CAPÍTULO CINCO

3216 Palabras
—¿Qué pretendes? —Como era de esperar, la noticia había llegado a oídos de todos en la familia, y Zafiro, mi hermana, era la primera con el valor de encararme directamente—. Dime —insistió, plantándose frente a mí. —¿Qué quieres que te diga? —Alcé los hombros con indiferencia, pero el gesto solo logró irritarla más. De pronto, con un movimiento rápido, cortó mi camino hacia las escaleras. —Solo espero que por una vez en tu vida... hagas las cosas bien, Dian. La organización necesita a alguien capaz al mando, alguien realmente apto —sentenció, sin molestarse en disimular sus dudas sobre mis capacidades. Su enojo, en gran parte, venía del conflicto con nuestra madre, a quien, según ella, yo había herido gravemente. —¿Acaso no lo soy? ¿Qué quieres que haga entonces? ¿Rechazarlo? ¿Ignorar el deseo del abuelo? ¿Darle la espalda a la única salida que tengo? —Solo te doy un consejo: hazlo bien. Demuestra que lo mereces —dijo, suavizando su tono en una advertencia disfrazada de apoyo, algo típico en ella, que solía actuar como una arpía la mayor parte del tiempo. —Lo haré, no lo dudes. Aunque yo también tengo un consejo para ti... deberías pensarte mejor las cosas y evitar meterte en estupideces de las que sea difícil salir ilesa. —Faruz no es un peligro, sino todo lo contrario. Cuando lo entiendas, significará que has madurado, y eso me llenará de orgullo —replicó. Estaba claro que la pérdida de nuestro padre no había dejado en ella la misma huella; habían pasado más de diez años, tiempo suficiente para que el olvido fuera comprensible. Pero, dadas las circunstancias... ella debía saber que Faruz jamás sería un socio adecuado. —Está bien, que tengas un buen día, Zafiro —me despedí. Di media vuelta y seguí mi camino, sin un gramo de energía para prolongar una batalla que, desde el principio, sabía perdida. Al llegar al recibidor, el peso de sus palabras no dejó de incomodarme, principalmente su manera de pensar tan tonta. ¿Por qué no veía las cosas como realmente eran? Debía reconocer que Faruz era el diablo en carne viva, y con el diablo no se negocia si se desea pisar el cielo. Nada tenía sentido, pero tampoco podía permitir que Zafiro arruinara mi día. Di unos pasos, e intenté no pensar más en ello, y al cruzar el umbral del salón, el ambiente cambió por completo, la luz dorada de la mañana despejó mi mente, y allí, en el centro, visualicé la figura distinguida de mi abuelo, quien me esperaba con una sonrisa demasiado alegre. —Buenos días, querida. Sabía que tomarías la decisión correcta. — Su saludo no hizo más que avivar las dudas que me carcomían por dentro. Toda la semana había insistido en que debía presentarme en la sede principal de Avie, y cada vez que lo mencionaba, notaba ese brillo extraño en sus ojos. —Buenos días, abuelo. —Respondí, y lo abracé, besando su mejilla por pura costumbre. —¿Y bien? —cuestioné, esperando que por fin soltara una razón real que explicara por qué debía volar a Berna para una reunión empresarial con tan poca preparación. ¿Que hacia mi presencia tan crucial? —¿Todo listo? —Una voz familiar resonó a mis espaldas, y un escalofrío me recorrió el cuerpo: Benet Lynn, el director ejecutivo de Avie desde hacía más de cinco años, la mano derecha de mi abuelo, prácticamente su confidente absoluto. El hombre que conocía cada secreto, cada esquina oscura de nuestra familia, y el pilar que sostenía la farmacéutica. Pero para los demás, especialmente para Zafiro y Thomas, una amenaza, un parásito que se había deslizado bajo nuestra alfombra más fina y envenenado la mente del abuelo. Al girarme, Benet me sonrió con una cortesía perfecta, pero en sus ojos azules una chispa apenas visible hizo que todo mi cuerpo se tensara. Reaccioné por instinto y me aferré al brazo de mi abuelo con fuerza, usándolo como escudo contra la oleada de recuerdos que la presencia del hombre desató en mí. Seis meses habían pasado, pero nuestro último encuentro seguía grabado a fuego en mi piel, tan vivo como si hubiera sido ayer. Y allí estaba él, siendo el dueño de un atractivo que, incluso después de todo este tiempo, seguía siendo capaz de desarmarme por completo. Cuando comencé mis pasantías en Avie, Benet se convirtió en mi supervisor directo. Cada uno de mis movimientos, cada decisión por mínima que fuera, pasaba por su filtro. Y esa cercanía diaria, esas largas horas compartidas en la intimidad de su oficina, fueron tejiendo