JOHN

1015 Palabras
CAP. 6 - JOHN Verla avanzar tan pelirroja, tan niña, tan bella. Sin ser consciente de lo que provocaba. Con la inocencia de sus 13 años y esas caderas incipientes, tanto, que apenas se notaban en su diminuto short. Sus piernas flacuchas, lampiñas, interminables como sus sueños. Un flequillo infantil, el rostro rubicundo, aniñado con la curiosidad del mundo en sus ojos, claros como sus intenciones. Era un cuadro propio de Balthus. Una tentación para John. El viejo John y sus mañas de voyerista. De mirón eterno. Los labios se entreabrían al verla caminar, ignorante de su acecho. John tenía antecedentes de viejo lascivo, pero andaba libre, regodeándose en el placer de observar, sin permiso. Sus bajos impulsos, ese deseo impropio de mirón reconocido, nunca fueron agresivos, hasta esa tarde. Algo en su interior había cambiado, y hoy, con el naranja del atardecer acuciante, lo llevaría a cabo. Muchas tardes como esas la había mirado. Conocía los horarios en los que salía del colegio, y ese tramo del bosque que atravesaba sola, con sus auriculares y un candor tan suyo. Cada vez, se bajaba el pantalón y procedía a masturbarse, caliente enloquecido. Hasta quedar sin fuerzas, vacío. Pero ya le parecía poco, se quedaba con ganas. Unas ganas poco conocidas, que lo impulsaban a más. -Deprisa- parecían decirle, -Deprisa-. Y lo volvían loco, la pelirroja, como la llamaba, lo estaba volviendo loco. Ese atardecer, escondido detrás de la Secuoya gigante, un inesperado cómplice, se decidió, y cuando midió la distancia y pudo, se lanzó contra ella. A su favor, la sorpresa. La niña no pudo resistirse, John era robusto y la tumbó. La obligó a desnudarse – Lento-, le ordenaba vicioso. -Más lento- mientras le apuntaba con una vieja Magnum. Y con la mano libre se tocaba los genitales, como nunca, como siempre, hasta gritar y caer de bruces por el placer obtenido. La niña, atolondrada, solo se movió cuando lo creyó muerto. Recogió su ropa y corrió. Como nunca, por su vida. Emma jamás supo muy bien como se enteró Mrs. Betty. Ella, se lo contó. También en un atardecer, en una de esas visitas de té y torta de la que tanto disfrutaban. Aquella vez Emma la notó menos jovial. A pesar de su falta de movilidad nunca había perdido eso de ser tan optimista. Pero en esa ocasión estaba cabizbaja. Y entre comentarios y chismes, lo confesó. Lo hizo minuciosa, con lujos de detalles, claro, como si lo viera. Y Emma entendió que sí, que, de algún modo, Betty lo veía. Cada caso, cada historia, le habían llegado de alguna mágica manera. Emma pensaba que esa especie de bubón, blando y voluminoso a la altura del tercer ojo, que parece inflarse cuando narra sus historias, algo debe tener que ver. Todos sabían de John, en el paraje The Silent, viejo vecino mañero, pero no de que sus vicios de mirón pudieran llegar tan lejos… y la mirada de Betty, ¡Dios! Como exigiendo tomar medidas. Poner todo en su sitio. Y de su mano. Pues no es cuestión del tiempo. El tiempo no borra, ubica. A cada payaso en su circo y cada fantasma en su castillo. Fue tan claro para Emma que al día siguiente puso en marcha una nueva pesquisa. No fue un hecho conocido. El miedo a veces imposibilita la denuncia. Y a la muchachita no se la ha vuelto a ver sola. La misión debía continuar, nada, ni siquiera la presencia permanente de George, podían desviarla. George, pensó, y la luz de unos ojos azules intentó demorarla. ¿Qué le ocurría? El seguía con la investigación de la cruz tallada y eso, lo mantenía ocupado. Lejos de sospechar sobre sus andanzas. O eso creía. La mañana de aquel octubre, Emma dejó a su niño en la escuela como cada día. Lo abrazó fuerte, queriendo transmitir el que confiara, que siempre lo protegería. Noah estaba cada vez más reticente a esas muestras de afecto, la vergüenza le iba ganando dos a cero. ¡Ya no era un bebé! Difícil para Emma entender que la conexión emocional única establecida en la infancia va mutando. Dicha conexión y el amor por su niño, la hacían desear que siempre Noah permaneciera en esa etapa de la vida. Desandó el camino y eligió el bosque para su vuelta. Durante esta temporada florecen muchas dalias y también destacan las pequeñas violetas de las Consueldas cerca del agua. Quería pasar por el sendero de la Secuoya gigante. Y aunque esa tarde no lo vio, no cesó en su empeño y regresó al día siguiente, y al siguiente, hasta que lo diviso. John y su pequeño pene al aire, blando y viscoso como su dueño. Espiando tras el árbol a una parejita joven. Él nunca se enteró. Solo su m*****o que quedo laxo mientras ella lo arrastraba. Ni se despertó, no opuso resistencia. A su favor, la sorpresa. -Y el mal nacido, muerto con las manos en la …- casi sonrió. Le hubiera gustado ver como su existencia se escapaba de esa pobre humanidad. Asomarse a esos ojos legañosos y ver como perdían el color, la vida. Le hubiera gustado obligarlo a oír. Decir lo mucho que se merecía cada dolor, cada… pero no pudo. Fue solo un golpe, y chau John. Siempre la sorprendía pensar en lo breve del morir. Apenas una exhalación. El viejo se fue sin saber qué lo había matado. Su espíritu debe andar vagando sin entender nada y arrojando lamentos… lejos de aceptar respetar la intimidad de otros que, como él, partieron muy rápido. Pero ¿qué es la vida, John? Una sucesión de batallas cotidianas con algún toque de magia cada tanto. Yo fui tu hechizo, tu maga y con algunos trucos logré el efecto deseado. Eligió enterrarlo tras unos espesos arbustos de geranios en flor, silvestres, y aferrados al bosque como ella. Era la mejor época de floración de la especie y el aroma leve que desprenden, colma el aire. John por fin tendría algo más para mirar. Las más bellas, aguerridas y coloridas flores. Seguro. Desde el infierno.
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