Capítulo 2

4610 Palabras
Mi muñeca se dobla. Dejo que la pelota se escurra entre mis dedos y rebote en el suelo. Ágilmente observo cómo se dirige hacia la pared, rebota otra vez, y sale despedida hacia mi dirección. La atrapo al vuelo. Repito la acción varias veces. Se supone que no debería de estar jugando con una pelota de goma. Se supone que debería de estar preparándome para clases. Son apenas las 7 de la mañana y tengo que entrar a clases dentro de una hora. En realidad, me importa bastante poco llegar a clases o no. Mi compañero de habitación sale de la ducha. —¿Todavía estás ahí? — observa mi pelota— ya sabes que no es por cortarte el rollo ni nada, a mí me da igual lo que hagas pero... La última vez se quejaron de tus golpecitos con la pelota. Suspiro, no me acordaba; además, daba por supuesto que no debía de estar molestando el descanso de nadie, pues todos tenemos clases. Todos deberían de estar despiertos. —Perdón. Me dejo resbalar un poco por la pared, luego me levanto de un salto y me estiro en mi litera con cansancio, como si acabara de volver a casa y no me hubiera pasado toda la noche durmiendo. Escucho como Ismael se viste y guarda libros para clase. A pesar de que es mi compañero de habitación, él y yo sólo hablamos para lo justo y necesario. Nunca he intentado hacerme amigo suyo. No me interesó su respuesta a mi "mágica" pregunta. La verdad es que nadie, hasta el momento, me ha dicho que no le gustaría tener un súper poder. Pero no puedo culpar ni señalar a nadie con el dedo, yo también hubiera dicho que sí sin pensármelo durante una época. Se pone la chaqueta marrón con su letra “I” estampada y me mira. Me examina si iré a clase. Me sorprende porque nunca se suele preocupar de lo que hago a no ser que le incumba a él también. Seguramente hay otro motivo tras sus acciones, pero no me molesta si es así. Es más, me intriga saber cuáles son, así que le sigo el rollo y respondo afirmativamente, alzándome y dirigiéndome al baño para afeitarme. Se queda allí, mirando cómo lo hago, indeciso. —Si quieres decir algo sólo dilo. Aunque no lo parezca— le tiro una mirada— no muerdo. Ismael tira sus libros encima de la mesita, los empuja hasta que tocan la pared y usa el espacio para sentarse en el borde de la misma. —Te vi ayer hablando con... esa chica de la otra clase. Al momento chispea ante mí su nombre: Hanna. Me sorprende y me divierte porque quiere decir que le interesa la chica. —Hanna— presumo. —¿Así se llama? — junta el entrecejo— Creía que su nombre empezaba por “K”.   Lo miro como si fuera un extraterrestre acabado de llegar de otra galaxia. —Oye, pero si tiene la misma letra que llevas tú en tu cazadora. ¿Eres ciego? — carcajeo— Bueno, cierto, he de corroborar que cualquiera preferiría mirar otras partes de ella antes que la letra de su estúpida chaqueta, pero... Ismael ríe conmigo, dándome la razón, y me siento como si ya nos hubiéramos hecho colegas, o como si lo hubiéramos sido desde siempre. Luego parpadea unos segundos, como si se acabara de despertar en una dimensión desconocida. —Es cierto— suspira— No sé por qué habré pensando eso, quizá todavía sigo dormido. En fin... No voy a negar que no me gustaría tener algo con ella, pero en serio no es eso lo que quería decirte cuando te he comentado que los vi juntos. Hay más gente que está interesada en ella, y bueno... hasta incluso los profesores le tienen mucho aprecio. En esos momentos, me meto en la bañera, cierro la cortina y abro el grifo de la ducha. No he cerrado la puerta del baño para poder oír bien a mi compañero. Calla un momento. —Es posible que mucha gente te vaya a reclamar que no te le acerques— acaba al fin. —Eso mismo le dije yo a ella ayer y no pareció importarle. Aunque no le puedo ver, y él lo sabe, sé que asiente con lentitud. No tengo manera de corroborarlo, pero pienso que debe de estar decidiendo si esperarme o no. No sabe si para mí, la conversación que hemos mantenido ha servido para que tenga "el derecho" de esperarme e ir a clase juntos. Supongo que quiere simplemente llevarse mínimamente bien conmigo, porque, al fin y al