Capítulo 1

2915 Palabras
Cuando el pequeño Freddie asomaba su negra cabecita por detrás de la puerta con esa sonrisilla de granuja, Chastity sabía que podía tener motivos para preocuparse. Debía admitir que en algunas ocasiones deseaba con todas sus fuerzas que sus hermanos crecieran de una vez por todas para que la ayudaran a traer un jornal a casa y que no dependieran todos de ella. Por supuesto, no iba a permitir que los explotaran en ninguna fábrica de cigarrillos o deshollinando chimeneas, ni siquiera era una opción para Chastity, por mal que fueran las cosas. Era innegable que cuatro bocas que alimentar con un solo salario no era nada fácil, pero sobrevivían, y a menudo sin muchos apuros. ¿A quién quería engañar? Esos tres renacuajos eran la alegría de su vida y no sabría qué haría sin ellos. Nunca había anhelado ningún tipo de independencia. Ser la hermana de Freddie, Charles y Joseph no era un deber, era una bendición, un regalo del que siempre estaría agradecida. El niño abrió la puerta y caminó hacia su hermana, que estaba sentada delante de un pequeño escritorio con un vestido sobre sus rodillas. Siempre se le había dado bien esas labores, y gracias a ello había comenzado a trabajar como costurera para unas cuantas familias, algunas de ellas pertenecientes a la nobleza. No quería ni pensar en qué hubiese sido de ellos de no haber encontrado un trabajo que le venía como anillo al dedo. Al poder hacerlo en casa, podía estar con los pequeños y atender a sus necesidades sin mayor problema. Podía imponerse su propio horario, aunque a menudo terminaba trabajando toda la noche a la luz de una vela por encargos sin terminar que se le acumulaban... La jornada no era menos dura por tener, en cierto sentido, un margen para organizarse ella misma. Se habían mudado desde el campo hacía ya un año, después de que su padre falleciera, en busca de una oportunidad en la ciudad de Londres para tener una vida mejor. Y de momento no les iba nada mal. Desde luego, lo suyo había sido un golpe de suerte, y estaba dispuesta a aprovecharlo.  —¿Todo bien? —preguntó ella, dejando el vestido sobre el escritorio. Freddie, que apenas tenía unos seis años, bajó la cabeza y entrecruzó las manos sobre la barriga. —Freddie... —insistió, cariñosamente. Se levantó de la silla y se acercó a su hermano, poniéndose de cuclillas. Entonces comenzó a hacerle cosquillas y el pequeño rompió en una carcajada sonora y aguda, agitándose entre los brazos de ella. —¡Para! —gritó entre risas. —¿Algo que decirme, Frederick Aldrich? —¡Suéltame! —¡Ni hablar, renacuajo! Pero enseguida se unieron el resto de los hermanos Aldrich y Chastity no tuvo escapatoria. Se abalanzaron todos sobre ella, derribándola contra el suelo y echándose encima para que no pudiera moverse. —¡Vosotros ganáis, chicos! Se incorporaron los cuatro entre risotadas. Freddie, Charles y Joseph, los tres principitos de la familia, siendo Joseph el mayor con diez años. Curiosamente, eran todos rubios, como su madre, mientras que ella había heredado el color azabache de su padre. Eso sí, en cuánto a carácter, Chastity era la viva imagen de aquella mujer robusta que había luchado toda su vida para que a su familia no le faltara nunca de nada. Sin duda, había adquirido la tozuda y persistente personalidad de la señora Aldrich, algo que a ojos de todo el pueblo nunca había sido nada positivo. Sus padres habían intentado desposarla varias veces con algún muchacho pero su comportamiento siempre terminaba por ahuyentar a los posibles pretendientes y sus familias. Su sinceridad la precedía en todas sus conversaciones y no se dejaba amedrentar por nadie, algo que, a su parecer, no era para nada avergonzante.  