entre nosotros un vínculo que traspasó lo profesional. Poco a poco, casi sin darnos cuenta, cruzamos esa línea invisible hacia un territorio prohibido, un espacio donde las miradas se prolongaban más de lo debido y las palabras susurradas se cargaban de una intimidad peligrosa. Ocurrieron cosas que nunca deberían haber sucedido entre el hombre de confianza de mi abuelo y yo, su nieta más joven. Pero con el tiempo, la lucidez nos alcanzó: entendimos que jugábamos con fuego y que las consecuencias podían ser devastadoras. La reputación de mi abuelo, el legado de Avie, la brillante carrera de Benet... todo pendía de un hilo demasiado frágil. Así que hicimos un pacto silencioso: dejar atrás lo que no podía ser. Y nuestra relación volvió a ser estrictamente profesional, pero bajo esa superficie de cordialidad, la tensión de lo que alguna vez compartimos seguía viva, como un fantasma que se negaba a desaparecer. Benet no solo fue mi primer amor y mi despertar a la pasión, sino también la razón de mi primera decisión verdaderamente adulta: renunciar a lo que sentíamos por el bienestar y el futuro de ambos. Un sacrificio que me dejó un vacío doloroso, pero necesario. —La junta comenzará a las tres en punto. Y en el mundo de los negocios, la puntualidad es lo que separa el éxito del fracaso. Necesito tu concentración total, Dian. Cero distracciones, ni un solo desvío —reiteró el abuelo, pero yo no podía dejar de observar al hombre del traje impecable que permanecía en silencio frente a mi. —Ya escuchaste a tu abuelo —intervino Benet, con esa voz grave y directa que me recordaba su posición y la fría formalidad que ahora nos separaba. —No espero simples novedades, muchachos... sino resultados positivos —agregó el abuelo. —Los tendrás. —prometí, con una seguridad que apenas lograba sostener. —Lo sé, confío en ti, Mi sol. —Es hora —la voz de Benet, precisa como un reloj suizo, me sacó del momento, y me obligó a despegarme forzadamente del abuelo, para dirigir mis pasos hacia la puerta principal, sintiendo el peso de su presencia justo detrás de mí. El zumbido de su teléfono quebró la quietud del salón, recordándome que seguía siendo un hombre sumido en mil responsabilidades, un ejecutivo cuya agenda nunca conocía tregua. Curiosamente, ignoró la llamada, y el silencio volvió a instalarse entre nosotros. Pero al cruzar el umbral de la propiedad, ya lejos de la mirada del abuelo, su voz resonó a mi lado con esa franqueza que siempre lo caracterizó: —Te ves pálida y demacrada. Deberías tomar al menos cinco minutos de sol al día. —¿Eso es lo primero que se te ocurre decirme? —respondí, sin poder disimular el sarcasmo en mi voz. Y una risa breve, casi un resoplido, fue su única respuesta inicial. —Solo estoy preocupado por ti —aseguró, pero su tono, práctico y directo, cortó de raíz cualquier atisbo de ternura. Para él, claramente, éramos solo otro asunto pendiente en su agenda. No me sorprendía que mi abuelo, como siempre, le hubiera contado cada detalle de mi nueva posición. —No finjas que no estás al tanto de todo. —Me declaro culpable —admitió con una media sonrisa—. La verdad es que no dejas de sorprenderme, Dian... debería ser ilegal. —¿El qué? —pregunté, dándome la vuelta para enfrentarlo de lleno. Nuestros pasos se detuvieron al unísono en el centro del jardín, bajo la luz del sol matutino. Me miró con esa chispa en sus ojos azules que tiempo atrás me hizo caer. Era un destello hipnótico, capaz de nublar mi razón y recordarme con crudeza la prohibición absoluta que pesaba sobre nuestros cuerpos. —Que el tiempo te haga más hermosa —replicó. Y, contra todo pronóstico, una risa genuina, de esas que brotan sin permiso, se escapó de mis labios ante la sencillez descarada de su comentario. —Gracias —le solté, con un tono que aún jugueteaba en el filo de lo coqueto—. Aunque no puedo devolverte el cumplido sin caer en una mentira descarada. —Qué malcriada —respondió, y una sonrisa casi imperceptible se le escapó—. Es un alivio ver que no has cambiado ni un poco en ese aspecto. Pero por debajo del juego de palabras y la tensión s****l que siempre nos envolvía, la realidad de mi situación pesaba más. La urgencia me apremiaba, las dudas me corroían por dentro. No podía permitirme seguirle el ritmo a su baile de insinuaciones, no cuando mi vida y el futuro de Avie pendían de un hilo. —Benet, basta —dije, y mi voz sonó más grave, cargada de una seriedad que cortó de cuajo