7.Mi héroe

2130 Palabras
Triana Navarro Todos los días me levantaba con la misma motivación falsa de “hoy sí me llaman”. Como si mandarle hojas de vida a empresas fuera una especie de ritual mágico para invocar el empleo soñado. Enviaba al menos diez currículums diarios, aunque fuera a empresas donde ni sabía bien qué hacían. Si un día veía un anuncio que decía “Buscamos ingeniero en sistemas con habilidades de telepatía”, ahí iba yo con mi hoja de vida. ¿Quién quita y desarrollaba el don de la mente antes que el del trabajo? Pero nada. Silencio. Ni un solo llamado. Ni una mísera respuesta automática de “gracias por postularte”. Y yo, con el ego más golpeado que WiFi en tormenta. Por si fuera poco, Fernando y yo ya casi no hablábamos. Nuestro chat había pasado de conversación constante a territorio desértico, con más polvo que palabras. Sin embargo, ahí estaba yo, más de una vez stalkeándolo como si fuera FBI versión despeinada y en pijama. Hace unos días lo etiquetaron en unas fotos en un antro. Salía con unos amigos. Todos muy sonrientes, muy felices, muy sin mí. Pero hubo algo que me dejó con la ceja levantada y el corazón un poco torcido: una chica castaña, monísima, con sonrisa de comercial de pasta dental, que aparecía muy pegadita a él en una de las fotos. ¿Estaban saliendo? ¿Era su amiga? ¿Su prima? ¿Una hermana? No lo sabía. Y claro, no podía ir a preguntarle: “Hola, Fernando, hace días que casi ni hablamos, pero dime, ¿esa Barbie de la foto te está besando con la mirada o es mi imaginación?” Así que cerré mi computador, frustrada. Me levanté para ir a la cocina a prepararme un sándwich de consuelo. Pero justo cuando estaba por untar la mostaza. ¡Suena mi celular! Corrí como alma que lleva el diablo de regreso a mi habitación, tropecé con una chancla, casi me estampo contra la pared, y por poco se me cae el celular antes de poder contestar. Número desconocido. Dudé. ¿Y si era uno de esos bancos que te ofrecen tarjetas con más intereses que lo que dura tu vida? Pero algo me dijo que respondiera. —¿Buenas tardes? —dije con voz más aguda de lo normal, como si estuviera fingiendo que era una señora responsable. —¿Señorita Triana Navarro Rivas? —preguntó la voz de una mujer que sonaba importante, seria, y ligeramente intimidante. —Eh… sí, soy yo —contesté tragando saliva. —Le llamamos de la empresa Nexora Systems. Hemos visto su perfil y queríamos saber si está disponible para una entrevista de trabajo mañana a las nueve en punto de la mañana. Mi mandíbula cayó. Literal. Creo que hasta el sándwich se sintió ignorado. —¿Ma–ma–mañana? Sí… sí, claro… ¡A las nueve! —balbuceé. Creo que hasta repetí la hora dos veces por si no había quedado claro que estaba en shock. —Estaré ahí. Puntual. Temprano. Con ropa. Eh, gracias. Colgué. Y por un instante… el mundo se detuvo. Una emoción pura, burbujeante y deliciosa me invadió de pies a cabeza. ¡Una entrevista! ¡De verdad! ¡Para un trabajo real y no como la vez que terminé postulándome sin saberlo para un puesto de ventas por comisión que era básicamente vender ollas puerta a puerta! Salté. Grité. Bailé en círculos. Hice el pasito del robot, el de la lavadora descompuesta, el de la felicidad absoluta. Daba vueltas como si estuviera en un musical de Broadway y mi sala fuera el escenario. Hasta que… ¡Pum! Se cerró la puerta del departamento. Me quedé congelada con los brazos en el aire, en una pose de ninfa eufórica. —¿Triana, qué tienes? —preguntó Vale, dejando su bolsa y las llaves sobre la mesa con cara de sospecha maternal. —¡Me acaban de llamar para una entrevista de trabajo! —grité como si me hubiera ganado la lotería, el Grammy y una pizza gratis, todo en el mismo día. —¡Nooo! ¡Felicidades, amiga! —Vale soltó su bolso al suelo y corrió hacia mí. Nos abrazamos como si no nos viéramos desde hace cinco años, y comenzamos a saltar juntas como