Capítulo 13

1564 Palabras
Petrificada. Esa era la palabra exacta. No asustada. No tímida. No sorprendida. Petrificada. Mi corazón palpitaba en cualquier parte de mi cuerpo menos donde debía. Los latidos estaban en mi garganta, bloqueando el aire. En mis oídos, rugiendo como tambores. Mi pecho: paralizado. ¿Mis bragas? ¿Cuáles bragas? Estaba segura de que se habían desintegrado con la sola voz de Colin West. O debería decir... Nicolás. Colin. West. El muy malnacido. Mientras su verborrea fluía con elegancia de cabaret, yo solo podía escuchar una cosa: “Cuando, donde y como yo quiera.” ¿Perdón? ¿El gurú del sexo quería tenerme a su disposición? ¿Como si fuera una ficha en su juego de conquistas? Las palabras explotaban en mi cabeza como fuegos artificiales en llamas. Él hablaba, seguro de sí, como siempre. Y yo… yo ardía por dentro. ¿Qué demonios pensaba de mí? ¿Que era una más? ¿Que iba a someterme como si fuera una colegiala emocionada por el semental del campus? Quería reír. Quería gritar. Quería llorar. Lo que hice fue peor. Me puse de pie. Lo miré. Alto. Directo. Y arrojé el contenido de mi copa de vino sobre su traje de diseñador. El chorro rojo se deslizó por su pecho, empapando su camisa impecable. Las miradas del restaurante se clavaron en nosotros como cuchillas. —¡No soy una cualquiera! —grité. Sí, grité. El tono fue más alto de lo que planeé. Pero no me importó. No en ese momento. No con mi sangre hervida y mi corazón partido por el orgullo. Me acerqué, cara a cara con su expresión de sorpresa absoluta. Tenía la boca entreabierta. Ni siquiera alcanzó a parpadear. —Puedes meterte tus putos conocimientos donde mejor te quepan —espeté, con el veneno exacto en la voz. Coloqué la copa vacía sobre la mesa con fuerza. Y sin esperar respuesta, me giré y salí del restaurante, la cabeza en alto, aunque por dentro me tambaleaba. Ya en mi departamento, arrojé las llaves del auto con rabia contra la mesa. El eco del metal resonó en la sala vacía como un disparo. Estaba temblando. Furiosa. Dolida. Confundida. ¿Qué acababa de pasar? Las palabras de Nic seguían en mi cabeza. "Te deseo. Te entreno. Me obedeces. Te hago gritar." Y mi conciencia, muy cabrona ella, me susurró: ¿En serio te espanta ahora acostarte con él, Emma? ¿Después de todo lo que pensaste? ¿Después de aceptarlo? Pero lo peor no era el deseo. Lo peor era que el show del estacionamiento me había afectado. Me había tocado una fibra. No solo me excitó. Me dolió. Porque, en algún rincón patético de mí, había pensado que yo sería distinta. Que él me miraba diferente. Que si se acostaba conmigo… sería solo conmigo. Que yo no sería una más en su lista. Qué idiota fui. Y cuando me ofreció ese trato disfrazado de dominación, como si pudiera tenerme a voluntad, como si fuera suya sin que yo lo supiera… Me desquicié. Me negué a aceptarlo. A aceptar que me había ilusionado. A aceptar que me dolió verlo con otra. A aceptar que lo deseaba como nunca había deseado a nadie. Pero no. Yo no soy una cualquiera, Nic West. Y si voy a caer en tu cama… no será bajo tus reglas. Será bajo las mías. Todo estaba mal. Yo ya venía rota, herida, humillada por Nic West y sus juegos de poder. Pero, al parecer, la vida tenía una misión muy clara: Destruirme de a poquito. Con gusto. Estaba acurrucada en el sofá, intentando contener las lágrimas y el orgullo, cuando mi celular empezó a sonar. Lo miré con odio. —Sea quien sea —murmuré entre dientes— va a cargar con mi furia. Pero el número en la pantalla no estaba registrado. Desconocido. Y eso bastó para que mi instinto saltara. Mateo. Respondí con rapidez. —¿Hola? —¿Señorita Emma Blake? —dijo una voz masculina. —Sí. ¿Quién habla? —Le habla el oficial Reyes. Su hermano Mateo está aquí, en la comisaría. Mi estómago se contrajo. —¿Qué pasó? ¿Está bien? —Está bien, físicamente. Pero… sería mejor que viniera. Lo explicaremos aquí. No pregunté más. Colgué. Agarré las llaves. Y salí disparada del departamento con el corazón colapsando en el pecho. La estación de policía estaba iluminada de más. O eso me pareció. Las luces frías. El silencio tenso. La recepcionista me indicó dónde estaba. Y ahí lo vi. Mateo. Sentado frente a un escritorio. Los hombros tensos. La mirada en el suelo. Cuando me