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Un Bebé Probeta Para El Ceo.

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Descripción

Mónica Blanco es una mujer decidida y con un pasado lleno de sacrificios. Durante años, luchó por mantener a su hermana menor, Daniela, tras la muerte de sus padres, y sufrir de leucemia, desempeñando múltiples empleos para sobrevivir junto a su hermanita. En medio de sus dificultades, Mónica descubrió el lucrativo mundo de la subrogación gestacional, un trabajo que le permitió ganar grandes sumas de dinero alquilando su vientre para parejas que no podían concebir.

Después de dos embarazos exitosos que le permitieron estabilizar su situación financiera, Mónica decide que es momento de retirarse y enfocarse en construir su propia familia. Sin embargo, se ve tentada a aceptar un último contrato: trabajar con una pareja extremadamente rica, los Villanueva-Aranda, para concluir con el tratamiento de su hermana.

Carlos Augusto Villanueva es un empresario exitoso y CEO de una prestigiosa compañía de bienes raices. Su esposa, Ángela Aranda, es una mujer frágil cuya salud le impide llevar un embarazo, luego de un accidente y quedar en sillas de ruedas. Lo que parecía un acuerdo profesional para Mónica se complica cuando descubre que Carlos es un hombre al que conoció en una fiesta tres años atrás, antes de dedicarse a la subrogación, quien pago cuatro mil dólares solo por un momento con ella en un motel, arrebatando su virginidad.

Durante ese breve encuentro, Mónica y Carlos tuvieron una conexión especial que dejó una huella en ambos, pero el destino los separó sin posibilidad de reencontrarse.

Ahora, bajo circunstancias completamente distintas, Mónica se encuentra nuevamente en la órbita de Carlos, quien parece lidiar con un matrimonio complicado. A medida que avanza el embarazo, surgen viejos sentimientos entre ellos, mientras Mónica se enfrenta a los dilemas éticos y emocionales de su posición.

Por su parte, Ángela comienza a sospechar la cercanía entre Mónica y Carlos, lo que desata tensiones y conflictos dentro del triángulo amoroso.