Era por ello, por lo que a sus veinticinco años seguía sin estar casada ni ser cortejada por ningún hombre, convirtiéndola en una pobre solterona y con ello, un objeto de lástima de la sociedad. Pero nunca le había importado en demasía la opinión de los demás, y si en el pueblo había podido aguantar los cuchicheos y rumores, en una ciudad sería todo mucho más fácil. Además, se estaba ganando una buena reputación gracias a las telas y los vestidos que arreglaba para sus distinguidos clientes. No requería de nada más. Con los tres todavía sentados en el suelo, la joven se puso las manos en las caderas, en forma de jarra. —¿Y bien? —inquirió, levantando una ceja. Si la sonrisa no la delatara puede que hubiese infundido un poco de respeto. De todas formas, ninguno de ellos parecía estar en condición de decir nada, pero tampoco fue necesario cuando una nariz con unos graciosos bigotes apareció tras la puerta. Un gato n***o como la noche se frotó contra la madera antes de entrar con un porte de lo más elegante a la habitación, estirando las patas traseras y delanteras con mucha parsimonia. Los hermanos de Chastity comenzaron a reír por lo bajo mientras miraban la cara estupefacta de su hermana. El pequeño Freddie fue el primero en correr hacia el animalillo y cogerlo para acercarlo a ella mientras le acariciaba la cabeza. —No deberías cogerlo, está muy sucio, podría transmitir enfermedades. —advirtió, mirando al minino. El niño hizo caso omiso a sus advertencias y se lo puso sobre el regazo. —Podríamos bañarlo. ¡Y quedárnoslo! —gritó él. —Ni hablar, chicos. No puede quedarse en casa. —soltó con voz tajante. —¿Por qué no? La vocecita de Freddie casi la desarmó. Parecía haberse negado a soltar al gato y lo tenía sobre sus piernas mientras que la criatura no dejaba de ronronear. —Puede que tenga dueño, y lo esté buscando. Era bastante improbable, por no decir imposible. Era obvio que era un gato callejero. Los dos ojos felinos la miraron un largo rato. Sin tener en cuenta la capa de suciedad que lo cubría, sin duda era un hermoso animal, pero no podía permitir que se quedara en casa. —Seguro que no tiene. Míralo, está muy delgado, no le dan de comer. —le dijo Charles. Era cierto, se le marcaban las costillas, un par de kilos no le habrían sentado nada mal. —Nos dejará la casa llena de pelo, y arañará los muebles. —explicó de la forma más suave que pudo. Acarició la cabecita de Freddie mientras le ahuecaba el pelo. Un gato era lo último que necesitaba la familia. —Pero podéis jugar con él si lo veis por la calle. —añadió, con una sonrisa- incluso podréis darle pan remojado en leche. ¡Pero ni se os ocurra dejar de comer por alimentarlo eh! -dijo, fingiendo una reprimenda. A ninguno de los tres le pareció una mejora, o es intuyó ella al ver los tres rostros tristes y apagados. No iban a quedárselo, por más que esas caritas fueran lo más importante de su vida, sobre todo porque no permitiría que esas uñas afiladas terminaran en alguna colcha, o peor aún, en uno de los vestidos que arreglaba. —Lo siento, chicos, pero tenéis que dejarlo dónde lo encontrasteis. —dijo, poniendo fin a la conversación. Los tres sabían que Chastity era inamovible en cuanto a sus decisiones, pocas veces su hermana cambiaba de opinión respecto a algo. En sus pequeñas caritas se atisbaba la pena de la derrota. El pequeño aún lo tenía sobre sus rodillas, pero cuando se incorporó para cogerlo, el animalillo saltó ágilmente al suelo y comenzó a andar por la habitación, subiendo al alfeizar de una ventana cerrada. Por desgracia, estaban a una altura considerable, así que era mejor no abrirla. Se paseó con nerviosismo por el escritorio de Chastity, pero ella se dedicaba a consolar al menor de sus hermanos, que había empezado a derramar alguna lagrimita. Para cuando Joseph se abalanzó sobre el gato en un grito de perplejidad, el estropicio ya estaba hecho: había derramado todo el tintero sobre el vestido con el que estaba trabajando. Una enrome mancha azul marino, prácticamente n***o sobre la tela, se extendía en una línea gruesa e irregular por toda la falda, habiendo salpicado también en una de las mangas y alrededor del corpiño. Cuando la joven fue consciente del desastre, se abalanzó sobre la tela en un alarido casi de dolor. —No puede ser. ¡No puede ser! ¡Estúpido gato! ¡Fuera de aquí! —vociferó, llena de rabia. Lo echó de la habitación y se quedó mirando a sus hermanos, quienes la observaban sin saber cómo actuar. —Lo...lo sentimos, sólo queríamos... —comenzó a decir Freddie. —Dejadme sola, chicos, necesito pensar. —dijo, con