CAPÍTULO SEIS

3049 Palabras
Sé, por experiencia propia, que la lealtad no existe. Y lo que algunos en su patética ingenuidad confunden con ella, no es más que simple conveniencia, un cálculo egoísta en alianzas temporales para alcanzar un fin. Porque el hombre, en su esencia más sucia, solo sirve a un único amo: su propio pellejo. Siempre supe que era cuestión de tiempo. Que tarde o temprano, uno de esos incompetentes, cegado por la avaricia o un temor, intentaría venderme al Estado como un pez gordo. En esta ocasión, lo único que me mereció una fracción de sorpresa fue el nivel de descaro de George Müller. La ridícula confianza con la que creyó que podría escapar de las consecuencias de su tropiezo. Un error, previsible pero profundamente molesto, que me había obligado a regresar a Berna antes de lo previsto, y eso, más que la falla, era un insulto directo a mi tiempo. Me planté frente a él, observando cómo se retorcía en la silla. El olor a tierra húmeda del sótano se mezclaba con el hedor dulzón de su miedo, creando una fetidez nauseabunda que me irritaba los sentidos. —Deberías ser honesto con quien te tendió la mano cuando nadie más lo hizo —dije, observándolo fijamente. No había nada que rescatar en él. La figura que se desmoronaba en esa silla ya no era ni la sombra del hombre ostentoso que alguna vez fue, sino el reflejo de algo mucho más despreciable: la debilidad. —¡No he hecho nada en tu contra, Faruz! —suplicó, con la voz quebrada por el terror. —Esperaba más de un hombre de tu edad. Es una lástima —dije, y el silencio que sembré después fue un castigo más efectivo, pues no hacía falta ensuciarme las manos; el tormento mental en él, parecía ser más eficiente. Me limité a sentarme, a saborear el espectáculo de una mente descomponiéndose en su propia culpa y su miedo. —¡Por el amor de Dios! ¡Te lo juro por lo que más quieras, Faruz, es la verdad! —Su voz, hecha trizas, sonaba a animal herido. Y eso solo confirmó lo que ya sabía: era un pobre diablo, demasiado débil para cargar con el peso de sus propias decisiones. Su desesperación no me conmovió; solo alimentó mi desprecio por él; George Müller, el mismo que había trabajado para mí durante diez años, ya no era más que un estorbo del que debía deshacerme.— ¡Jamás te traicionaría! ¡Nunca! ¡Dios es testigo de mi lealtad! —suplicó, como si el nombre de algún ser superior tuviera peso en el infierno que yo mismo había moldeado para él. —"Los pecados de ustedes han hecho que él se oculte y no los escuche" —recité la cita con una sonrisa burlona, escupiendo cada palabra sobre su patética fe—. ¿Te suena, George? —¡Juro por mi familia que no tengo nada que ver! ¡Jamás he hablado con la policía! ¡No te he traicionado, debes creerme! —Aunque su cuerpo se retorcía, se aferraba con obstinación a su mentira, negando cualquier vínculo con esa redada que, en su ingenuidad miserable, supuso que podría acorralarme. —Comprendo tu actuar, George. Para mí, la traición carece de peso real, ¿sabes? —susurré junto a su oído, asegurándome de que mi desprecio fuera lo único que alcanzara a percibir—. Esperar lealtad de quienes se enriquecieron a mi sombra es tan absurdo como creer en la inmortalidad. No he llegado hasta aquí temiendo las puñaladas por la espalda. —Una risa seca escapó de mis labios—. Sin embargo, en este plano terrenal, todos pagamos el precio de nuestros actos. Rompiste el trato, y ahora, quieras o no, tendrás que recoger los pedazos. Es pura lógica. —¡Por lo que más quieras, es la verdad! ¡No he hecho nada! —Entonces, ¿por qué demonios tuve que encontrarte escondido como una cucaracha bajo las rocas? —Mis palabras cortaron sus súplicas como cuchillas. Su culpa era tan evidente que me resultaba ofensivo que siguiera negándola. Nadie entra en protección de testigos por casualidad. Una rata solo se refugia en una de las propiedades más seguras del Estado cuando tiene algo valioso que intercambiar por su vida. El lugar donde mis hombres lo capturaron era, en sí mismo, la confesión de su traición. —¡No he hablado con ellos! —Su voz se quebró por completo cuando deslicé la navaja de mi bolsillo. El metal captó la escasa luz, y acaparó toda su atención, callando de inmediato sus lloriqueos. —Dame cada detalle y tu sufrimiento