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Me niego a amarte de verdad

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Descripción

Antonella, una joven pelirroja de 16 años con carácter fuerte y mirada desafiante, vive con su madre Celeste, su hermano Martín y el nuevo compañero de su madre, Juan. Desde la separación de sus padres a los 14 años, Anto ha aprendido a protegerse y a refugiarse en sus amigos y sus primos Jazmín, Constanza e Ignacio. Pero a pesar de tenerlos cerca, siempre se siente al borde de la desconfianza: las peleas familiares, la relación tóxica de Yasmin y las dudas sobre sí misma la mantienen alerta.La llegada de sus tíos Cecilia y Sergio, quienes se mudan a su ciudad y matriculan a sus hijos en su colegio, le devuelve un poco de paz: ahora las mellizas, Ignacio y hasta Gonzalo (aunque no lo soporta), compartirán pasillos con ella. Lo que no esperaba era que Mauricio, con quien tiene una relación de odio mutuo, también se sumara a su vida escolar.En medio de este torbellino, Anto se encuentra con Sebastián, el chico más popular de la secundaria. Sebastián y su grupo -Lautaro, Ezequiel, Máximo, Agustín, Isabella, Zahira y Sofía- siempre se han creído superiores y juegan con los sentimientos de los demás. Para Sebastián, Anto representa un reto: ella es la chica más difícil de la escuela, la que no se deja impresionar por nadie. Por eso, acepta la apuesta de sus amigos: enamorarla, cueste lo que cueste.Lo que comienza como un simple juego se transforma poco a poco en un enfrentamiento de voluntades. Anto, que detesta la actitud de Sebastián y su grupo, no piensa caer tan fácilmente. Sebastián, que al principio solo quería ganar la apuesta, comienza a ver a Anto como alguien que podría cambiarlo para siempre. Pero cuando los secretos, las lealtades y las heridas del pasado empiezan a salir a la luz, ambos deberán decidir si vale la pena arriesgarlo todo... o si prefieren seguir huyendo.