cabo, como ya se ha dicho, no soy buena compañía, empiezo a ser una mancha en el impoluto nombre del internado, así que no tendría por qué querer ser amigo mío. Medito sobre si decirle que me espere y al final concluyo que no lo haré, que dejaré que él decida. A los pocos segundos, oigo como coge sus cosas de nuevo. —En fin... nos vemos en clase. Luego se abre la puerta de la habitación y se vuelve a cerrar. Ha decidido no esperarme. Bien, supongo que nuestra estúpida conversación no es nada del otro mundo. Tan sólo me ha advertido porque es una buena persona, simple y llanamente. No lo culpo. Me parece que si hubiera querido hacerse amigo mío le hubiera negado la entrada. Ni siquiera él sabe mi secreto y no tengo intenciones de que lo sepa todavía. Salgo de la ducha y busco por el cuarto mi ropa. La última cosa que cojo, la cazadora del uniforme con su letra estampada, que tiro encima de mi cama para no olvidármela al salir. Vuelvo al baño para acabar de arreglarme. Bostezo. Hoy es viernes, último día de clase de la semana. Mi último día de clase, en realidad. Tengo unas bonitas vacaciones de dos semanas de expulsión. Claro, obviamente, estar expulsado aquí significa que: a) Te confinan en los dormitorios, o b) Te vas a casita. Yo no puedo optar por la opción de irme a casa, teniendo en cuenta que está a demasiados kilómetros de este maldito internado. Hay gente que es más afortunada y puede salir a ver a la familia cada fin de semana; yo no. Por tanto, me toca estar confinado en mi habitación. Sin embargo, por suerte, hay algunas clases de refuerzo y talleres abiertos los fines de semana, además de la biblioteca, así que, para la directora, realmente, el último día de clases es el domingo. Mi confinamiento empezará el lunes, aunque las clases las acabe hoy, así me lo dijo ayer. Se los dije que soy del promedio respecto a los estudios, ¿no? Bueno, eso no es del todo cierto. Desde que llegué aquí, he dejado de prestar atención en clase. Así que mis notas han decaído bastante. Seguramente, repetiré curso y la verdad, me da igual. Agarro mi chaqueta una vez listo y salgo. Los pasillos están calmados. No hay nadie ya. Todos deben de estar en clase o a punto de llegar. Al final del pasillo, sin embargo, distingo una peculiar silueta que hace que me pare. Ningún chico tiene cintura estrecha y pechos. —¿No se supone que la entrada de las chicas en los dormitorios masculinos no está permitida, igual que no se deja a los hombres en los femeninos?   Hanna ladea la cabeza y me mira con sorpresa. —Sí, teóricamente. Pero me han dado permiso. Nos quedamos en silencio. Está apoyada en la pared, frente a la puerta de la habitación número 248 con su habitual sonrisa calmada, como si viviera feliz las 24 horas del día. Igual que el día anterior, es indiscutiblemente hermosa. Miro mi reloj y corroboro que no me haya equivocado de hora y resulte que en vez de ser tarde sea temprano. No, no me he equivocado. Vuelvo mi mirada a ella, que sigue con sus ojos fijos en mí. —¿Qué haces aquí? Abre la boca con la intención de responderme, casi como si hubiera estado esperando a que se lo preguntara, justo cuando la puerta de la 248 se abre con estruendo y no la deja ni empezar. —¡Siento haberte hecho esperar! Soy un desastre. Haré que llegues tarde. —No, está bien. Tengo libre hoy a primera hora. La profesora está enferma— niega ella amablemente. Reconozco inmediatamente al chico. Es el mismo con el que la había visto hablar ayer por la noche. Aquel que la dejó para irse con sus amigos, cosa que a ella no pareció importarle. Su mirada sale despedida hacia m y como me esperaba, su amabilidad se transforma en hostilidad. Palpo la tensión creciente en el aire. No soy querido por nadie de por aquí, quizá con la excepción de Marie, la secretaria que les he dicho antes. —¿Y tú qué miras? Me encojo de hombros. —¿No te habrá hecho nada, ¿no? — le pregunta preocupado. Ella está a punto de abrir la boca para defenderme, pero otra vez la corta, cogiéndola del antebrazo. Proclama que da igual y tira de ella por el pasillo. Miro estúpidamente como se alejan. Digo estúpidamente