Entre semana, el programa con Nic West no se grababa.
Eran solo fines de semana, así que el resto del tiempo era mío.
Libre.
Libre para estresarme sola.
Para odiar al mundo sin cámaras encima.
Para pensar que todo era un desastre… sin tener que fingir que lo tenía bajo control.
Después de dejar a Mateo en aquel internado que sonaba más a correccional que a instituto educativo, me pasé toda la tarde en un parque, en las afueras de la ciudad.
Sentada en una banca, con los audífonos puestos y la cabeza en otro planeta.
¿Qué iba a hacer con mi hermano?
Lo quería.
A pesar de todo.
A pesar de que él era el hijo que mi madre sí eligió criar.
A pesar de que me dolía admitirlo.
A pesar de que yo fui la hija que se quedó con el silencio y la herencia del abandono.
Pero yo no era Lily, por más que compartiéramos algo de genética.
Y Mateo… era mi hermano.
Me haría cargo de él, aunque la directora me llamara todos los días y las noches me costaran insomnio y frustración.
Pero las drogas…
Eso era otra cosa.
No sabía cómo enfrentar eso.
Tenía miedo. Miedo de que no pudiera salvarlo.
Al regresar al departamento, encendí las luces.
El espacio se sentía inmenso.
Vacío.
Y no era por los metros cuadrados. Era por la ausencia de Mateo.
Y por el ruido que dejaba su silencio.
Mi cabeza estaba al borde del colapso.
Entre Mateo, la escuela, y el imbécil de Nicolás West, no sabía qué demonios hacer.
Él pensaba que podía comprarme con su sonrisa torcida y su propuesta de cama envuelta en papel de “trato profesional”.
Como si yo fuera vulgar. Como si no supiera lo que valgo.
¡Maldito programa!
¡Maldita televisora!
Pero no iba a pensar en eso.
No.
No hoy.
"Si algo te molesta, bórralo. Esa es la forma Blake de resolver problemas."
Mi abuela me lo repitió tantas veces que lo convertí en mantra.
Así que lo borré.
Respiré hondo.
Y traté de pensar en Mateo otra vez.
¿Estaría bien?
Tomé el celular del bolso.
Le mandé cinco mensajes.
Todos simples. Banales. Suaves.
¿Cómo va todo?
¿Ya comiste?
¿Estás bien?
¿Necesitas algo?
Te extraño.
Esperé.
Nada.
Ni un “ok”.
No te desanimes, Emma. Él ya responderá.
Mentira.
El celular vibró.
Lo miré sin ganas.
No quería hablar con Maddie —que seguro quería detalles minuciosos como buena chismosa que era— ni Liam, que si lo tenía enfrente, lo empujaba frente a un tren por dejarme sola con Colin.
Después de esa “cita” fallida…
Después de Mateo en la comisaría…
No quería hablar con nadie.
Pero en el fondo, esperaba que la llamada fuera de Mateo.
Así que corrí al bolso, con el corazón rebotando en el pecho.
No llegué a tiempo.
Llamada perdida.
No era Mateo.
Respiré. Aliviada. Molesta.
El teléfono fijo de mi departamento empezó a sonar.
Lo miré con el ceño fruncido.
Sabía quién era.
Y no tenía ganas de hablar con él.
Liam.
Lo dejé sonar.
Y sonar.
Y sonar.
Hasta que el buzón de voz se activó:
—Emma, sé que estás ahí. ¡Contesta el jodido teléfono!
Suspiré, cerrando los ojos. Sonaba molesto. ¡Bienvenido al club, amigo!
—Acabo de encontrarme con Colin. ¡Cristo, Emma! Él era una de las pocas personas que conocía que podía ayudarnos… ¡Y tú le vaciaste una copa de vino en su traje! ¡Madura, por favor!
—No sabía que era el idiota del que hablabas. Pero vamos, Emma. No es tan malo. Tengo mis esperanzas —y parte de mi trasero— puestos en ese proyecto. ¡Es mi futuro! ¡Mi jodido retiro! Y tú…
Y yo…
Sentí la sangre subir como lava por mi pecho.
¿Yo? ¿La que arruinó todo? ¿La que no se tragó su orgullo para salvar el trasero de Liam?
¿Me quiere prostituir para salvar su carrera?
Caminé hasta el aparato.
Con paso firme. Furia descontrolada.
Y contesté el maldito teléfono.