terminará. —Con precisión quirúrgica, inmovilicé su mano. La hoja se hundió, no con un tajo limpio, sino con un corte deliberadamente lento que trituró cartílagos y hueso antes de separar por completo dos de sus dedos, que cayeron al suelo con un golpe húmedo y obsceno. —¡Aaagh! —El sonido que llenó la estancia no fue un grito humano, sino un quejido primitivo. —Cuando se acaben los dedos de tus manos, seguirán los de tus pies. Después, tu m*****o. Dime... ¿qué clase de hombre serás cuando haya desaparecido todo lo que te define como tal? —Dejé caer la pregunta mientras continuaba con mi tarea. Pero el anciano persistía en su estúpida resistencia. Cuando el último dedo cayó, su cuerpo parecía haberse insensibilizado al dolor, limitándose a balancearse mientras la vida se le escapaba por las heridas. La ausencia de gritos, ese silencio de derrota, resultaba tan irritante que terminó por hastiarme. —¡Última oportunidad, George! —espeté, pero solo recibí un jadeo ahogado como respuesta. La paciencia había dejado de ser una virtud; era hora de acelerar el proceso. Me coloqué detrás de él y, con un movimiento tan preciso como letal, apoyé el filo en su yugular, listo para arrancarle la verdad de tajo. —¡Ah! —Su grito se estranguló en la garganta al deslizar la navaja. Fue un corte superficial, calculado, solo para que la sangre brotara y el miedo hiciera el resto, y funcionó. El pánico en sus ojos me brindó la satisfacción que anhelaba. —¡M-Me forzaron! —gritó, creyendo que la confesión detendría el castigo que apenas comenzaba—. ¡No quería hacerlo! —¿Ah, sí? —Con esa pregunta sencilla, hundí la navaja en su hombro, anunciándole que la charla comenzaba en serio. La victoria, en ese instante, me supo tan dulce como fácil. —Querían arrestar a mi hijo, fabricarle cargos... John es demasiado joven, ni siquiera tiene treinta años... ¡Me obligaron a darles un nombre! —Su voz se quebró en un alarido desesperado, un último intento por justificar lo injustificable, por hacer creerme que no tuvo alternativa. —¿Un nombre? —Asintió con fuerza, retorciéndose en la silla. —¡Sí! ¡D-De todos modos, Faruz es solo un alias! ¡¿No?! ¡Cualquiera puede ser Faruz! —balbuceó, tratando de construir una justificación que se desmoronaba por su propio peso. Por un instante, la ironía amarga me golpeó: este bastardo conocía demasiado de mí, gracias a la cercanía que tuvo con mi padre en el pasado. Debía silenciarlo de inmediato, antes de que más información escapara de sus labios.— Sabía que no podrían llegar a ti, por eso... lo hice. —expuso, como si me estuviera ofreciendo una retorcida y patética muestra de lealtad. —¿Yo puedo ocuparme de ellos con facilidad, no? —pregunté con un desprecio que cortaba más que la navaja, refiriéndome a la policía—. ¿Y mi tiempo? ¿Y todo el esfuerzo que invierto para que las cosas funcionen con simpleza? ¿Eso no importa? —Sin darle tiempo a reaccionar, mi puño se estrelló contra su mandíbula. El impacto fue seco y brutal. —Perdónanos... —balbuceó, con un hilo de sangre escapándole de la comisura de los labios. La palabra, en plural, me hizo reír con amargura. —No hace falta —dije con frialdad. No había nada que perdonar, porque, irónicamente, su tropiezo me había hecho un favor. Me había regalado la oportunidad de limpiar la casa, de exponer a todos esos bastardos que estaban listos para colaborar con la policía, creyendo que podían derrotarme. Cuando en realidad solo se estaban delatando a sí mismos. —¡Faruz, e-es suficiente...! ¡Amigo mío, por favor p-para! —Voy a dejarte ir, lo mereces, pero tu final no será conmigo... Será a manos de uno de los tuyos. —Corté en seco sus sollozos—. Sabes exactamente a lo que me refiero. Elige quién será el afortunado, y con gusto te lo traeré. Mientras, te pudrirás en este agujero, como la basura que eres. Moriría por aquellos que lo empujaron a cometer semejante estupidez. Un final tan digno a mi parecer. —¡Solo mátame ya! —suplicó, con la voz hecha trizas—. ¡Hazlo! ¡Por la amistad... por el aprecio que tu padre me tenía! ¡Acaba con esto! —Demasiadas palabras vacías, Müller. Elige con astucia. Podría dejarte aquí hasta que la descomposición te alcance. —El pánico en sus ojos fue un festín para mi retorcida satisfacción. Me volví hacia uno de mis