POV Luciana
El alta llegó más rápido de lo que esperaba. Apenas unas horas antes, seguía atrapada entre las sábanas blancas del hospital, con la mente adormecida por los medicamentos y el cuerpo entumecido por el cansancio. Pero ahora estaba aquí, vestida con la ropa que mi hermano había traído para mí.
Heracles me esperaba en la puerta, de pie con los brazos cruzados y esa expresión de protección absoluta, tan distintiva en nuestro padre, que siempre adoptaba cuando se trataba de nuestra madre o de mí. En cuanto me vio, su rostro se suavizó y me dedicó una sonrisa de ternura.
—Con cuidado hermana —me dijo, acercándose para tomar mis manos.
—Estoy bien, Heracles.
—Tuviste un accidente Luciana, entiende mi preocupación.
Ahí estaba otra vez esa mirada decisiva y sería tan característico de nuestro padre.
Al final solo me quedó aceptar su ayuda.
—Ya está todo listo —anunció con voz tranquila—. El auto nos espera. Te llevaré directamente a mi departamento.
Asentí sin decir nada, dejando que continuara.
—No tienes que preocuparte por nada. Solo dime qué necesitas y yo me encargaré de comprarlo todo —añadió con naturalidad, como si fuera lo más sencillo del mundo.
Su preocupación me hizo sonreír con calidez. Heracles siempre había sido así, dispuesto a mover cielo y tierra por mí sin esperar nada a cambio. Estaba realmente agradecida de tenerlo en mi vida. Y quizás por eso mismo me dolía tanto lo que tenía que decirle.
—No iré a tu departamento —dije con suavidad.
La reacción de mi hermano fue inmediata. Frunció el ceño, claramente confundido.
—¿Cómo que no? —preguntó, con un dejo de incredulidad en la voz—. Lu, ya está todo preparado. No tienes que preocuparte por nada.
Sonreí con ternura y levanté una mano para acariciar su rostro. Sentí la tensión en su mandíbula, la preocupación que intentaba disimular.
—No quiero que pienses que no aprecio lo que haces por mí —dije con sinceridad—, pero no quiero ser una carga para ti.
Su respuesta fue inmediata.
—¡No digas eso! —exclamó, negando con la cabeza—. No eres una carga, eres mi hermana. ¿Cómo puedes pensar algo así?
Respiré hondo. No quería discutir con él, pero tampoco podía ceder.
—Voy a volver a mi casa —anuncié con firmeza.
Los ojos de Heracles se abrieron de par en par, reflejando su asombro y, poco después, su incredulidad.
—¿Es una broma? —preguntó con el ceño fruncido.
Negué lentamente, dejando en claro que hablaba en serio.
—Luciana —dijo con tono severo—. No puedes hacer eso. No después de todo lo que te ha hecho.
Su voz estaba cargada de frustración, sabía que no estaba de acuerdo y que eso lo impulsaba a protegerme incluso cuando yo no pedía ser protegida. Lo entendía, realmente lo entendía, pero mi decisión ya estaba tomada.
—Si quieres, te llevo a un hotel mientras encontramos un departamento para ti —propuso—, pero no puedo permitir que vuelvas con ese hombre.
Su desesperación era palpable. Lo conocía demasiado bien para saber que estaba debatiéndose entre su enojo y su miedo.
—Heracles… —susurré con dulzura—. No permitiré que ese tipo se quede con lo que me pertenece.
Mi hermano exhaló bruscamente y apretó los puños.
—¿Esto es por orgullo? —preguntó, en una mezcla de preocupación y enojo.
Lo miré fijamente.
—No —respondí con calma—. Esa es mi casa. Y yo no pienso huir.
El silencio se prolongó entre nosotros. Heracles pasó una mano por su rostro, frustrado, y luego soltó un suspiro pesado.
—No estoy de acuerdo con esto —dijo finalmente—, pero tampoco puedo obligarte a cambiar de decisión.
Sonreí con tristeza y tomé su mano entre las mías.
—Sé que solo quieres protegerme, pero esto es algo que debo hacer Heracles. Y estoy lista para enfrentar cualquier cosa que venga.
Su mandíbula se tensó, y por un momento pensé que seguiría intentando convencerme. Pero al final, simplemente cerró los ojos y asintió con resignación.
—Si en algún momento cambias de opinión, si necesitas cualquier cosa… —su voz se quebró un poco—, solo llámame, ¿de acuerdo?
—Siempre lo haré —le aseguré, dándole un leve apretón en la mano.
…
El camino a casa fue silencioso.
Desde el asiento del copiloto, observé el paisaje pasar rápidamente por la ventanilla. Heracles no había dicho mucho después de nuestra conversación en el hospital, pero su expresión lo decía todo. Estaba preocupado.