el ambiente liviano—. Necesito saber por qué esta reunión es tan crucial y qué papel juega Faruz en todo esto. —Los caminos nunca son sencillos, Dian. A veces, alcanzar lo que deseamos exige medidas que parecen extremas. Tu abuelo... —Sé directo —corté, sin dejarle espacio para más rodeos—. No hay justificación que valga para aliarse con un tipo como ese. —Tienes razón, pero no es un tema del que sea conveniente hablar en este instante—dijo—. Concentrémonos en la reunión, quiero que sepas que tienes mi apoyo incondicionalmente, deseo ser para ti... un aliado, un confidente y un compañero, no el simple bastón de tu abuelo. Benet dio un paso, acortando la distancia entre nosotros. Se inclinó y rozó mi brazo con suavidad, un contacto que pretendía transmitir apoyo. Sin embargo, no pude relajarme. Su tacto me resultó demasiado familiar, demasiado íntimo como para aceptarlo tan pronto, ya que no podía permitirme bajar la guardia, no en ese momento. —Estoy orgulloso de ti, de la decisión que tomaste. —Expulsó, con esa mirada pasiva que pocas veces mostraba. —Eres la primera persona además del abuelo que me lo dice —respondí—. Gracias. Sé que Avie es importante para ti. —Lo es todo para mí —afirmó—. Y la certeza de que estará en buenas manos me llena de tranquilidad. Dian, tú necesitas a alguien que te brinde apoyo e instrucción; un rol que, si me lo permites, estoy dispuesto a asumir desde este momento. —¿Lo dices en serio? —cuestioné. Benet era el hombre más lógico que conocía, aquel que nunca movía ficha sin una estrategia detrás. Por eso su oferta me resultaba tan sorprendente como inquietante. Estaba cediéndome su lugar, la posición que le había costado años de sudor y dedicación. Prácticamente me abría la puerta a un camino que él mismo había forjado, renunciando a una estabilidad y a una carrera que constituían su vida entera. Todo por el bien de un plan que ni siquiera era suyo. —Así es —sentenció. No había el más mínimo rastro de engaño en su rostro, y una parte de mí sintió un alivio que no esperaba. Además... lo necesitaba. No solo para llegar a ser una buena directora, sino para navegar en aquel nuevo mundo. No me quedaba otra opción, así que no pude seguir negándome. —En ese caso, no creo que pudiera conseguir un mejor mentor que tú. —Te enseñaré todo lo que sé, sin reservas. Pero te advierto: me gusta que las cosas se hagan correctamente. Es probable que termines por detestarme y lamentes cada instante a mi lado. —No digas eso —le repliqué—. Disfruto mucho de tu compañía. —Era una verdad a medias, por que cada momento a su lado se sentía como una batalla conmigo misma, un recordatorio constante de no cruzar esa línea, de no caer de nuevo en lo prohibido. —No me mientas. —No lo hago —insistí, con mi mirada fija en la suya, en ese juego de miradas que siempre habíamos compartido, donde decíamos todo sin necesidad de vociferarlo, donde las palabras sobraban. —Solo vienes a mí por imposición de tu abuelo, jamás por tu propia voluntad. —¿Eso piensas? —Puede ser. —Es todo lo contrario —espeté, sintiendo cómo los meses de silencio se convertían en palabras—. Yo creí que seríamos amigos, pero tú simplemente desapareciste. Nunca más me buscaste. Me dio la impresión de que todo había sido un juego para ti, o que solo le temías demasiado a mi abuelo. La verdad, cruda y sin filtros, salió de mis labios como una acusación. —¿Qué? —Su sorpresa fue genuina; sus ojos azules se abrieron ligeramente, revelando una vulnerabilidad que rara vez permitía asomar. Y un suspiro escapó de sus labios antes de que continuara—. No te negaré que tu abuelo me intimida; es mi jefe y, en cierto modo, le fallé. Por eso creí que lo más sensato era mantener la distancia, por el bien de todos. —Claro. La figura de mi madre, a lo lejos, quebró de pronto la burbuja de intimidad que habíamos creado. Me alejé de Benet, con el corazón aún latiendo con fuerza por sus palabras, intentando recomponerme y mostrarme serena, como si nada hubiera sucedido. —¿Sigues sin hablar con ella? —Benet lanzó la pregunta, y el recuerdo de la amarga noche de la cena me golpeó de inmediato, reviviendo el instante exacto en que el frágil vínculo con mi madre se había roto sin remedio. —No deberías preguntar algo tan evidente —respondí, desviando la mirada hacia la nada, evitando deliberadamente la silueta de mi madre a lo lejos. —Es frustrante no saber lo que está ocurriendo. —Siguen esperando una respuesta; nada