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Capítulo 1: La noticia
El reloj de la cocina marcaba las siete y media de la mañana, pero Antonella ya estaba despierta desde hacía horas. Esa noche no había dormido bien. Las sombras de su habitación parecían más largas y amenazantes que de costumbre. Tenía la sensación de que algo iba a pasar, como si el aire mismo le avisara que el mundo iba a cambiar. Se sentó en la mesa de la cocina con un suspiro pesado. Su madre, Celeste, se movía de un lado a otro, preparando un desayuno que olía a promesa de normalidad: tostadas doradas, café recién hecho, jugo de naranja. Demasiada normalidad para un sábado cualquiera. Lo que más la desconcertaba era la presencia de su padre, Federico, tan temprano y tan tranquilo, con su taza de café en la mano y el diario abierto delante de él. Desde la separación, hacía dos años, sus visitas habían sido esporádicas y llenas de silencios incómodos. Verlo ahí, vestido con su camisa blanca perfectamente planchada y ese reloj caro brillando en su muñeca, le daba un mal presentimiento. —¿Qué hacés acá tan temprano? —preguntó, sin mirarlo directamente. No porque no quisiera verlo, sino porque sentía que si lo miraba demasiado tiempo, iba a explotar. Federico la miró por encima del diario, sus ojos claros e impenetrables como siempre. —No empieces, Antonella —dijo con ese tono bajo que usaba cuando no quería discutir—. Tu madre y yo necesitamos hablar con vos. Antonella giró la cuchara de metal entre sus dedos, golpeándola suavemente contra la mesa. El ruido seco la calmaba un poco, aunque solo fuera por un momento. —¿De qué? —preguntó con indiferencia, aunque por dentro la curiosidad y el miedo le daban vueltas en el estómago. Celeste dejó de revolver el café y se sentó frente a ella. Le puso la mano sobre la suya, ese gesto suave que solía consolarla de chiquita, pero que ahora solo la hacía sentir incómoda. —Anto... —empezó con cautela, como si midiera cada palabra—. Tus tíos Cecilia y Sergio decidieron mudarse a la ciudad. Antonella parpadeó, sorprendida. ¿Sus tíos? ¿Con todos sus primos? En el fondo, una chispa de alivio iluminó su pecho. Ignacio y las mellizas, Jazmín y Constanza, eran lo más parecido a una familia real para ella. Cuando estaba con ellos, sentía que el mundo podía ser menos hostil. —¿Van a vivir cerca? —preguntó, con un atisbo de esperanza. Celeste asintió, sus ojos marrones llenos de ternura. —Sí. Y van a inscribir a los chicos en tu colegio. Van a ir con vos. Por un instante, la sonrisa casi se asomó a los labios de Anto. Los mellizos eran un refugio, un recordatorio de que no todo estaba perdido. Pero la sonrisa murió antes de nacer, porque su madre miró a su padre, como buscando que él dijera lo que faltaba. Federico dejó el diario a un lado y la miró fijo. —También van a ir Mauricio y Gonzalo —dijo, sin rodeos. La cuchara que giraba en la mano de Antonella se detuvo. Sus dedos se tensaron alrededor del metal frío. Mauricio y Gonzalo. Sus primos mayores. Su estómago se retorció como si algo ácido la quemara por dentro. —¿Qué? —dijo en un susurro apenas audible. —Van a estar en tu curso —continuó Federico, con esa voz firme que no dejaba lugar a discusión—. Es importante para la familia. Vas a comportarte como corresponde. Antonella se quedó en silencio, mirando la mesa de madera como si pudiera tragársela entera. Podía escuchar el golpeteo de su corazón en sus oídos. No quería que Mauricio y Gonzalo estuvieran ahí. No quería ver sus caras todos los días, recordándole que, cuando más los necesitó, la dejaron sola. —¿Por qué? —preguntó al fin, levantando la vista. Su voz sonó rota, pero no le importó—. ¿Por qué tienen que venir ellos también? Celeste suspiró, pasando la mano por su cabello castaño claro. Tenía la mirada triste. —La tía Mari habló con nosotros —dijo en voz baja—. Quiere que Gonzalo termine la secundaria en un buen lugar, que ustedes puedan llevarse mejor. —¡No quiero llevarme mejor con ellos! —estalló Antonella, golpeando la mesa con la mano abierta. El sonido resonó en la cocina como un disparo—. ¡No me importa lo que quiera la tía Mari! Federico la miró con el ceño fruncido. —Baja la voz, Antonella —dijo con frialdad—. No estás en posición de decidir esto. Ella lo miró directamente a los ojos, con toda la rabia que tenía acumulada desde que era una nena. —Claro, porque para vos yo nunca estoy en posición de nada —dijo con un hilo de voz cargado de resentimiento. Celeste intentó calmarla, pero Anto sacudió la mano para zafarse. No quería consuelo. No quería caricias que no arreglaban nada. —Ellos no estuvieron —dijo con la voz temblorosa—. Cuando Santiago murió, yo era una nena. Y ellos... ellos me ignoraron. Como si no importara. La mención de Santiago hizo que un silencio pesado llenara la habitación. Santiago, su hermanito de dos años, había muerto cuando ella tenía apenas cinco. Era un recuerdo tan doloroso que casi nadie se atrevía a mencionarlo. Pero para Antonella era una herida que nunca había cerrado. —Eso fue hace mucho tiempo —dijo Federico, como si con esas palabras pudiera borrar el pasado—. Ya es hora de que dejes de aferrarte a eso. —¿Dejar de aferrarme? —repitió ella, con un nudo en la garganta—. ¿Sabés lo que es crecer sintiendo que tu familia no te ve? ¿Que no les importa lo que sentís? Federico suspiró, cansado, como si la conversación fuera una molestia más en su día. —Esto no es un debate, Antonella. Vas a hacer lo que corresponde. Te guste o no. Ella lo miró, con los ojos llenos de rabia y las lágrimas amenazando con salir. Pero no iba a llorar. No delante de él. —¿Y qué corresponde, papá? —preguntó con amargura—. ¿Sonreír y fingir que no pasó nada? ¿Aplaudirlos cuando decidan volver a mi vida como si todo fuera perfecto? Federico la miró en silencio, sus labios apretados. Celeste se inclinó hacia ella, suplicante. —Anto, no es tan fácil para ellos tampoco. Dale una oportunidad a esta nueva etapa... Pero Antonella negó con la cabeza, dando un paso atrás. Las palabras de su madre sonaban tan vacías como siempre. ¿Una oportunidad? ¿A quién? ¿A los que se fueron cuando ella más los necesitó? —No quiero hablar más —dijo, con la voz baja pero firme. Se dio la vuelta y salió de la cocina, dejando atrás el olor a café y pan tostado. Subió las escaleras rápido, con el corazón retumbándole en el pecho. Cada paso era un latido de rabia. Se encerró en su habitación y se dejó caer en la cama, apretando los dientes para no llorar. Desde la ventana, el cielo estaba gris, como si el mundo entero sintiera lo mismo que ella. Su hermanito Martín todavía dormía en su cuarto, ajeno a todo. Él tenía ocho años y, aunque a veces la volvía loca con sus preguntas y ocurrencias, era lo único que todavía la hacía reír sin pensar demasiado. Se pasó las manos por la cara, secándose las lágrimas antes de que pudieran traicionarla. Sabía que sus padres nunca entenderían cómo dolía ver a esos primos, cómo la herida de Santiago todavía sangraba, aunque ya nadie hablara de eso. Ella misma apenas hablaba de Santiago. Lo hacía solo en las noches más oscuras, cuando la soledad era demasiado grande y se le escapaba el nombre en un susurro. Cuando recordaba sus manitas pequeñas, su sonrisa de bebé y el hueco que dejó en la familia. Ahora tenía que compartir el colegio con Mauricio y Gonzalo. Fingir que todo estaba bien mientras su mundo interior se derrumbaba un poco más cada día. Sabía que sus padres no lo verían. Sabía que, para ellos, ella solo era una adolescente rebelde que no quería cooperar. Pero para ella, era mucho más que eso. Era la prueba de que su familia nunca había estado realmente ahí para ella. Era la certeza de que, aunque todos dijeran que eran "familia", las heridas del pasado seguían abiertas. Antonella miró el techo blanco de su habitación y respiró hondo, jurándose a sí misma que no iba a dejar que ellos la vieran débil. Si Mauricio y Gonzalo querían entrar en su vida, tendrían que pasar por su coraza primero. Porque ella no iba a permitir que la rompieran otra vez.

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