los pasillos del palacio, el caos reinaba desde mucho antes de que despuntara el alba.
Desde las tres de la madrugada, si no es que desde antes, cocineros, decoradores, supervisores, empleados y cualquier persona que tuviera un cargo en la «Gran Boda Real» corría de un lado a otro afinando los últimos detalles para que todo estuviera en orden y saliera tan perfecto como mi padre lo requería.
Yo no había pegado los ojos en toda la noche, pero, a pesar de no haber dormido, no me sentía para nada cansada, sino más bien ansiosa.
Muy ansiosa.
A las cinco de la mañana en punto la puerta de mi habitación se abrió y el estruendo comenzó a mi alrededor.
El primero en entrar fue Alistair, exigiendo que me levantara lo más pronto posible porque teníamos muy poco tiempo para que me pudiera dejar perfecta y radiante para «Mi gran día».
Lo primero que hice fue soltar un bufido cargado de ironía al escuchar aquellas palabras. Si hace dos días no hubiera escuchado lo que escuché, probablemente, ahorita estuviera como una reverenda idiota creyendo eso.
—¡Vamos, Evangeline! ¡Apresúrate! —exigió, dando varias palmadas para activarme.
Puse los ojos en blanco y resoplé con exasperación. Sin embargo, me quité las sábanas de encima y me levanté de la cama para dirigirme al baño a asear mi rostro y cepillar mis dientes. No me duché, ya que me esperaba una larga sesión de spa, en la cual tallarían cada centímetro de mi cuerpo para exfoliarlo y dejarlo reluciente; me someterían a mascarillas de barro para hidratar mi piel y pasaría por sesiones de pedicura, manicura, peinado y maquillaje.
Todos, a mi alrededor, no dejaban de felicitarme y decirme lo dichosa que debía de sentirme por casarme con el hombre más guapo y deseado de toda Europa, y en mi mente yo únicamente me preguntaba si realmente ignoraban la verdad o era una de las artimañas de mi padre para lavar mi cerebro.
A cada uno le dedicaba una sonrisa, irónica, pero sonrisa al fin y al cabo, por el resto, decidí permanecer en silencio y no hacer ningún comentario al respecto, sino más bien dejar que hicieran conmigo lo que se les diera en gana. Sin embargo, cuando Claudine entró en la habitación, no pude esconder mi descontento con ella. Estaba más que segura de que ella había traicionado mi confianza y le había revelado a ellos las cosas que le había dicho en secreto.
—Mi querida Evangeline —exclamó, con una sonrisa que ahora me parecía de lo más hipócrita, o quizá solo era yo, que ya no la toleraba—. ¡Luces más hermosa que de costumbre este día! ¡Estoy más que segura de que mi hermano se enamorará más de ti al ver lo hermosa que estarás frente a él en ese altar!
No tengo idea alguna de cómo hice para contener la carcajada ácida que se quedó atascada a mitad de mi garganta, pero logré fingir una sonrisa y la miré a través del reflejo del espejo.
—Espero lucir tan hermosa, que «mi amado Sebastién» sufra un paro cardíaco al verme —dije y creo que no pude bajarle la amargura a mis palabras.
Vi desconcierto en el rostro de Claudine, en el de Alistair y también en los rostros del equipo de preparación. Ella batió las pestañas y en su rostro se dibujó un intento de sonrisa.
—Es más —agregué, con evidente sarcasmo—, espero que todos se infarten al verme, empezando por ti.
Sus pestañas se agitaron con más intensidad y titubeó antes de poder hablar.
—¿Sucede algo, Evangeline? —preguntó, confundida, como si intuyera lo que pasaba.
—Nada. ¿Qué podría pasarme? —espeté—. Se supone que este es el día más feliz de mi vida, ¿no es así? Voy a casarme con un hombre del que estoy muy enamorada, tanto como él lo está de mí. Vamos a ser «muy felices» y tendremos ese ansiado heredero que gobernará toda Europa, como tu padre y mi padre tanto lo ansían.