hombres, el responsable de su captura—.Que esta basura no se muera aquí —aclaré, y él asintió. Pero mi mirada se posó en el hombre a su lado: Santos Flek, el único que no temblaba en mi presencia. Sin vacilar, abrió la puerta y el hedor a traición y debilidad de Müller quedó atrás. Santos me siguió en silencio, era mi sombra leal que no necesitaba más que un gesto para actuar. —Consigue el expediente —ordené, a unos metros de la peste, dispuesto a tomar un baño y borrar cualquier rastro de sangre en mi cuerpo—. Quiero saborear cada palabra patética de su declaración. No me importa cómo lo hagas, solo tráemelo. —De acuerdo. —¿Has averiguado quién es el fiscal a cargo? —Lo tenemos localizado —respondió al instante, como si ya hubiera anticipado la pregunta—. Sabemos con quiénes colabora y sus principales fuentes. No se limitan a los Müller; son demasiados los que están aprovechando la situación. —Nada sorprendente. —Una risa seca escapó de mis labios. Era tan absurdo, tan patético, que creyeran que la policía podría alcanzarme. Pensaban que "Faruz" era un hombre al que podían delatar y entregar, cuando en realidad estaban firmando su propia sentencia—. ¿El nombre del policía? —Matteo Adrin —dijo Santos—. Recién transferido al Fedpol. Tiene más de veinte años sirviendo al Estado. Viene de Zúrich, sin registros familiares. Un tipo hermético, con pasado en el Destacamento de Reconocimiento del Ejército 10. Fruncí el ceño. Un militar de élite. Un verdadero perro de guerra. —¿Ahora soy un maldito terrorista? Qué horror... ¿Ya intentaron contactarlo? —Sí, sin éxito. Es inflexible. No escucha razones —continuó Santos. La seriedad en su voz y la precisión de sus movimientos confirmaban su valor, Santos era minucioso, astuto y devoto a quien lo había salvado de las calles, suficiente para ser uno de mis hombres al mando—. Está obsesionado con nombres y responsables —concluyó, deteniéndose frente a la puerta que llevaba a las escaleras. —Eso es justo lo que le daremos —dije, sin rodeos. —Si lo desea, puedo ocuparme de él antes de que se convierta en un problema —se ofreció. —No —respondí—. Déjalo. Que conozca el terreno primero. —No había prisa. Quería que el fiscal sintiera el ansia y la motivación crecer, que descubriera la inmensidad del tablero antes de convertirlo en una pieza más. —Como ordene. —En este momento, me interesa dejar una postura clara para esos bastardos. Ve y hazlo memorable —ordené, sin mirarlo. Sabía que no me defraudaría; que con su acto les recordaría a esos perros hambrientos a quién realmente pertenecían. —Entendido. —Retírate. La orden bastó. Santos se esfumó del pasillo, Sin embargo, mi atención se desvió hacia la figura familiar apoyada en una pared a unos cuantos metros de distancia y la sola visión de su postura relajada avivó mi ira. Mientras me acercaba, el semblante de Ian permaneció impasible, ajeno a la furia que hervía en mí. —Desapareces una semana entera sin dejar rastro y ahora te presentas como si nada —le espeté a Ian Black; mi mano derecha, la sombra de mis acciones, pero no por eso intocable—. Tu desempeño es valioso, lo sé, pero no confundas mi valoración con indulgencia. No pongas a prueba mi paciencia, Ian. —No había datos significativos que ameritaran tu atención, Faruz —Su voz era tranquila, carente de todo remordimiento, como si mi enojo fuera un capricho sin sentido, una brisa que no merecía su atención. —Mis órdenes fueron bastante claras: cada movimiento, cada maldito detalle. Su tarea era permanecer en Champel vigilando a los Aveline, y a pesar de mis instrucciones, su informe fue un absoluto silencio. Una omisión que, en cualquier otro subordinado, habría tenido un desenlace fatal. Pero Ian era un activo vital, un hombre cuya utilidad superaba con creces el precio de su vida. —Creen que no has abandonado Champel, que sigues cerca —compartió. La información era tan pobre, tan patética, que una sonrisa fina se dibujó en mis labios. —Inútil. —En cuanto a la chica... —Ian cambió de tema, y de inmediato capturó toda mi atención. Su mención hizo que todo lo demás se desvaneciera—. Permaneció en la residencia hasta esta mañana. Salió acompañada de un m*****o de la familia y el director ejecutivo de Avie. Se dirigieron al aeropuerto. —¿Cuál fue