es seguro aún —comentó, refiriéndose claramente a Faruz, sin necesidad de que yo insistiera. Eso era, al fin y al cabo, lo que hacían los confidentes de verdad. —Gracias, Ben —dije, sintiendo que al menos existía una luz de esperanza, por tenue que fuera. —Te mantendré al tanto de cualquier cosa que descubra, si te interesa, por supuesto —dijo—. Aunque... puedo hacerte una pregunta. —Adelante. —¿Qué piensas de esa inversión? —No entiendo por qué insisten en trabajar de lleno con ese psicópata. Un m*****o de nuestra familia murió por su culpa, lo que significa que nadie está a salvo cerca de él. La idea de involucrarnos en su red... me resulta incomprensible —confesé, sin poder ocultar mi frustración—. Ben, honestamente, no quiero ser parte de esto. No quiero que suceda. Faruz debería rechazar la oferta. —Me tranquiliza oírte decir eso —respondió, y una expresión de alivio cruzó su rostro, como si mis palabras le hubieran quitado un peso de encima—. Te prometo que pronto todo esto será solo un mal recuerdo. Confía en mí. —Eso espero. —Haremos lo correcto. —Así es —seguí su juego de palabras. Y en el fondo, saber que Benet era la única voz lógica en todo este desastre, y que tampoco se sentía cómodo con el acercamiento a Faruz, me daba un alivio que no podía expresar. —Debemos darnos prisa, ya hemos perdido demasiado tiempo —anunció, consultando su reloj con un gesto seco. Y con ese simple movimiento, cerró el tema de golpe, dejando suspendidas en el aire todas las preguntas que me quemaban por dentro. —¿No es el momento, verdad? —inquirí, en un susurro que buscaba confirmar mis sospechas. —Hablaremos de esto con tranquilidad en Berna, pero no aquí. Por tu seguridad y por la mía —aclaró, y yo asentí. Benet conocía mi pasado; sabía exactamente lo que había vivido con ese psicópata, y que la residencia Aveline era un jardín de espinas, del que era mejor escapar para no terminar herido. —Vamos —dijo, pero justo cuando iba a seguirlo, me detuve en seco. Tenía algo más que hacer, una promesa que debía cumplir sin importar lo que ocurrido. —Espérame un momento aquí, regreso enseguida. —le dije, y le entregué mi bolso, el cual tomó con una expresión de desconcierto. —¿Olvidaste algo? El chofer puede ir por ello —ofreció, con la mirada fija en el automóvil a unos cuantos metros. —No es eso. —¿Entonces que? ¿A dónde vas, Dian? —Por Ayse —terminé confesando, sabiendo que debía dar una explicación—. No hemos hablado en días, pero hoy es su cumpleaños y le prometí una celebración especial. Pienso llevarla a Palermo —le dije, refiriéndome a la famosa discoteca en Berna, lejos de la oscuridad que Faruz había sembrado en este lugar. Por que desde la llegada de ese hombre, las muertes no dejaban de acaparar las noticias, una tras otra, como una macabra cadena que se repetía cada verano. No podía dejar a Ayse aquí, no con esa amenaza latente y menos en un día tan especial. —No. Este es un viaje de negocios, escuchaste a tu abuelo —sentenció Benet, y su voz se endureció de repente, dejando atrás al hombre comprensivo. Fue como si un interruptor se hubiera accionado en su interior, dejando al descubierto solo al ejecutivo que respondía a una agenda inflexible. —Pero hoy es su cumpleaños, Benet, se lo debo. Si no la llevo conmigo, estoy segura de que me odiará el resto de su vida... —Pedí, con la voz teñida de esa súplica que en el pasado siempre lograba quebrarlo, que conseguía ablandar sus defensas y doblegar su voluntad para cumplir con mis caprichos. —Ahora no es seguro —respondió, en una advertencia que destrozó cualquier último resquicio de idealización que pudiera tener sobre él. —Acabas de decir que Berna es más seguro que este lugar —insistí, usando su propia lógica en su contra, sin saber que en realidad estaba cavando mi propia tumba. —Dian, no... —Por favor, regresaremos antes del desayuno de mañana. Te juro que no causaremos problemas. —No —Su negativa fue rotunda, inquebrantable. —No seas tan aguafiestas. Te prometo que no te pediré nada más y voy a obedece todo lo que digas... Vamos —insistí, en un susurro seductor, provocando que una chispa de resignación cruzará su rostro antes de que el profesionalismo volviera a apoderarse de él. —Te espero en el auto —dijo, derrotado—. Tienes diez minutos. Apresúrate, Dian. Irónicamente, lo que creímos que era un escape, resultó ser en realidad el inicio del fin.
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