Vi un atisbo de lo que me pareció duda y arrepentimiento en la expresión de su rostro, pero eso no me causó ni la más mínima consternación. Cada quien debía afrontar la consecuencia de sus actos y ella, con su traición a mi confianza, se había ganado mi absoluto desprecio.
Regresé la mirada a mi reflejo y la ignoré por completo, haciendo de cuenta que ya se había largado de mi presencia. Y creo que captó el mensaje bastante claro, porque se fue sin decir más nada.
Lo bueno de todo, es que nadie volvió a hacer un comentario sobre mi gran fortuna al casarme con Sebastién y las siguientes eternas y largas horas que sucedieron, estuvieron colmadas de completo silencio, hasta que mi padre entró a la habitación, acompañado de su perro faldero, Pierre Narmino.
Todos hicieron la debida reverencia a mi padre, pareciendo unos robots a los cuales los habían programado para ello.
—Buenos días, Su Majestad —lo saludaron, también al unísono, y él apenas les hizo una mueca.
—Su alteza necesita un momento a solas con su hija —anunció Pierre Narmino y no necesitó decir más, todos bajaron la cabeza y salieron en silencio de la habitación.
Yo, ni siquiera me tomé la molestia de ponerme en pie o, al menos, por simple respeto, girarme en el asiento para verle de frente. Continué viendo hacia el frente, hacia el enorme espejo de la vanidad, contemplando lo realmente bonita que me estaban dejando. Parecía otra y, si no fuera por la expresión de amargura, rabia y resentimiento en mi rostro, realmente hubiera parecido un ángel.
—¿Se te ha pasado el berrinche? —preguntó mi padre, al pararse detrás de mí.
Bufé suavemente y mi boca se torció al sonreír con amargura.
Puso sus manos en mi hombro y me observó a través del espejo. Lo sé, porque sentí su mirada puesta en mí. Esa mirada seria, penetrante, calculadora y autoritaria.
—Todo esto es por tu bien, Evangeline —dijo y yo apreté los dientes, mientras mis manos se cerraban en puños, enterrando mis uñas en mis palmas—. Ahora no lo entiendes, pero en unos años verás todo desde otra perspectiva y me lo agradecerás.
Guardó silencio, mientras su mirada continuaba fija en mí, y yo supe que estaba esperando que dijera algo, pero no obtuvo ni un quejido de mi parte.
—Somos la realeza, Evangeline. Nuestro propósito es seguir las reglas y mantener la paz en nuestro reino, y para ello, debemos sacrificarnos a nosotros mismos, porque sin nuestro sacrificio, todo el sistema colapsaría y todo esto, se iría a la ruina.
Finalmente, fijé mi mirada en sus ojos. Aquellos ojos azules tan parecidos a los míos, y a la vez tan distintos, porque esos ojos eran severos, fríos y tan faltos de cualquier expresión que mostrara que sentía algún tipo de aprecio por su hija y que no la veía únicamente como una mercancía.
Tuve tantas ganas de gritarle que ese no era mi problema, que yo no había pedido nacer en esta familia y mucho menos tener este tipo de responsabilidades. Que me importaba muy poco si el mundo o el mismísimo universo entero se destruía, con tal de que yo pudiera ser libre de hacer lo que quisiera, pero no dije absolutamente nada y nada más agaché la mirada y la llevé de regreso a mi reflejo.
Permaneció observándome en silencio y luego lo escuché resoplar levemente, antes de que girara sobre sus talones y saliera de la habitación, convencido de que yo estaba dispuesta a sacrificarme por esta familia y por esta nación.
Una hora después, estaba subida en el Rolls-Royce n***o que me llevaba hacia la Gran Iglesia de Mónaco, en donde todo el pueblo, los invitados de honor; reyes, príncipes, duques, lores, magnates del oro y del petróleo y otras figuras de todo el mundo, las dos familias reales y, sobre todo, mi ansioso y «enamorado» futuro espeso, esperaban por mí.