porque, para ir a clases, también tengo que ir por el mismo sitio, así que no sé cómo pretende escapar de mí. Los alcanzo al final del pasillo pues se paran para esperar el ascensor. Entran rápidamente y pican. El ascensor tiene una capacidad de unas 20 personas aproximadamente. Es uno de esos ascensores lujosos y espaciosos. Sin embargo, comprendo enseguida que no puedo entrar, que ya está lleno, así que me paro en la puerta. Esperaré al siguiente. Hanna me mira perpleja y le tira una mirada inquisitiva también a su acompañante, no comprendiendo la situación. Las puertas hacen el amago de cerrarse y Hanna estira una mano y para su avance, confundiendo durante unos segundos al ascensor y haciendo que vuelva a abrir las puertas. —¿Qué haces ahí parado? Entra— dice anonadada, como si yo fuera imbécil. La miro sin expresión alguna. Se lo dije ayer, ¿por qué no puede entenderlo? Yo no soy bien recibido aquí. No puedo entrar al ascensor. ¿Qué tan tonta puede llegar a ser cuando quiere? Su amigo, su novio, o lo que sea que es el tipo que la acompaña, la coge de la muñeca y la devuelve a su lado. —Él prefiere las escaleras, ¿no es cierto? Hago una mueca molesta casi imperceptible. Podía haberle dicho simplemente que me gusta ir sólo en el ascensor porque sufro de un retraso mental o vete tú a saber, pero no, al decir que me gusta ir por las escaleras ahora me obliga a dar media vuelta e ir por las estúpidas escaleras. Antes de que la puerta que separa el pasillo y el ascensor de las escaleras se cierre, oigo a Hanna decir algo. No sé el qué, pues el ruido de las puertas del ascensor cerrándose y la creciente lejanía, no me deja escucharlo. Tampoco me importa. Me lo merezco, es culpa mía. No debería de haberme parado para saber qué hacía Hanna ahí. No era de mi incumbencia y más cuando sé que no me he de acercar a ella. Doy una mirada por encima a mi reloj y maldigo con pesadumbre. Ahora no hay duda de que no llegaré a tiempo. Disminuyo el paso, pues ya no me importa llegar 5 que 10 minutos tarde. Mi piso es el último, así que todavía tengo un tramo largo hasta el vestíbulo. Bajando las escaleras del cuarto al tercer piso, me quedo parado a la mitad. La puerta que da al tercer piso se puede ver desde mi posición y al lado de esta, parada atenta, está ella. Por un momento no me lo puedo creer, pero en seguida me doy cuenta de que sí es posible. Es la persona más persistente y cabezota que he conocido hasta el momento. —¿Hablamos el mismo idioma? — pregunto hasta posicionarme donde ella— Deberías de haberte ido con ese novio tuyo. Continúo bajando hacia el segundo piso sin prestarle mucha atención. Ella se apresura y me sigue. En ningún momento niega que aquel pánfilo fuera su novio, pero tampoco lo afirma, más bien pasa por alto mi comentario, como si fuera basura innecesaria. —¿Por qué no subiste en el ascensor? —¿Eres lenta con las indirectas? Ya te lo dije, no soy alguien con quien deberías de ser amable. —Pues no sé por qué. Que saques malos notas y que... Me giro con el ceño fruncido, cabreado. —Me da igual— el corto tosco— No te acerques a mí. Hay un silencio. Ella me mira unos segundos. —No me intimidas. De repente la veo tan indefensa, tan frágil y tan estúpida diciendo eso, que una sonrisa torcida asoma en mis labios. —No intentaba intimidarte— contesto burlón y luego hago desaparecer mi sonrisa y la miro serio— Créeme, si te intentara intimidar, lo conseguiría. Todavía no has visto esa parte de mí y no querrás verla. —¡Ja! Es increíble pero no es para nada tonta. Con ese simple monosílabo lo ha expresado todo. Tanto el que no me cree, como el que me reta a intentarlo y como ya me tiene harto, considero si caer ante su maldita provocación. Quizá así, al final la asuste y se vaya. Es lo mejor. De una parada me alzo ante ella y cogiéndola por las muñecas la estampo contra la pared. Ella gime entre dolorida y sorprendida por la rapidez y lo inesperado de mi ataque. Nuestras narices se rozan. Aprieto mis dedos alrededor de su muñeca, consiguiendo el mismo efecto en su mandíbula. Le hago daño, lo sé. Una ligera chispa de miedo