dos niñas en una cama elástica invisible. Gritamos, reímos, nos dimos vueltas y hasta hicimos un intento fallido de coreografía de t****k. Fue glorioso. Fue hermoso. Fue mi momento de película. A la mañana siguiente me desperté a las cinco en punto como si fuera militar. Mi cuerpo, que usualmente renegaba por levantarse temprano, hoy obedeció sin chistar. Me metí a la regadera aún medio dormida y salí como una guerrera lista para conquistar el mundo… o al menos conseguir un empleo que me alejara del desempleo y los sándwiches existenciales. Me vestí con el atuendo que había planchado la noche anterior (¡por primera vez en semanas usé la plancha que no fuera del pelo!), desayuné lo justo para no desmayarme, pero sin arriesgarme a una tragedia estomacal, me maquillé con la delicadeza de una influencer de YouTube: sin tutorial, a puro instinto. Peiné mi cabello con tanto esmero que podría haber desfilado por una alfombra roja... del departamento. Miré el reloj. Aún faltaba más de una hora para salir. Me senté. Me paré. Me senté otra vez. Revisé por décima vez el mapa de la empresa en mi celular. Estaba en las afueras de la ciudad, en la zona industrial, ese lugar donde las calles parecen laberintos y el WiFi va a morir. Decidí salir con tiempo. No me importaba tener que esperar afuera una hora. Iba a llegar puntual, aunque tuviera que acampar en la banqueta. Me despedí de Vale en la puerta del departamento. Ella me deseó suerte como buena mejor amiga, me abrazó, me echó la bendición y se fue en su auto con su clásica playlist de reguetón madrugador a todo volumen. Yo le sonreí y me quedé de pie frente a la puerta, con mi bolso en mano, lista para conquistar el mundo. Hasta que me giré para subir a mi auto… y entonces lo vi. Mi alma abandonó mi cuerpo. La llanta delantera del lado del piloto estaba más baja que mi autoestima después de mi ruptura con Pablo. Corrí como si pudiera revivirla con una mirada. Me agaché. Y ahí estaba: “El señor Clavo”. Enorme. Brillante. Orgulloso de arruinarme el día. —¡Esto era lo único que me faltaba! —gemí con dramatismo, llevándome las manos al rostro—. ¡Triana, definitivamente eres la reina de la mala suerte! Mi voz sonó rota, como de telenovela. Me senté en la banqueta, respirando profundo, tratando de calmarme. Miré el reloj. Una hora. ¡Solo una hora para mi entrevista soñada! Saqué el celular. Podía pedir un taxi… pero hasta allá me saldría carísimo. Y no había retirado dinero del cajero automático. ¿Por qué no retiraste dinero, Triana? ¿Por qué confías tanto en tu suerte si tu suerte es como el WiFi de café público: inexistente cuando más lo necesitas? Revisé mi cartera. Treinta y cinco pesos en monedas. No me alcanzaba ni para el Uber, ni para un milagro. Entré en modo pánico. “¿¡Qué hago, qué hago!?” ¡Claro! ¡La llanta de repuesto! Sí, la tengo. No soy tan inútil. Bueno, sí… pero tengo la llanta. El problema era: ¿quién demonios me ayuda a cambiarla? Me metí a los contactos del celular con la esperanza de encontrar a alguien útil y despierto. Spoiler: nadie. Ni amigos, ni excompañeros de universidad, ni el vecino buena onda que siempre me saluda en calzones. Todos dormidos o, peor, "en línea pero ignorando". Mis piernas temblaban de puro estrés. Tenía ganas de llorar, de gritar, de llamar a Vale y decirle que regresara por mí, pero eso sería admitir derrota, además, no la sacaría de su trabajo para que viniera a ayudarme, eso no es de amigas. Pero, oh, sorpresa… Seguí bajando en los contactos. Mi dedo tembloroso se detuvo en un nombre. Fernando Lefevre. Lo miré. Lo ignoré. Volví a mirarlo. No... ¿O sí? Suspiré profundamente y me mordí el labio. Lo observo unos segundos como si al mirar su foto de perfil me fuera a dar más valor. Vacilo. Me debato internamente como si fuera una adolescente escribiendo al chico popular del salón. Me recuerdo que él me