—¡Eres un gran pedazo de mierda! —grité por el teléfono, con una furia que me ardía en la garganta—. ¡Tú dijiste que estarías conmigo y me cancelas segundos antes! ¿Y encima tienes el cinismo de regañarme como si fueras mi maldito padre?
Mi voz temblaba.
Y no por miedo.
Por rabia.
Por frustración.
Por la humillación que Liam ni siquiera se molestaba en entender.
—¡Si temes por tu trasero, ese es TU problema! —seguí, sin respirar—. ¡Y por si no lo sabías, MI trasero también está en juego!
Y colgué.
Sin esperar respuesta.
Sin darle espacio a que se defendiera.
Respiré agitada, con el pecho subiendo y bajando como si hubiera corrido una maratón emocional.
Quería matar a alguien.
Y ese alguien tenía nombre y apellido:
Nicolás Colin West.
El teléfono volvió a sonar dos veces más.
No contesté.
Me conocía lo suficiente como para saber que lo mejor era comer, bañarme y dormir. En ese orden.
Abrí el refrigerador.
Un emparedado que había hecho antes seguía allí. Le di dos mordiscos… y lo dejé.
Asco.
No por el sándwich. Por mi día entero.
Me quedé con la gaseosa en la mano, y caminé directo a la habitación, quitándome la ropa mientras avanzaba.
La arrojé sin cuidado.
Sujetador, blusa, falda.
Todo quedó en el suelo como testigo de mi caos.
Me miré al espejo del baño.
Y la imagen que vi me devolvió algo que no estaba preparada para ver:
Furia. Real. Sin filtro.
Pupilas contraídas.
Las aletillas nasales dilatadas.
La vena de la sien latiendo como si pudiera salirse.
Mi piel tenía ese tono rojo rabioso que no se disimula ni con maquillaje.
Respiraba.
Respiraba y respiraba.
Cada vez más profundo.
¿Cuántas veces tenía que respirar para que se fuera el enojo?
Sí, gritarle a Liam me había hecho sentir mejor.
Pero lo que quería… lo que deseaba con el alma… era estrangular al causante real de esta tormenta: Nic West.
Lo dije frente al espejo.
Mi mantra de guerra. Mi desahogo en voz alta.
—Eso es, Emma… Inhala oscuro… exhala rosa. Que el nudo rabioso se vaya y toma un baño de espuma.
Me incliné hacia el espejo y escupí cada palabra como una bruja lanzando un hechizo:
—Nicolás… cabrón de cuarta… hijo de Rasputín… imbécil… arrogante… patán… exterminador de coños… psicópata de las bragas… Estaba tan feliz con mi nada —sexuaI— programa vespertino y tuvo que aparecer él.
¡Tú no existes! ¡No existes! ¡NO EXISTES!
Y, claro, terminé agotada.
Nada como mi zumba mental para vaciarme.
La cabeza comenzaba a dolerme, pero cuando el agua caliente de la tina tocó mi piel… todo desapareció.
Liam, la televisora, Nic, el programa.
Todo.
Era solo yo.
Y mi baño de burbujas.
Salí del baño cuando mis dedos parecían pertenecerle a una abuela de 110 años.
Me puse mi camisola de Hello Kitty —sí, era infantil, sí, me la regaló mi abuela, y sí, era mi armadura emocional— y fui a terminarme el emparedado.
Ahora sí tenía hambre.
Pasé por la cocina.
La luz de alerta del celular parpadeaba sobre la mesada.
Dos mensajes.
Uno de Mateo.
Horario de visitas: viernes, 4 p.m.
Por si algún día decides venir.
La culpa me cayó como plomo al pecho.
Y justo debajo… otro mensaje.
De Liam.
Ok. Acepto que me exalté. Pero Colin está furioso.
Él no va a ayudarte.
No conozco otra persona con su conocimiento y disposición.
Además, el jefe ya me dio los temas para los próximos programas…
Y déjame decirte que estás en un tremendo problema.
¿Qué demonios vamos a hacer?
Confío en ti. Lo hago.
Pero me asusta.
Está en juego nuestras carreras.
Le dije al jefe que darías lo mejor de ti.
No puedes culparme.
Te llamaré.
Contesta el teléfono.
—L.
Lo leí tres veces.
Y entonces lo dejé sobre la mesa, sin responder.
Porque no quería seguir cargando la culpa de todos.
Porque no quería que el talento de Nic se convirtiera en el eje de mi fracaso.
Porque yo no era un cuerpo que se negociaba para salvar un proyecto.
Yo era Emma Blake.