Las calles estaban colmadas de personas que sonreían felices, ondeando banderillas monegascas y con el escudo de la gran familia Real, y también lanzaban pétalos blancos al aire para desearme buena fortuna y mucha dicha y felicidad.
«Pobres ilusos», pensé sin verlos exactamente a ellos, pues al final no tenían la culpa de nada.
Mi mirada estaba puesta en aquellos pétalos que volaban con libertad a través de las ondas de viento, yendo hacia donde les placiera. Hasta esos pétalos parecían más libres que yo en aquel instante.
Observé mis manos, el encaje de las largas mangas de mi vestido blanco y luego la enorme falda del mismo, lleno de vuelos del mismo tono blanco, impoluto, inmaculado... Digno de una princesa ingenua y dócil.
Ni siquiera me había dado cuenta de que el coche se había detenido porque habíamos llegado a mi lugar de sentencia.
Alcé la vista y observé a esa multitud de personas a través de las ventanillas. De repente me sentí asfixiada, el cuello del vestido me estorbaba, el encaje me causaba comezón, el aire le faltaba a mis pulmones y todo el cuerpo me temblaba, a la vez que sentía que las extremidades no me pertenecían en absoluto. Un zumbido en mis oídos me impedía escuchar los gritos de júbilo de la multitud y el cochero real tuvo que hablarme al ver que no me movía cuando abrió la puerta para mí y me extendió su mano, para ayudarme a salir.
Me tuve que recordar a mí misma cómo mover el pie derecho para sacarlo afuera y posarlo sobre el concreto que cubría la gran plaza que había frente a la iglesia. Tuve que cerrar los ojos cuando los intensos rayos del sol me dieron de lleno en el rostro... Todo me estorbaba, todo me aturdía y me sofocaba en sobremanera.
Fijé mi vista al frente y pude ver a través de las grandes puertas de la iglesia... El enorme pasillo colmado de rosas blancas a ambos lados, las cabezas de las personas giradas en mi dirección, esperando ver mi gran entrada, y, más allá, muy en el fondo, frente al altar, estaban mis verdugos: los hombres que bien podrían cortarme en pedazos e intercambiar mi carne a cambio de poder.
Luego vi a los lados y observé la gran cantidad de cámaras y periodistas, inmortalizando este sublime momento para la posteridad, tratando de no perderse cada detalle y poder transmitirlo ante el mundo entero.
Una sonrisa se dibujó en mi boca y todos la confundieron con una sonrisa de amabilidad y felicidad, pero en realidad era una sonrisa de suma satisfacción, pues mi plan iba a dar resultado.
Avancé hacia el frente, como si fuera hacia adentro de la iglesia, pero en realidad estaba tratando de acercarme al lente de la cámara que apuntaba justo directo a mí.
El sonido de la marcha nupcial llegó hasta mis oídos y entonces me detuve. Ya estaba lo suficientemente cerca de mi objetivo y lo suficientemente lejos de todos.
Aflojé mis zapatos de tacón y un silencio hizo eco entre la multitud, pues lo que yo estaba haciendo se salía del protocolo... de las malditas reglas que me imponían.
Perdí altura al quitarme los zapatos y un gemido de asombro se dejó escuchar entre las personas.
Enfilé la mirada al lente y por un segundo... Uno que pareció eterno, las personas se quedaron como petrificadas y el tiempo pareció avanzar lentamente a mi alrededor. Me arranqué el velo con violencia, lo lancé al suelo y, entonces, mis labios se despegaron, mostrando mis dientes como si yo fuera una bestia salvaje, cuando rugí, sacando todo lo que tenía acumulado en mi pecho:
—¡Que se pudra el Rey! ¡Que se pudra el Duque! ¡Todos pueden irse al mismísimo infierno, no es mi problema!
Todos estaban tan desconcertados y en absoluto asombro, que ninguno tuvo tiempo de reaccionar cuando yo salí corriendo como una loca, hasta alejarme de aquella iglesia y perderme entre el tumulto de personas que me veían todavía asombrados.