recorre sus iris. Traga saliva, pero no se mueve ni un milímetro ni abre la boca para decir nada. —Ahora, estoy tratando de intimidarte. Dime, ¿lo consigo? — pregunto ronroneando lentamente con voz sensual, como si tratara de ligar con ella. Ella asiente muy levemente, casi hipnotizada. Sé perfectamente que, si no me ha dado un golpe en la entrepierna y mandado a la mierda, no es porque no pueda, sino porque no quiere. —Bien. ¿Comprendes ahora por qué no puedes acercarte a mí? Esta es la clase de persona que soy. Obviamente, no es cierto. A mí nunca me ha gustado la violencia, pero necesito que se aleje de mí. Pero claro, necesito que se aleje de mí. Que se haga amiga mía no tiene ningún sentido. Además, nos conllevará problemas, tanto a ella como a mí. —Bien, pero hasta las escaleras— casi murmura, como si no quisiera llamar la atención de nadie, a pesar de que estamos solos— Hasta que lleguemos al vestíbulo no me alejaré de ti.   La miro unos instantes, debatiéndome mentalmente sobre qué es lo que se propone hacer. Concluyo que nada. ¿Qué va a hacer? ¿Y para qué lo haría? No tiene interés en estar conmigo, simplemente ha sido amable y ha bajado por las escaleras por solidaridad. —Está bien, dime todo lo que quieras antes de llegar abajo porque no va a haber un luego. Dicho esto, la suelto y empiezo a caminar con agilidad hacia abajo. Ella se frota las muñecas un momento, pues las debe de tener doloridas y baja tras de mí. Se queda callada. No dice nada. La verdad, mejor para mí, ella verá. Y justo cuando pienso que no va a decir nada más, cuando quedan apenas cinco escalones para llegar a la puerta que da al vestíbulo, acelera el paso y se pone frente a la puerta, bloqueándola. —¿Y tú… crees que estaría bien tener un súper poder? Mi propia pregunta devuelta. Casi me tambaleo hacia atrás, como si me hubiera golpeado. Abro la boca, pero no me salen palabras. La miro. —Podías haberme dicho cualquier cosa antes de separarnos, ¿y me preguntas eso de entre todo lo posible? Ella se encoge de hombros, como si realmente fuera lo primero que le había venido, aturdida en parte. —No lo sé, es la misma pregunta personal que me hiciste tú la primera vez, así que he pensado que debía de significar algo para ti, por tanto, no quiero quedarme atrás y quiero saber lo que tú opinas. —¿Has pensado eso mientras bajábamos? Ella asiente. Parpadeo. Es alucinante. No sólo por el hecho de que se haya dado cuenta, si no de que haya pensado en ello tan perfectamente en tan poco tiempo. Estoy tan sorprendido, que no sé qué decir. Además, ¿realmente quiero que sepa mi respuesta? Es la primera vez que alguien me lo pregunta, la primera vez que alguien se acerca a mi verdadero yo en mucho tiempo. —No. Ella, sorprendida, se queda inmóvil, quizá pensando que le iba a soltar una charla friki sobre poderes sobrenaturales e iba a descubrir una parte vergonzosa mía. Paso por su lado y abro la puerta. Doy un paso y he abandonado las escaleras, estoy en el vestíbulo, soy libre. —¿Por qué? — reacciona tarde, con una voz que me resulta tan decepcionada que incluso me duele. —Estoy en el vestíbulo— lanzo, sin embargo. No me giro, no me paro. Se acabó. Ella y yo no nos vamos a volver a hablar. Esa es la promesa. Ella misma la ha aceptado. Se quedará sin saber por qué, aunque, bien pensado, aún si no hubiera estado en el vestíbulo, no le hubiera respondido a esa pregunta. Y hablando de ello, creo que ya va siendo hora de que ustedes lo sepan. Todo empezó aquel invierno que les he mencionado. Fue muy tonto en realidad, así que no le busquen sentido. Salí de fiesta con unos amigos. Nos colamos en una discoteca ya que uno de mis colegas conocía al dueño. Nos dijeron que podíamos pedir de beber cualquier cosa, que no tendríamos que pagar por nada. Obviamente, todos nos lo tomamos al pie de la letra. Nos emborrachamos. Y entonces pasó, lo que lo desencadenó todo: El reto. El amigo que nos había conseguido colar, observó que dos de nosotros no habían tomado ni una gota de alcohol o que a la primera copa habían abandonado porque tenían poca tolerancia. Al verlo, quiso picarnos a todos diciendo que sólo volvería a traer allí a los tres mejores bebedores. Pidió al barman que se acercara y que nos ayudara. —¿Qué quieren beber? —¿Whisky? — sugerí.   —No, no me gusta mucho— comentó otro. —Lo que sea pero que sea fuerte— nos apresuró. La palabra brilló como un faro en la oscuridad: Tequila. Vi la botella y leí la etiqueta en voz alta. Todos se miraron y asintieron. Dicho y hecho, a cada cual se le puso delante su chupito de tequila. Las reglas eran sencillas. Había que tomarlos de un sorbo, sin parar; los tres que más aguantaran, ganaban. Todavía recuerdo el profundo sonido de la voz de mi compañero gritando por encima de la música la cuenta atrás. Mis dedos rodeando el vaso. Inspiré hondo y cuando se declaró el inicio, empiné el codo. Un trago. Deposité con estruendo el vaso y el atento barman me lo volvió a rellenar. Repetí la operación. La garganta me ardía, como si me hubiera tragado “aceite de trementina”. A la cuarta copa pensé en desistir, pero seguí. El dolor se estaba haciendo soportable. Y sin darme cuenta, a la sexta, sólo quedábamos dos. Él y yo nos miramos de reojo. Aquello ya no era un “los tres mejores”, si no “el mejor”, y yo no iba a perder ahora. Copa, copa, copa. Me tambaleé en mi silla, el mundo dando vueltas a mí alrededor. Pero pensé que, si todavía podía coger el vaso y seguir llevándolo hasta mi boca, podía seguir. Obviamente, no podía. Gané. Mi compañero se retiró incluso dos copas antes que yo. Todos se me lanzaron encima entre aplausos. Había competido en la ronda final, además, con el que tenía fama de tener una alta tolerancia al alcohol y le había ganado. Sonreí medio de lado, aunque realmente no sé si sonreí, creo que lo intenté, porque me sentía adormilado. Exacto, había llegado a mi límite. Después de eso, no recuerdo nada. Y el resto de la noche, antes de la competición, es algo difuso para mí. Lo recuerdo, sí, pero vagamente. Lo siguiente que recuerdo fue despertarme en el hospital: Coma etílico. Mis padres eran presa de emociones contradictorias. No sabían si echarme la bronca y castigarme para el resto de mi vida, o colmarme de abrazos por haber sobrevivido. Pero ese no es el dilema de la cuestión. Eso fue lo que desencadenó el problema. Allí, en el hospital, ocurrió por primera vez. Al principio no lo sabía, lo descubrí una noche, intentando levantarme de la cama del hospital para ir al baño. Pensé que era increíble, que era maravilloso, que era lo mejor que me podía haber pasado, pero estaba equivocado. Desde aquel día, yo ya no soy yo mismo. Ya nunca podré serlo. Pensé en volver a tomar tequila hasta entrar en otro coma, pero me di cuenta de que les daría otro susto a mis padres y que nunca se saca un clavo con otro clavo. Y ese es, mi terrible secreto: Cuando me desperté esa noche, no me veía. Mi cuerpo había desaparecido; al mirarme en el espejo del baño, no me devolvía mi imagen, como dicen que les pasa a los vampiros. Al parecer, me había vuelto invisible. Esa es mi amarga realidad: Cada noche, me vuelvo invisible. Para resumir más, puedo usar el poder cuando quiera. Al principio me costó aprender, sólo conseguía hacer desaparecer una mano, o hasta una pierna, pero al poco conseguí la totalidad. Puede parecer fantástico, ¿no? Ser invisible. Les juro que no, es una maldición. A partir de las doce, al más puro estilo cenicienta, mi cuerpo se vuelve translucido y llegadas ya la una, no soy visible por el ser humano. ¿Sabes lo que es mantener eso en secreto? ¿Sabes lo que es ser un monstruo? He tenido que hacer malabares para que Ismael no se entere. ¿Y en las fiestas de fin de año? Tengo que encerrarme en mi cuarto después de las doce. O, mejor dicho, en cualquier fiesta, no puedo exceder esa hora. Y no, durante la noche no lo puedo controlar. Por otra parte, no comprenderás cómo es el mundo de las sombras. De día todavía es soportable, pero de noche, es una tortura. Es todo gélido, como si estuviera en el ártico. Todo está congelado, no estéticamente, si no por temperatura digo. Todo es frío. Todo es como volátil, de otro mundo. Durante el día las cosas son