HENRY

1022 Palabras
CAP. 12 - HENRY Las caminatas de Emma por su admirado paraje, le consumían horas. Siempre había algo diferente por descubrir. Una pequeña cascada que nunca había visto. Una roca que se había dejado desgastar, formando un mapa, una flor y hasta un pájaro. Todo lo que su imaginación le permitiera. Quitarse el calzado y caminar en la orilla del Cayuga era lo más maravilloso, en términos de libertad. Hasta las mojarras azules, las Bluegill, tímidas, aunque curiosas, ya no se alejaban. Con un mordisco juguetón parecían querer decir que la reconocían como a una más del mágico entorno. En uno de dichos vagabundeos, lo reconoció. Era Henry. El vecino que alguna vez fue nuevo, vulgar y hasta cruel. Y allí estaba, con el látigo fustigando a Bronce, que alguna vez dijo que lo llamó así no por su color sino por su resistencia. Bronce no era un animal ordinario. Tenía el lomo marcado por años de trabajo, pero los ojos… los ojos eran otra cosa. Grandes, oscuros, con un brillo que no venía del sol, sino de algo más hondo. Su pelo era de un castaño mortecino, como tierra mojada después de la tormenta. Las crines, largas y sin orden, caían como si el viento las hubiera peinado con furia. Tenía una cicatriz en el flanco derecho, curva, como una letra que ninguno había escrito. Y sus patas, fuertes pero gastadas, hablaban de caminos recorridos sin destino. Los que le obligaba a emprender, Henry. Había aprendido a no relinchar. A no moverse sin permiso. A no mirar a los ojos. Su dueño, Henry, decía que los animales eran mejores cuando no pensaban. Y Bronce, a fuerza de golpes, lo había aprendido. Cada mañana, el hombre entraba al corral con el rebenque en la mano. No hablaba, mucho menos acariciaba. Solo una orden. Y si Bronce tardaba un instante en obedecer, el cuero pitaba en el aire. -No sos un caballo —decía Henry—. Sos un instrumento. Y los instrumentos no se quejan. Y Emma no aguantaba las ganas de usar sus poderes, como el Dios Thor y su martillo, y ejecutar con su pala a quién llamó Liberator, alguna vez. Porque sabía que la tierra no abriga secretos: los conserva. Y ella, con cada golpe, le recordaba a Ithaca que el silencio también se puede romper con hierro. Thor era un Dios Protector de la humanidad y de los dioses frente a gigantes y fuerzas del caos. Y Emma se consideraba a sí misma, una igual. Con una pala en la mano, no como herramienta de trabajo, sino como símbolo de algo más Hondo: resistencia, búsqueda, y verdad. Su filo no escinde carne, corta silencio. Liberator, es la pala que no excava tumbas, desentierra verdades. Porque cada golpe al suelo es una afirmación. Porque habla donde otros enmudecen. Porque cuando nadie dice, ella excava. Henry había quedado solo. Hasta su esposa, lo otrora abogada, lo había abandonado por un colega. Era hijo de un hombre que creía que el respeto se ganaba con miedo. Obviamente, creció en un campo donde los animales no eran compañeros, sino herramientas. Donde llorar era de inútiles. Donde acariciar era de débiles. Claro que jamás aprendió a leer poesía. Pero sí aprendió a leer el susto en los ojos de los demás. Y eso le encantaba. Cuando heredó el corral, heredó también el látigo. Y lo usó como si fuera una rúbrica. Cada golpe, cada grito, era una forma de decir: Aquí mando Yo. Pero en el fondo, Henry tenía miedo. Miedo de que alguien -o algo- lo mirara sin terror. Miedo de que un caballo como Bronce no acatara. Porque eso, para él, era peor, sería indiferencia. Bronce tenía cicatrices que no podían verse. En las noches, se quedaba quieto, inclusive cuando no había nadie. Como si el temor se le hubiera quedado pegado al lomo. No conocía el descanso, ni el agua limpia. Y poca sombra. Solo reconocía la voz hosca de su dueño. Bronce no relinchaba cundo estaba Henry. Pero cuando quedaba a solas, lo hacía, y parecía que el sonido venía de otro tiempo. Un tiempo donde los caballos eran libres. Donde no se les ataba con cuerdas, sino con confianza. No era agresivo, aunque tampoco sumiso. Era un sobreviviente. Cuando Emma lo vio en aquella ocasión, pensó que era un animal dañado. Pero al aproximarse, entendió: Bronce no estaba roto. Estaba aguardando. Los caballos no tienen conciencia moral ni capacidad de planificación como las personas. No actúan por desagravio ni por justicia. Pero sí pueden rebelarse ante el dolor, el temor o el trauma. Había aprendido a no relinchar. A no moverse sin permiso. A no mirar a los ojos. Henry, decía que los animales eran mejores porque no pensaban. Y Bronce, a fuerza de golpes, lo había aprendido. Una tarde, Henry lo ató más corto de lo usual. Le puso una carga insostenible. Y cuando Bronce cayó de rodillas, el hombre no esperó. Vociferó, le pegó. Y hasta lo escupió. Pero Bronce no se incorporó. No por agotamiento. Por algo más antiguo. Algo que no tenía mote, pero que se parecía mucho a la memoria. Bronce estaba al límite. Cada golpe, cada grito, cada noche sin descanso se le había quedado pegado al lomo como barro seco. Pero esa tarde, algo sucedió. Y cuando Henry levantó el rebenque, una certera patada en la cabeza, lo dejó inconsciente. Emma, que nunca dejó de velar por Bronce, cuando vio lo acontecido, remató con su pala, terminando con lo que había empezado el caballo. Un animal sometido a abuso puede tornarse impredecible. Puede patear, morder o huir bruscamente si se siente amenazado. El maltrato fue extremo, el animal puede responder con una acción que, sin propósito, cause la muerte de su agresor. El sufrimiento había sido prolongado, había generado un estado de alerta o agresividad que lo volvió peligroso, aun cuando nunca lo había sido. Sólo se defendió. Y esta vez, Emma no tuvo que enterrar a nadie. Días después, Emma lo halló en el bosque. Tenía los ojos mansos, pero alerta. Ella lo llamó Free. Y él se dejó acariciar.
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