NOAH

1006 Palabras
CAP. 14 - NOAH Noah tenía apenas seis años. Y hablaba poco. Las palabras se le quedaban en la garganta, como si el mundo fuera demasiado estridente para él. Pero comprendía. Sabía que su mamá ya no descansaba como antes. Que la pala no era solamente para el jardín. Que cuando Emma salía al bosque, regresaba con los ojos más oscuros. Él no sabía decir venganza. Pero intuía que algo la empujaba. Algo que no era amor, ni miedo. Era otra cosa. Memoria y furia. Emma no era solo madre. Buscaba ser refugio, consuelo, abrigo. Su amor por Noah no tenía mesura. Era excesivo, sí, pero no por debilidad. Por esa urgencia que la compelía a besarlo mucho y abrazarlo fuerte hasta hacerlo chillar. Porque en un universo donde los niños pueden morir en esquinas como Hanshaw Road, Emma prefirió amar como si cada día fuera el último. Lo arropa inclusive cuando no hace frío. Porque el cuerpo de Noah es muy pequeño, pero su silencio es grandioso. Y Emma quiere envolverlo todo. Le habla mucho, aunque él no se exprese. Le cuenta historias, le canta, le revela el mundo. Porque sabe que comprender no siempre necesita de palabras. Lo mira dormir como si fuera un milagro. Cada respiro de Noah es una prueba de que aún hay algo que vale el esfuerzo. Lo resguarda incluso de sus propios fantasmas. Cuando Emma sale con la pala, lo deja con dibujos, con promesas, con una manta que huele a ella. Porque su lucha no terminó en Juanito. Es por todos los niños que aún respiran. Por ese futuro que merece la limpieza que ejecuta cada vez. Un mundo mejor. Emma siempre lo abraza como si el mundo se estuviera cayendo. Noah no dice nada. Pero apoya la cabeza en su pecho. Y ella sabe que, aunque la justicia tarde, el amor no debe esperar. Noah la miraba desde la ventana. Recuerda una noche, cuando Emma lo abrazó fuerte, más fuerte que nunca. Y Noah sintió que su mamá no estaba buscando justicia. Estaba luchando contra el olvido. Emma no le enseñó a amar el bosque. Se limitó a entregarlo. Como quien ofrece un secreto, no un lugar. Le mostró que los senderos no se caminan: se escuchan. Que el crujido de las hojas no es rumor, sino lenguaje viejo. Que los árboles no están inactivos: esperan. Le enseñó a distinguir el canto del zorzal del chiflido del viento. Muy común en aquellos bosques. A reconocerlo por su canto melódico y profundo, especialmente durante primavera y verano. A leer las sombras como si fueran cartografías. A entender, que cuando la luna se alza redonda y taciturna, los peces suben, y el agua suspira. Emma no decía demasiado. Pero cuando platicaba del bosque, su voz se volvía raíz, musgo, brisa. -Escuchá, Noah -le indicaba. -Cuando el monte calla, es porque algo está por expresar. Y él, sin palabras, aprendió a mirar con los pies, a oler con los ojos, a amar sin indagar. Porque el bosque no necesita ser explicado. Solo se hereda. En un entorno húmedo y frondoso maravillados ante una noche perfecta, Emma caminaba con Noah entre los árboles, con la pala al hombro y el corazón franco. No hablaban mucho, porque el bosque hablaba por ellos. - ¿Ves esa luz, hijo? -murmuró Emma, señalando la luna que se alzaba redonda sobre The Silent. -Cuando está así, los peces suben y no lo hacen por hambre. Es por curiosidad. Noah miró el agua. Las ondas eran suaves, como si el lago respirara. Y los peces, apenas unas sombras, bailaban cerca de la superficie. Emma le enseñó a leer la frondosidad como un libro sin letras: a comprender que los zorzales cantan más cuando viene la lluvia, que las hojas caen diferentes y es según el viento, que la luna no solo ilumina: guía… Noah no dijo mucho. Pero en esa ocasión, mientras el agua resplandecía y los árboles se inclinaban, dibujó en la tierra con un palo: una luna, una pala, y dos siluetas juntas. Emma lo miró. Y supo que el bosque ya no era solo propio. Noah lo había aceptado. Le enseñó que la floresta no es tan solo paisaje, es presencia viva. Y que cuando uno pesca con la luna llena, no se atrapan peces. Se atrapan instantes. Ella se permitía esos delirios -como pensaba, y por fin era ella. Así, con todo el divagar, el desviarse de un motivo, y dejarse llevar por la emoción de ser libre, de sentirse en paz, y casi, ser feliz. En una tarde de bosque húmedo, con el canto de un zorzal ermitaño flotando entre los árboles como un hilo invisible, Emma caminaba con Noah, lento, fija su atención en cada hoja caída, como si fuera una pista. En un claro donde la luz se infiltraba como oro líquido, estaba él: George. No llevaba uniforme ni documentaciones. Solo una libreta manoseada, y ojos que no miraban el piso, sino a Emma. -Hola, no esperaba encontrar compañía —dijo él, con voz mansa. -El bosque no es para esperar -contestó Emma-. Es para escuchar. Noah se había quedado atrás, dibujando en la tierra. El investigador se acercó, sin asediar. Tenía algo en la mirada: no fisgoneo profesional, sino asombro humano. -Es tu niño, Noah- confirmó. Hola, pequeño- saludó y Noah le obsequió una rama. Juntos dibujaron un barco, un niño, una pelota. Noah lo invitó a jugar a su casa, con su pelota de cuero número 5. Pero con la condición de que el sería Messi. Y George aceptó, luego miró de reojo a la joven. Emma observaba, complacida. Había silencio, aunque no incómodo. Era el tipo de silencio que se da cuando dos personas se reconocen. George no le hizo preguntas incómodas, quería que ella se luciera hablando del bosque, de los peces que suben con la luna. Oír el canto que Noah seguía con los dedos. Emma lo miró distinto. Y por vez primera, en mucho tiempo, no sintió que debía preservarse. Solo estar.
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