simplemente frías, pues al haber luz solar el frío se hace soportable; por la noche, no. Y lo peor de todo, es que el tiempo que permanezco en ese estado durante la noche, cada día es más largo. A veces se hace dos segundos más largos, a veces es casi imperceptible como un medio segundo y otras veces son dos o e incluso 5 minutos más. Y me pregunto: ¿Eso quiere decir que de aquí unos años, seré invisible las 24 horas del día? ¿Dejaré de existir para la humanidad? ¿Es así como se crean las historias de fantasmas? ¿Son otra gente como yo que ha caído en esta maldición? De todas formas, estoy haciendo un estudio. Tengo en una libreta apuntados todos los tiempos: El cuánto tardo en desaparecer y aparecer cada día y el cuánto de más he tardado. De momento no he llegado a una conclusión clara, pues hace poco que empecé el estudio, justo lo empecé cuando llegué aquí. Lo único que puedo aventurarme a decir es que cuando hay luna llena, el tiempo que permanezco invisible disminuye y cuando hay luna nueva, aumenta. A parte de eso, registré una anomalía entre el 30 y el 31 del mes pasado y es que, entre los dos días, aumenté 5 minutos mi tiempo. Demasiado a mi parecer. El día del incidente fue entre el 31 de diciembre y el 1 de enero, pues ya habíamos cambiado de día en realidad, cuando caí rendido por el alcohol. Me aventuraría a afirmar que cada fin de mes, también aumenta. Suena la campana y antes de que me dé cuenta ya es la hora del almuerzo. Me levanto de la silla y veo como Hanna me mira por encima del hombro. En sus ojos veo una chispa de duda. Debe de estar pensando en si ir a hablar conmigo o no, pero sabe que no puede pues al fin y al cabo lo ha prometido. Tranquilamente me dirijo a la cafetería entre la gran marea de gente. No sé cómo, pero consigo escuchar tras de mí, por encima de cualquier voz, la de ella. La voz que le responde, la reconozco enseguida como el chico de esta mañana. —Estoy hablando en serio Evan, no te acerques a ese c*****o. Esta vez, ella no responde, simplemente suspira con cansancio y desacuerdo, finalizando la conversación. Al llegar a la cafetería, un ambiente de ligera tensión se apodera de nosotros. Estamos en la fila para la máquina expendedora. Yo justo delante de Hanna y su caballero de armadura brillante. Me paro frente a la maquina y escojo mi habitual bollo, sin embargo, esta vez dejo el dedo muerto encima de las placas con la bebida. ¿Chocolate o melocotón? Dilema problemático. Mi mirada vaga entre los dos nombres, indecisa. El “mágico caballero” de detrás se está impacientando, pues le escucho un gruñido poco educado. Mi dedo se acerca con duda hasta el de melocotón y se queda quieto, pensativo. Justo cuando estoy a punto de dar la vuelta, dándome cuenta de que sólo estaba pensando en coger el de melocotón por alguien con la que ya no me voy a hablar, Hanna estira su brazo por mi lado derecho y cogiéndome la mano, golpea el botón del melocotón. Hay un silencio entre nosotros, pero la maquina no da tregua y gruñe al escupir mi pedido. La miro boquiabierto por encima del hombro. Todavía tiene mi mano cogida. Sus ojos son tan profundos… De repente se percata y me la suelta. —Perdón, ¿querías el de melocotón, ¿no? — pregunta realmente apenada ante la posibilidad de haberse equivocado con su impulsiva acción. —No— respondo, todavía realmente alucinado— Quería el de chocolate. No sé por qué le digo eso, sabiendo que no es cierto, pero me sale de dentro. Ella me mira, encogiéndose ligeramente en sí misma, como si fuera una niña pequeña regañada. Mucha gente nos mira, soy consciente y su acompañante, a pesar de que le veo con cara de querer partirme la cara, no puede hacerlo, está esperando a que pase algo para lanzarse. Hanna está a punto de abrir la boca y no sé por qué, pero presiento que es para preguntarme por qué he contestado que no a su pregunta en las escaleras, o para pedirme que, por favor, seamos amigos, así que rápidamente la corto otra vez con lo primero que me viene a la mente. —Gracias por hacerme perder dinero. Cojo el zumo y me voy.
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