una voz más imponente de lo que hubiese querido, a pesar de que siempre evitaba  ser demasiado autoritaria con ellos. —Y no quiero volver a ver a ese gato. —espetó. Parecía que Joseph quería decir algo, pero cuando vio a su hermana dejándose caer sobre la silla pesadamente y sin ese brillo en los ojos que la caracterizaba, optó por no hacerlo. Los niños se miraron entre ellos antes de agachar la cabeza y salir por la puerta, dejándola sola. Chastity se levantó de nuevo presa del nerviosismo. Se echó las manos a la cabeza y miró el estropicio detenidamente. Eso no era una mancha que pudiera disimular, prácticamente un tercio del vestido había quedado cubierto de tinta, y era imposible arreglarlo. Resopló con resignación. Notaba su nuca y la espalda empapada en sudor frío, no quería ni pensar en qué le diría la dueña de esa ropa en cuanto lo viera. Por si fuera poco, esa clienta no era habitual, era su primer encargo y después de esto podía estar segura de que no volvería a requerir de sus servicios. Aún recordaba las palabras de la tal lady Stafford al dejarle el vestido: "Es terciopelo de muy buena calidad, tenga cuidado y no lo estropee." Esa mujer era exactamente cómo se había imaginado que serían las damas adineradas de Londres, aunque por fortuna, con ese carácter frío e irrespetuoso solo la había encontrado a ella . Y con tanta mala suerte de haber echado a perder ese terciopelo. Un lacayo debía pasar a recogerlo mañana por la mañana, pues por la noche la señora debía asistir a un baile "de suma importancia", o al menos en eso había insistido la mujer. Su corazón bombeaba sangre a una velocidad vertiginosa y el estómago comenzó a atormentarla con pinchazos incesantes. Si no arreglaba el desastre iba a vomitar o a desplomarse contra el suelo. Necesitaba una solución y la necesitaba con urgencia. Hizo una recopilación en su mente de todos los remedios caseros que su madre siempre había usado para deshacerse de las manchas que siempre atacaban la ropa de los pequeños, pero ninguna parecía ser acertada para su problema. Además, alguno de los remedios podía empeorarlo o estropear la tela del vestido. Era demasiada delicada, no podía arriesgarse a aplicar remedios que pudieran abrasarla por completo. Cogió el vestido por el cuello y lo levantó delante de ella. Le estaban entrando unas ganas tremendas de romper a llorar pero consiguió que se quedaran atascadas en el nudo de la garganta. No había nada que hacer. Había estropeado un vestido que valía más de lo que cobraría ella en toda su vida y no había forma de enmendar el error. Solo le quedaba disculparse ante la misma lady Stafford mañana, cuando el criado viniera. Lo acompañaría personalmente hasta su casa y le pediría perdón por el estropicio, rezando para que fuera comprensiva. Enarcó las dos cejas, imaginándose la escena. Esa mujer la mataría allí mismo en cuanto confesara que había destrozado el vestido para el baile. Solo le quedaba rezar para que fuera rápido y sin sufrimiento. ~ —¿Acaba de decir lo que creo que acaba de decir? El duque de Wiltishire miraba a su amigo como si se hubiese puesto un vestido y se hubiese empolvado las mejillas. No podía dar crédito a lo que acababa de soltar por esa boca de canalla.  —Norfolk no era muy diferente a mí, y míralo, detrás de su esposa como un perrito faldero. Will lo fulminó graciosamente con la mirada, aunque era cierto. Siempre hacía todo lo posible para que Margaret fuera feliz a su lado. Wiltishire se levantó del sillón con energía y miró a Jordan con una sonrisa inquisitiva y burlona. —No eres como Norfolk. Él solo fingía ser un despreciable, tú lo eres, amigo mío. Compadezco a la pobre muchacha que se convierta en tu mujer. Puede que cualquier otro hombre se hubiese ofendido por el comentario, pero ambos sabían que no era el caso del vizconde Dunhaim. Su estilo de vida no era propia de un caballero respetable, pero no vivía para que la sociedad dictara todos sus movimientos. —Será la más afortunada del mundo. —aseguró—. Obtendrá un título, una buena fortuna y un esposo dispuesto a darle todos los caprichos. Lo que sea, mientras yo pueda seguir con mi