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El precio de la desesperación.
Mi vida ha sido un calvario. El aire pesado del bar me llena los pulmones mientras voy de mesa en mesa, sirviendo tragos que se vuelven más amargos con cada paso que doy. Las luces bajas me permiten esconder un poco mi cansancio, pero el reflejo de mi cara en el espejo detrás de la barra no miente. Tengo veintiún años, pero parece que tengo mucho más. Mis ojos son dos puntos oscuros en un mar de fatiga. Me llaman Mónica Blanco. No por nada soy “la camarera que siempre está de buen humor”, porque ese es el disfraz que me tocó llevar. Siempre con una sonrisa, aunque a veces ni yo misma la reconozco. Y así es mi vida: una serie de sonrisas falsas que intento mantener, como si eso pudiera ocultar lo que realmente soy. La tragedia de mi vida comenzó con la muerte de mis padres. No fue un accidente. No fue una enfermedad. Fue un asesinato. Un par de hombres decidió que lo poco que teníamos valía más que sus vidas, tres años atrás. No les importó que mi madre estuviera enferma o que mi padre estuviera tan agotado que apenas podía mantener los ojos abiertos. Los mataron a sangre fría, y me dejaron sola con mi hermana Sofía, que en ese entonces tenía solo siete años. Nadie me preparó para ser huérfana. Nadie me preparó para tener que defendernos por nosotras mismas, pero ahí estábamos, sumidas en una vida miserable que, a pesar de todo, seguía siendo vida. Desde ese día, mi existencia dejó de ser mía. La vida de Sofía, nuestra vida, dependía de mí. No podía darme el lujo de llorar, de perderme en el dolor, porque ella me miraba con esos ojos de niña que confiaban en mí. Mi primera tarea después de la muerte de mis padres fue salir a buscar trabajo. A los dieciocho años, sin más habilidades que un par de meses ayudando a mi madre en la tienda de abarrotes, me encontré como camarera en un bar en Miami. Un bar sucio, oscuro, donde las mujeres venían a divertirse y los hombres a olvidarse de sus vidas. Era un trabajo agotador, sí, pero al menos ganaba lo suficiente para poner comida en la mesa y pagar un modesto apartamento de una sola habitación. Mis manos tiemblan mientras paso una toalla por la barra del bar. Lo he hecho tantas veces que ya ni me doy cuenta del sudor que recorre mi frente o de la incomodidad de mis zapatos, que me cortan los talones. Las horas se hacen largas, las conversaciones vacías, y las propinas mínimas. No es el trabajo de mis sueños, pero es lo que me permite pagar la renta, cuidar a Sofía y asegurarme de que, al menos por un rato, las sombras que nos persiguen se alejen. Una noche, después de un turno particularmente pesado, Teresa, una camarera amiga del bar, me preguntó algo que me sacó de onda. Teresa era un par de años mayor que yo y siempre me había advertido sobre las tentaciones que se encontraban entre los clientes. Pero esa noche, algo en su mirada me hizo mirar hacia otro lado. Ya llevaba un tiempo notando su cambio de actitud, algo en su sonrisa no era el mismo. —Moni, ¿has pensado en vender tu virginidad para salir de tu miseria? —me preguntó, casi en un susurro, mientras sacaba la basura. Mi pecho se tensó. No lo entendí de inmediato. ¿Cómo podía estar hablando de algo tan… tan brutal, tan sucio? Teresa me miraba como si estuviera ofreciendo la oportunidad de oro. —No sé, Tere. Eso no es para mí —le respondí, intentando mantener la calma, aunque mi garganta se sentía como si estuviera a punto de estrangularme—. Tengo a mateo y quiero llegar virgen al altar. Teresa soltó una risita, pero sus ojos seguían fijos en mí, casi con una tristeza escondida. —Amiga, las cosas no son tan fáciles. Mateo es bueno, pero no te va a sacar de esta vida. Y créeme, el dinero fácil es lo único que te puede sacar a flote. Un día se cansará de ayudarte y a tu hermana, obtendrá lo que quiere, y luego estarás en las mismas. Yo sabía que no debía escucharla. Pero Teresa era la única persona en Miami que no me miraba como si fuera un estorbo. ¿Qué más podría perder? Tenía miedo. Mucho miedo de lo que sugería. Pero más miedo tenía de quedarme atrapada en esa vida, en ese bar, en ese ciclo. Esa noche, cuando llegué a casa, Sofía ya estaba dormida, como siempre. Me arrodillé junto a su cama, acaricié su cabello y me prometí que no haría nada que pudiera ponerla en peligro. Yo no sería esa clase de persona. Pero entonces ocurrió. Era un jueves lluvioso en el bar. La música sonaba suave, y el lugar parecía más vacío de lo habitual. Mi reflejo en el espejo del baño del bar me parecía el de una extraña. No soy fea, ni mucho menos, pero tampoco soy la chica que atrae todas las miradas. Estoy lejos de ser la mujer perfecta que aparece en las revistas, pero tampoco me avergüenzo de lo que soy. Siempre he sabido que no soy la clase de persona que llamaría la atención al entrar en una habitación. Mi cuerpo delgado, casi frágil, habla más de carencias que de elegancia. A veces, me miro en el espejo y pienso que la vida ha sido dura conmigo, dejándome con una figura desnutrida que, aunque tiene algunas proporciones decentes, no logra destacarse. Mi piel pálida refleja las noches de trabajo bajo luces artificiales y los días en los que el hambre ha sido una constante. Mis ojos son, quizás, lo único de lo que puedo sentirme orgullosa. Marrón oscuro y grandes, cuentan más de mí de lo que me gustaría admitir. A menudo, alguien me dice que son “intensos”, aunque yo no lo veo así. Están