El ramo de rosas blancas quedó machacado en el suelo al ser pisoteado a más no poder. Empujé a varias personas que cayeron al suelo o sobre los puestecitos de los vendedores ambulantes, hasta que logré salir de ahí y continué mi marcha.
Mis pulmones me exigían que parase a tomar aire, jadeaba incontrolablemente y las plantas de mis pies ardían por el abrasante calor que despedía el concreto. Sin embargo, nada de eso me detuvo, sino hasta que llegué al puerto, en donde cientos de embarcaciones estaban estacionadas.
Continué corriendo, hasta que encontré a un hombre que justo estaba soltando un velero para salir hacia alta mar.
—¡Señor! Por favor... —jadeé y sentí que todo mi estómago se retorcía y tuve que doblarme para tomar aire y no desfallecer—. ¡Ayúdeme! Se lo suplico... Lléveme lo más lejos posible de aquí.
El hombre lucía desconcertado al verme y reparar en cómo iba vestida.
—Le daré estas joyas en pago —le ofrecí, sacando de mi dedo anular el anillo de compromiso con el enorme zafiro de 12 quilates incrustado en él, y los zarcillos de diamante de mis orejas.
—Eso..., se ve costoso —musitó, incrédulo de lo que sus ojos veían.
—¡Y lo es! —aseguré, cortando la distancia entre él y yo, para que pudiera ver mejor aquellas costosas joyas—. Solamente debe llevarme en su bote y podrá ser el dueño de estas joyas, venderlas y comprarse otros 3 botes, si así lo quiere.
El hombre sonrió tontamente, como si la propuesta le pareciera demasiado tentadora e irresistible, pero luego negó y extendió sus manos, rehusándose a mi ofrecimiento.
—No puedo. Parece que a usted la están persiguiendo y podría meterme en muchos problemas.
—¡No, por favor! —supliqué, viendo hacia atrás, para asegurarme de que nadie venía detrás de mí—. ¡Nadie se dará cuenta de que me he ido con usted! ¡No me han visto!
—¡No, señorita! ¡No puedo! —dijo y retrocedió, para apresurarse a desamarrar el velero.
—¡Por favor! —lloriqueé, cayendo de rodillas al suelo, pues sentía que después de esa carrera ya no tenía más fuerzas—. ¡Necesito huir! ¡Necesito mi libertad! No puedo casarme con ese hombre...
—¿Qué es lo que está sucediendo aquí, Luc? —preguntó alguien desde el velero.
Alcé la vista y la dirigí hacia aquella persona. Los rayos de sol me impedían poder divisarla con claridad, pero estaba segura de que era una mujer, aunque estaba vestida como un hombre.
Coloqué mi mano sobre mis ojos, para darme sombra y poder verla bien y entonces su imagen clara apareció frente a mí.
—Esta chica ha venido corriendo y me ha pedido que la ayude a escapar de aquí, Noemie —dijo el hombre, dirigiéndose a aquella mujer como si fuera alguien muy importante.
La mujer, de cabello castaño y rostro angelical, pero con una expresión dura, reparó en mí y una sonrisa cargada de diversión se asomó en su boca.
—¿Una novia fugitiva, eh? Creí que eso únicamente pasaba en las películas —comentó con mofa. Se inclinó hacia el frente y se apoyó en el barandal que rodeaba el casco del velero. La línea alzada de su boca se acentuó y me ofreció una sonrisa que me pareció de lo más genuina—. Vamos, muñequita. Sube aquí.
Parpadeé, sin poder creerlo.
—Es... ¿Es en serio? —murmuré.
—Pero apresúrate, que nosotros también estamos huyendo —dijo.
—¡Noemie! —exclamó el hombre con reprimenda—. ¡Sabes que esto no le gustará a Fabien!
—Mi hermano no dirá nada —replicó ella como si le restara importancia a las palabras de ese tal Luc—. De hecho, tampoco considero que diga nada, si ocultamos a esta chica en su bar.