había dicho que le gustaban los autos, que sabía de mecánica… ¿Y si le pido ayuda? Podría pagarle el cambio de llanta. No es que quiera aprovecharme, pero ¡estoy desesperada! Aunque, claro… hace días que casi no hablamos y ni siquiera sé si quiere saber de mí. Suspiro. —Cielos… ¿Qué hago? —murmuro, como si alguien pudiera darme la respuesta. Respiro hondo. Mi pulgar tiembla sobre la pantalla. Y al final, me aviento. —Ni modo, Triana. Que la dignidad espere, que hoy lo importante es el empleo —me dije en voz alta mientras temblaba por dentro. Y entonces, con el corazón latiendo como si fuera a declararme en televisión nacional, le mandé un mensaje: T: Hola, Fer… sé que es muy temprano, pero tengo una emergencia. ¿Estás despierto? Envié el mensaje y recé. Por él. Por la llanta. Por el empleo. Por no convertirme en un meme andante. Un minuto después, vibra el celular. F: Hola Triana, ¿cómo estás? Contesto rápido, antes de perder la valentía que ya bastante trabajo me costó juntar. Como dice mi papá: "este mundo es de los que se avientan". Y yo me estoy aventando con todo y nervios. T: Fernando, te escribo porque mi auto tiene un clavo gigante encajado en la llanta, se desinfló por completo. Sé que sabes de mecánica y estoy en un apuro enorme. ¿Podrías ayudarme, por favor? 🙏 Te pago el cambio o, si no puedes, tal vez conoces a alguien que pueda venir. Estoy desesperada… tengo una entrevista de trabajo en menos de una hora. Me desperté desde las cinco de la mañana para estar lista 😩 Envío el mensaje. Y entonces, el silencio. Un minuto. Dos. Cinco… Diez minutos… Nada. Ni un “visto”. —¿Será esta su venganza por haberlo rechazado? —murmuro al aire, sintiéndome estúpidamente melodramática. Me acerco a mi auto como si ver la llanta por décima vez fuera a hacer que se inflara sola. Una lagrimita traicionera se escapa de mi ojo. Tenía tantas ilusiones con esta entrevista. Este trabajo. Y de pronto, como un mal fantasma, vuelve la voz de Pablo a mi cabeza: “Triana, deja de llorar, pareces una niña chiquita.” “Eres una mimada.” “Verte llorar me pone de malas.” “Solo las personas débiles lloran.” Mi labio tiembla. Me abrazo a mí misma como si pudiera protegerme de esos recuerdos que me siguen arañando por dentro. —Maldito seas, Pablo —murmuro—. No soy una niña mimada. Solo soy… sensible. Y estoy harta de fingir que no lo soy. Me limpio las lágrimas con la mano. No me importa si me borro el maquillaje. Que se corra la máscara de pestañas, que se derrita el rubor. Y entonces suena mi celular. F: Triana, mándame tu ubicación. Ya voy saliendo de mi casa. Me quedo pasmada por unos segundos, leyendo y releyendo el mensaje como si no creyera lo que veo. ¿Va a venir? ¿En serio? ¿Él? Con dedos temblorosos, le mando mi ubicación. Diez minutos después, escucho el ronroneo de un motor que parece salido de una película de acción. Un Mustang GT rojo dobla la esquina como si el universo hubiera decidido premiarme con una entrada digna de Hollywood. Se estaciona justo frente a mi auto en doble fila. Mi mandíbula casi cae al suelo cuando lo veo bajarse con toda la majestuosidad de un dios urbano. Jeans ajustados, camisa celeste perfectamente arremangada, zapatos casuales impecables y, como si eso no fuera suficiente, una cazadora de cuero n***o y lentes oscuros que parecen hechos a la medida de su ego. Y sí, el muy desgraciado se los quita como si supiera que lo estoy mirando. Trago saliva en seco. ¿Es legal verse así a las ocho y media de la mañana? ¿Es legal hacerme sentir mariposas en medio de una emergencia automotriz? Siento un revuelo hormonal interno. Como si mi cuerpo quisiera tener un orgasmo solo por la vista. No entiendo lo que pasa, no sé por qué me estremezco… Es raro. O no tan raro. Es Fernando Lefevre. Y por alguna razón absurda, está aquí. Por mí.
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