vio entrar, levantó los ojos. Solo un segundo. Luego volvió a bajarlos. Y supe. Supe que todo estaba mal. —Señorita Blake —empezó el oficial, de pie tras el escritorio—. Encontramos a su hermano con otros dos jóvenes, en el parque central, a las nueve y cuarenta. Yo no hablaba. Solo lo escuchaba. —Al vernos, los otros dos chicos corrieron. Cuando nos acercamos a su hermano, encontramos un cigarro de marihuana a pocos centímetros de él. —¿Estaba fumando? —pregunté en seco. —No en ese momento. Pero todo indica que era suyo. O que al menos, intentó deshacerse de él antes de la revisión. Estaba en el suelo, junto a su mochila. Mateo levantó la cabeza, con furia. —¡No era mío! ¡Yo no fumé nada! Me lo tiraron cerca cuando escaparon. Lo juro. Lo miré. Y esta vez… no vi rebeldía. Vi miedo. Vi desesperación. Pero también vi lo que no quería ver: Que no podía estar segura de nada. El oficial suspiró. —Como es menor de edad y no tiene antecedentes, solo vamos a dejar una advertencia. Pero si vuelve a repetirse… lo siento, señorita. La próxima vez, tendrá que pasar la noche en una celda. Asentí. Firmé el reporte. No dije palabra. Agradecí al oficial. Mentí con una sonrisa. Y salí. Mateo iba delante de mí, con los hombros rectos, tensos, caminando como si el mundo le debiera algo. Subió al auto. Azotó la puerta. No me miró. Y yo… me quedé fuera un segundo, mirando la oscuridad. Todo ardía. Mi carrera. Mi dignidad. Mi paciencia. Y ahora también… mi hermano. Entré al auto. No encendí el motor. Solo lo miré. Y por primera vez en días, no pensé en Nic West. Pensé en el desastre que era mi vida. Y en cómo carajos iba a volver a ponerla en pie. Lo miré. Sentado en el asiento del copiloto, con la mandíbula apretada y la mirada fija en la ventana. —¿Qué pasó realmente, Mateo? No me miró. —¿Acaso importa? —murmuró—. Diga lo que diga… nunca me vas a creer. Y con eso, lo dijo todo. No insistí. No porque no quisiera. Sino porque su silencio era más fuerte que cualquier explicación. Y porque, en el fondo, tenía razón. El resto del camino fue un cementerio de pensamientos. Yo conducía. Pero por dentro, me deshacía. Cuando llegamos al departamento, Mateo entró sin decir una sola palabra. Fue directo a su habitación. Cerró la puerta. Como siempre. Yo me quedé en la sala, de pie. Vacía. Suspiré largo. Me dejé caer en el sofá. Tomé el celular y marqué. No a Nic. No a Maddie. A alguien que me debía un favor. Al día siguiente, lo desperté temprano. —Vístete. Vamos a salir —dije, seria. Mateo me miró con sospecha. —¿A dónde? —Lo verás. —No quiero. —No pregunté si querías. Durante el trayecto no dijo nada. Estaba cruzado de brazos, molesto, pero demasiado cansado para pelear. Hasta que lo vio. Hasta que leyó el cartel en la entrada. "Instituto San Gabriel para Varones. Internado y reeducación." —¿Estás bromeando? —dijo, su voz subiendo con cada sílaba. —Mateo… —¡No puedes dejarme aquí! Me miró. Desesperado. Furioso. Y herido. —¡Soy tu hermano, Emma! ¡No puedes hacerme esto! Yo apreté el volante con tanta fuerza que me dolían los nudillos. —No sé qué más hacer —confesé, sin poder mirarlo—. No sé lidiar con esto. No sé ser madre. No sé cómo ayudarte si ni siquiera me dejas entrar. Mi voz tembló. Mateo bajó la mirada. —Yo… jamás pedí esto —continué—. Jamás pedí que nuestra madre, después de abandonarme toda la vida, apareciera solo para morirse y dejarme con una responsabilidad que no sabía cómo manejar. Mateo giró la cabeza lentamente hacia mí. Y me gritó: —¡Entonces por qué me aceptaste! ¡Me hubieras mandado a un orfanato desde el principio! Sus palabras me cortaron la respiración. No supe qué responder. Me tomó segundos que parecieron siglos poder hablar. —Porque no quería ser como ella… Mateo rió. Seco. Sarcástico. Triste. —Pues lo estás haciendo. Silencio. Esa fue la herida final. Mateo no dijo más. Tampoco lo hice yo. Solo tomó su mochila. Abrió la puerta. Y sin mirar atrás, entró en el edificio que ahora sería su hogar. Yo me quedé en el auto. La mano temblando en el volante. Y entonces, lloré. No de rabia. No de orgullo. De dolor puro. Porque no sabía si estaba haciendo lo correcto. Porque lo había perdido. Porque quizás… nunca lo tuve.
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