su destino? —pregunté, sin poder contener la urgencia. —Aquí. Llegaron alrededor de la una de la tarde. Están en la ciudad. —Sus palabras helaron mi sangre. Un frío cortante me recorrió las venas, seguido de un tirón visceral que me carcomió por completo. Era como una puñalada silenciosa, precisamente colocada en el único lugar que todavía podía sentirlo. —Tenemos a un maldito fiscal suelto. No es aceptable que ella esté aquí, menos cuando la investigación señala directamente a su familia. —Mi voz sonó como un estruendo. Había demasiados cabos sueltos, demasiadas variables fuera de control. Y esa chica, la maldita chica, se había convertido en la variable más peligrosa de todas. —¿Nos ocupamos del tipo? —No hace falta. Ese bastardo será la excusa perfecta para limpiar este basurero. Es hora de dar la bienvenida a caras nuevas y ajustar cuentas con los que no estuvieron a la altura. —Si lo consideras estratégico —respondió Ian, con una ceja levemente alzada. Comprendía mi lógica, pero no mis motivos—. Los Aveline... no te ofrecieron algo insignificante. —Cambió de tema. —Sus posibilidades son escasas —repliqué, siendo honesto—. Sé cuál será su final: un intento fallido antes de siquiera empezar. Son unos novatos codiciosos. —La arrogancia de los Aveline era, sin duda, entretenida. Ya había visto a muchos como ellos, con su insensata creencia de que el poder se compra con dinero y contactos. No entienden que el verdadero control se gana manchándose las manos y despejando el terreno de estorbos. Les faltaba demasiado camino por recorrer. —Entonces, ¿por qué no rechazarlos de inmediato? —La pregunta era lógica. Si los consideraba ineptos y su oferta carecía de valor, lo sensato era cortarlos de raíz, pero la sensatez no va conmigo. —Porque la aceptaré. —Si buscas invertir en algo que realmente genere rendimiento, conozco barrios donde tu apoyo sería crucial. Necesitamos criaderos. —No soy una deidad compasiva ni el Estado para cargar con miserables. —Cien millones no son cualquier cosa, Faruz. —Les daría el doble si hiciera falta. —Corté seco. Los cien millones eran insignificantes. Solo la entrada a un juego mucho más relevante. —¿Puedo saber por qué? —insistió, pasándose los dedos por el cabello con una curiosidad que ya no disimulaba. —Considéralo una inversión a largo plazo. —Soltó las palabras con deliberada lentitud—. Estoy adquiriendo algo intangible que ellos poseen. Algo que ya no puedo seguir ignorando. Mi verdadero interés no era la mercancía, sino la puerta que me abría. —Entiendo, aunque si planeas financiar a los Aveline, lo más sensato sería neutralizar a la chica. Nos ahorraría complicaciones en el futuro. —No es necesario. —Sentencié con una autoridad que selló cualquier debate. Mi mirada se afiló al recordar su imagen, y de pronto la cena en Champel regresó nítida ante mí. Aunque no pronunció una sola palabra en toda la velada, su presencia se instaló como un eco en mi conciencia. No fue su silencio lo que captó mi atención, sino esa franqueza con la que permitió que su miedo y repulsión quedaran al descubierto, como si no considerara necesario ocultarlos. Me resultó... interesante. Su huida torpe, la de una presa que se delata antes de que el cazador decida perseguirla, dejó al descubierto una vulnerabilidad que debería haber sido insignificante para mí. Y sin embargo, contra toda lógica, no lo fue. Aquella debilidad expuesta, que en cualquier otro habría despreciado sin pensarlo, se instaló en mi mente con una persistencia irritante. Su comportamiento había resucitado un juego que daba por muerto entre nosotros. Aquel que tanto me había entretenido en el pasado, y que, en el transcurso de una sola cena, había adquirido un nuevo y fascinante nivel de complejidad. Porque mi rival, al parecer, por fin había despertado y parecía dispuesta, a devolver cada uno de mis movimientos. —Yo me encargaré personalmente de Dian Aveline. —No era una tarea para delegar, sino una pieza que, por razones que aún no terminaba de entender, deseaba mover con mis propias manos—. Busca a Santos —agregué—. Envíen un mensaje contundente. Esperaremos su respuesta y, si no llega, regresaremos a Champel, disfrutaremos el verano como se debe.
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