PRÓLOGO.
En mi mente se reproduce ese mismo ruido una y otra y otra vez…
Sus pasos son tal como los recuerdo, ligeros, seguros pero esta vez también son sombríos, lúgubres, tortuosos…
–¡No por favor! no te lo lleves, no lo hagas… –mi súplica se pierde en el viento vacío. Mis sollozos llenan el espacio entre tanto veo como su pequeño cuerpo es levantado del suelo y acunado con ternura entre sus brazos. La manta. Esa bella manta blanca con borde azul con dos pequeñas aves bordadas del mismo color es arrancada del cuerpo de mi hijo y lanzada al piso. Mi garganta se cierra al verla caer a mi lado rompiendo con todo por dentro. La manta. Esa misma que vi en nuestro sueño, esa misma que pareció una señal, ahora es solo un trapo que poco a poco se mancha de rojo.
Las pisadas lentas y parsimoniosas de su costoso calzado anuncian poco a poco su cercanía conmigo. Mi cuerpo sigue aprisionado entre un ente que me detiene y el piso frío. No tengo fuerzas para seguir luchando, mi garganta escuece por los gritos de ruegos que he lanzado desde aquel momento… Ese mismo en que sus ojos bicolor volvieron a hacer contacto con los míos.
–El tiempo es una jaula… El mejor de los maestros es el dolor… La esperanza… simples ilusiones… –su voz, fría, lenta, sin alma se interpone ante cualquier otro sonido. Cierro mis ojos con fuerza cuando su respiración mueve mi frondoso cabello reconociendo mi aroma. No quiero verle, no quiero romper con la imagen del hombre que amé desde siempre porque éste… Este no es él–. El rojo carmesí, empapando tu cabello… Hermoso…
–No hagas esto… no lo hagas por favor… –repito sin fuerzas y sin querer despegar párpados, siento como las últimas lágrimas que tengo bajan lentamente por mis mejillas y el sonido de su risa baja hiela la sangre que aún conservo en mis venas.
–Abre tus ojos y mírame
–No, no quiero
–¡Mírame! –grita y el susto me hace abrir mis orbes enrojecidos de odio, de llanto, de desilusión… pero aún así no lo veo a él…
Aiden…
El rostro angelado de mi hijo que descansa entre sus brazos desconociendo mi fortuna me desarma. La sangre que mancha mi cuerpo es la última imagen que veo antes de que sucumba, agolpada en lágrimas que pesan como mi propia vida, a una oscuridad infinita anonadada de su inimaginable crueldad…
–Las deudas de sangre se pagan con eso, Mila, con sangre…. recuerda, yo siempre estoy más arriba.
Susurra a mi oído mientras me pierdo en el helado viento de su voz.
Nota de la Autora:
No es un sueño.
Ésta segunda parte es un invierno real.