siempre detrás de mis lentes de armazón metálico, viejos y desgastados, pero necesarios para que no tropiece con todo a mi paso. A pesar de ser simples, esos lentes enmarcan mis ojos de una forma que parece resaltar lo que llevo dentro, aunque confieso que preferiría que no lo hicieran. No siempre quiero que la gente vea tanto. Y luego están los brackets. Hace meses que los uso y, aunque me incomodan, me consuela saber que son un paso hacia algo mejor. Mi sonrisa, cuando me atrevo a mostrarla, tiene ese brillo metálico que me recuerda a las inversiones a largo plazo. Me repito que algún día valdrá la pena. Mi cabello es otra historia. Castaño y largo, siempre lo llevo recogido en una coleta práctica. No tengo tiempo ni energía para preocuparme por peinados elaborados, y supongo que eso también dice algo de mí. Me importa lo justo y necesario; todo lo demás pasa a segundo plano cuando las prioridades son sobrevivir y cuidar de mi hermana. Cuando me veo en el reflejo del escaparate del bar donde trabajo, no puedo evitar pensar que soy un contraste andante. Mis ojos parecen demasiado vivos para el cuerpo delgado que cargo. A pesar de las dificultades, algo en mi interior se resiste a rendirse. Quizás sea eso lo que, a veces, llama la atención de los demás, aunque yo no lo note. No es belleza, no como la gente la entiende; es la lucha, la historia que mi cuerpo cuenta sin palabras. Desde que abrió el bar, el dueño, Miguel Ángel, me llamó para decirme que algo importante iba a suceder esa noche. Alguien había rentado el bar para celebrar el cumpleaños de su primo y quería que todo fuera perfecto. No entendí del todo hasta que lo vi. Él entró, con una presencia que inmediatamente me hizo sentir incómoda. Alto, de cabello oscuro, bien vestido, con una mirada segura. No era como los típicos clientes que entran a tomar un trago y luego se van. Este tipo era diferente. —Mónica, este es el hombre que alquiló el bar esta noche. Se llama Carlos Villanueva. Quiero que lo trates bien para que vuelvan —me dijo Miguel Ángel. —Sí, señor. No se preocupe, deje todo en mis manos. Me acerqué al hombre con la mejor de mis sonrisas, esperando que dejara buenas propinas al final de la noche. —Bienvenido, señor Villanueva. Soy Mónica y seré su camarera de esta noche —le dije con una voz que intentaba sonar profesional, aunque mi cuerpo temblaba. —Buenas noches, Mónica —respondió con una sonrisa ligera. Los llevé a una de las áreas VIP y me alejé para que decidieran qué ordenar. Cuando volví, él fue el último en pedir. Su voz grave y segura resonó en mis oídos. La noche transcurría sin problemas, entre risas y brindis. Pero algo en su mirada me inquietaba. No me quitaba los ojos de encima. Cuando el festejo parecía llegar a su fin, sentí un alivio . Cuando salí por la puerta trasera del bar, cargando una caja llena de botellas vacías, el frío de la noche me golpeó como un balde de agua helada. La humedad en el aire hacía que cada respiro se sintiera más pesado de lo normal. Apenas di unos pasos hacia el contenedor, lo vi. Carlos estaba allí, apoyado contra la pared de ladrillos, con un cigarro a medio consumir entre los dedos y una media botella de whisky en la otra mano. Su figura se mezclaba con la penumbra, pero el brillo de sus ojos me seguía como un depredador que encuentra algo curioso. —¿Trabajando duro, Mónica? —preguntó, con su voz grave pero envuelta en un tono que no sabía si era burla o simple desgano. —Como siempre, Carlos. —Solté la caja al lado del contenedor con un golpe seco. Mis brazos estaban tan cansados que ya no sentía el peso. Él me observó por un instante antes de levantar la botella hacia mí, como si fuera un brindis silencioso. —¿Quieres un trago? —preguntó, ladeando una sonrisa torcida que me incomodó y me atrajo al mismo tiempo. Lo miré fijamente por unos segundos. Normalmente, rechazaría una invitación así, pero algo en el cansancio de esa noche me empujó a aceptar. La rutina del trabajo, los días monótonos y las pocas razones para sonreír hicieron que la idea de una buena bebida me pareciera menos descabellada. Extendí la mano hacia la botella, y él me la pasó sin apartar la mirada. —No suelo rechazar una buena bebida —admití antes de tomar un sorbo. El whisky quemó mi garganta, pero el calor que dejó fue casi reconfortante. Carlos dio una calada profunda a su cigarro y dejó escapar el humo lentamente, como si estuviera meditando algo. Luego, con un movimiento casual, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un fajo de billetes. —Te voy a hacer una propuesta indecente, Mónica, nunca había hecho esto, pero me siento solo y tu pareces necesitar…un impulso—dijo, con su tono más bajo, más insinuante—. Doscientos, no. Dos mil dólares… solo por pasar el rato conmigo, aquí, ahora—me dijo mientras señalaba el motel del frente. Mis ojos se clavaron en los billetes, y el mundo pareció detenerse por un momento. No podía recordar la última vez que vi tanto dinero junto. Dos mil dólares. No me lo podía permitir ni soñando, no en este lugar, no en esta vida. Pero la forma en que lo dijo, como si no fuera gran cosa para él, me hizo apretar los dientes. Sabía lo que estaba implicando. Sabía exactamente lo que estaba pidiendo. Y sin embargo, me quedé en silencio, sosteniendo la botella y dejando que el calor del whisky me subiera a la cabeza mientras mi mente luchaba entre la dignidad y la necesidad.

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