Cuando el auto se detuvo frente a la casa, bajé sin prisa. Heracles se quedó dentro, con las manos firmes sobre el volante, mirándome con una tristeza que me pesó en el alma.
—Estaré bien —le aseguré, forzando una sonrisa.
No pareció convencido, pero asintió con un suspiro.
—Llámame si pasa algo.
—Siempre.
Esperé a que se marchara antes de darme la vuelta y enfrentarme a la mansión que una vez llamé hogar. Mi hogar.
Mis pasos resonaron sobre el mármol de la entrada mientras tensaba el puño, preparándome para lo que vendría. Empujé la puerta con determinación y fui recibida por una de las empleadas. Su rostro reflejaba puro desconcierto.
—Se-señora…
Sus manos se frotaban nerviosamente, como si no supiera qué decirme o cómo reaccionar ante mi presencia.
—¿Dónde está Camilo? —pregunté con frialdad.
La mujer abrió la boca, pero ninguna palabra salió. Su mirada se desviaba hacia el interior de la casa, como si esperara que alguien más hablara por ella.
Entonces, el sonido de risas llenó el ambiente.
Mis músculos se tensaron.
No.
No podía ser.
En la sala, Bibiana apareció corriendo, riendo como si aquello fuera una escena sacada de mis peores pesadillas. Mi respiración se detuvo por un instante. Mi mente tardó en procesar lo que estaba viendo.
Y antes de que pudiera reaccionar, apareció él.
Camilo.
También riendo. Como si nada hubiera pasado. Como si todo lo que me hizo no tuviera importancia.
Mis labios se curvaron en una mueca de asco.
—¿Cómo te atreves a traer a tu amante aquí? —espeté, clavando mis ojos en él con furia contenida.
Camilo parpadeó, su diversión esfumándose poco a poco. Pero, al cabo de unos segundos, se cruzó de brazos y me miró con arrogancia.
—Eso ya no es asunto tuyo.
Su descaro me revolvió el estómago.
—¿No es asunto mío? —repetí, dejando escapar una risa sin humor—. Esta casa también me pertenece.
Él soltó una carcajada.
—No, Luciana. Todo está a mi nombre. Absolutamente todo.
Bibiana se pegó a su pecho, aferrándose a él como una parásito chupasangre.
—Amor… no seas tan duro con ella.
Su voz melosa me provocó náuseas.
Los observé con puro desprecio.
—Son un par de asquerosas ratas.
Si pensaba que mi insulto los haría reaccionar, me equivoqué. Camilo apenas frunció el ceño y Bibiana ocultó su sonrisa detrás de un gesto de falsa preocupación.
—¿Para qué volviste, Luciana? —preguntó él con indiferencia.
Inspiré hondo, manteniendo la compostura.
—No para quedarme. Solo quería ver con mis propios ojos lo podrida que está esta casa. Y ahora que lo he comprobado, no pienso perder un solo segundo más aquí.
Me giré con la intención de marcharme.
Justo cuando estaba por cruzar la puerta, su voz me detuvo.
—Los papeles del divorcio estarán listos mañana. Necesito que vengas.
Mis pasos se detuvieron.
Sabía que esos documentos no eran simples papeles. Había algo más detrás de ellos.
Me giré lentamente y lo miré con una sonrisa serena.
—Con mucho gusto lo haré.
Sin decir más, salí de esa casa.
Una vez afuera, el aire frío golpeó mi rostro.
Un vacío se formó en mi pecho.
Cinco años.
Cinco años de mi vida tirados a la basura.
Apreté una mano contra mi corazón y exhalé lentamente, tratando de despejar la pesadez que se asentaba en mi interior. Pero justo cuando pensaba que ese sería el final de este día, un auto estacionado en las afueras captó mi atención.
Reconocí la figura que estaba dentro.
Alaric.
Mis ojos se abrieron con sorpresa.
Sin dudarlo, me acerqué.
Él salió de su auto, su expresión serena, como si me hubiera estado esperando.
—Fui a verte al hospital —dijo sin rodeos—, pero me dijeron que ya te habían dado de alta.
—¿Por qué? —pregunté con cautela.
Su respuesta fue simple.
—Tenía que pagar la cuenta de mi futura esposa.
Mi rostro se encendió al instante.
No dije nada, demasiado consciente de la forma en que mi corazón empezó a latir con fuerza.
Entonces, su mano se levantó y se posó con suavidad sobre mi cabeza.
Mis mejillas ardieron más.
Por primera vez, lo vi sonreír.
—Me alegra que mi futura esposa esté completamente sana —murmuró—. Pero me alegrará más que me acompañes a casa.
Parpadeé, confundida.
—¿Casa?
Él asintió.
—Nuestro hogar.