Raíces de fuego

Capítulo 1: La reunión La noticia llegó con la misma suavidad con la que el abuelo solía servir el café: sin prisa, pero con fuerza. Don José García, el patriarca de la familia, había partido en la madrugada, mientras dormía. No hubo dolor, solo silencio. El mismo silencio que llenaba ahora el apartamento de los Kovac en la ciudad, donde por primera vez en años, todos estaban reunidos. Angie Kovac se sentó al borde del sofá, con una taza de té entre las manos. A su alrededor, el aire era denso, cargado de palabras no dichas y recuerdos que se arrastraban por los rincones. La televisión estaba apagada, los celulares en silencio. Solo el reloj marcaba el paso del tiempo con un tic tac que parecía demasiado ruidoso. —Era su hora —murmuró Azul Kovac, la madre de Angie, con la voz entrecortada. —Y se fue como vivió —añadió Edgar, el padre—. Tranquilo. Sin molestar a nadie. Lesly, Marvin, Helbert y Juancarlos, los hermanos de Azul, se acomodaban en el comedor. Nadie lloraba, pero las miradas estaban húmedas. David, el menor, jugueteaba con el borde de una servilleta. Dayana, la prima, tenía los ojos rojos pero mantenía la barbilla en alto. Fue entonces cuando Megan, la amiga de Angie, cruzó la puerta acompañada por Patricia Álvarez, la vecina de toda la vida. —¿Ya saben lo del terreno? —soltó Patricia sin pensar. Todos la miraron. —¿Qué terreno? —preguntó Marvin, frunciendo el ceño. —El viñedo —dijo Megan, bajando la voz como si fuera un secreto mal guardado—. “La Soledad”. El abuelo nunca lo vendió. Sigue estando a nombre de la familia. Y está… bueno, está ahí. Vivo. Angie levantó la vista. El nombre le sonaba a algo lejano, de infancia y tierra mojada. —¿La Soledad? —repitió. Azul asintió lentamente. —Fue el último lugar que visitó antes de volver a la ciudad, hace tres meses. Estuvo con… con tu bisabuela Marina. —¿La abuela Marina sigue allá? —preguntó David, sorprendido. —Sí —confirmó Azul—. A sus noventa y tantos, se niega a dejar esas tierras. Dice que ahí respira mejor. —Pues hay que decidir qué hacer —interrumpió Edgar con tono práctico—. ¿La vendemos? ¿La arreglamos? ¿La dejamos como está? Un murmullo recorrió la sala. Nadie tenía una respuesta clara. Lesly fue la primera en sugerirlo: —Alguien debería ir. Ver cómo está el lugar, hablar con Marina. Saber qué hay realmente en esa finca. Las miradas giraron hacia Angie. Ella parpadeó, sorprendida. —¿Yo? —Eres la más sensata —dijo Dayana con una sonrisa torcida—. Y la que más necesita desconectarse de esta ciudad. —La abuela Marina siempre preguntaba por ti —añadió Megan—. Siempre decía que tenías “ojos de raíz”. Angie tragó saliva. En su pecho, algo se removió. No era tristeza. Era una especie de llamada lejana, como si la tierra misma le susurrara su nombre. —Está bien —dijo al fin—. Yo iré.