vida de soltero. Un plan perfecto. No había nada que transmitiera más una buena imagen que un matrimonio, y si a largo plazo pudiera darle un heredero no habría ninguna duda de que Jordan era un hombre de buena moral y comportamiento. Norfolk y Wiltishire se miraron por el rabillo del ojo, con una ceja enarcada cada uno. —¿Quieres una esposa para que te deje seguir con la vida de ahora? —preguntó el primero. —Así es, ya se han extendido suficientes rumores sobre mi persona y quiero pararlos antes de estar en boca de toda Inglaterra. Odio que se entrometan en mis asuntos. —apostilló, esta vez con seriedad. Desde que no asistió al baile de lady Berkshire, los más curiosos y chismosos de las altas esferas se habían ido inventando su segunda vida, imaginando el porqué de su ausencia en una acontecimiento tan esperado. Algunos lo relacionaban con mujeres de dudosa reputación, o incluso con jovencitas respetables que no podían permitirse que su imagen se viera manchada por el escándalo. —¿Qué harás? ¿Obligarla a firmar un contrato de confidencialidad? —se burló Anthony, sirviéndose whisky en una copa. Jordan se acomodó en el sillón con una sonrisa bravucona, vaso de brandy en mano. —Tengo planeado algo mucho más sencillo. —explicó—. Hay muchas muchachas debutantes completamente guiadas por sus madres que solo buscan una buena posición para sus hijas. Solo necesito elegir a una de ellas, la más ingenua e inocente. Será muy fácil engañarla. —terminó de hablar, como si hubiese contado el mejor plan de la historia. Norfolk lo miró incrédulo. Anthony se limitaba a burlarse de su amigo con una sonora carcajada.  —Vas a tener que buscarte una chiquilla cándida recién sacada de la escuela de señoritas, y con suerte no le importará que la ignores completamente. —dijo Will. —Por supuesto que no le va a importar. —fanfarroneó—. Voy a darle todos los caprichos que quiera, podrá ser la mujer con los pendientes más caros de Londres, si lo desea. —Menos tu compañía, claro. —añadió Anthony. —Te equivocas, Wiltishire, me encargaré de que de vez en cuando nos vean pasear juntos por St. James o Hyde Park. Y asistiremos a bailes, por supuesto, no voy a encerrarla en casa, no soy tan cínico. Va a tener todo mi respeto y amabilidad, pero nada más allá de eso. Era consciente de que a ninguno de sus amigos les gustaba la idea. Ellos eran románticos empedernidos, enamorados hasta las entrañas de sus esposas. Él simplemente no quería una vida así, solo de pensarlo le aborrecía ese estilo de vida en matrimonio, pero se quedaría con las ventajas de estar casado: la discreción. Notaba las miradas incriminatorias de los dos, pero no iban a amedrentarlo. Estaba todo decidido. En los próximos meses se dedicaría a cortejar a alguna dama presentada recientemente en sociedad y al poco tiempo se estaría declarando a la elegida. Durante ese tiempo sabía que las revistas de sociedad pondrían al corriente a toda la ciudad de sus avances con su relación, pero era algo que estaba dispuesto a soportar. —No tientes a la suerte, Dunhaim. —Oh, no es cuestión de suerte, amigo mío. —se pavoneó—. Pienso atar bien los cabos, no voy a dejar que nada ni nadie lo estropee. —Sigo diciendo que compadezco a tu futura esposa. —soltó Anthony—. Y más te vale que Celia no sepa nada sobre lo que te traes entre manos, o moverá cielo y tierra para que no consigas lo que te propones. Ya conocía las formas de lady Wiltishire, una mujer con mucha personalidad. Desde luego, podía entender por qué se había casado con ella, aunque a veces renunciaba a sus modales para comportarse como una verdadera provinciana. Tenía un carácter de lo más llamativo, y siempre salía en defensa de las mujeres en cuanto veía una injusticia. Más de una vez había oído cuchicheos acerca de su conducta, pero como siempre, los ignoraba. —Lo que me recuerda, que tampoco debe saberlo Margaret. —dijo entonces, Will—. Las reuniones de té son buenos momentos para confesiones, no sé si me entendéis. Jordan se levantó y dejó el vaso mientras se dirigía hacia la salida, empezaba a necesitar salir del club e irse a un entorno mucho más acogedor y familiar, lejos de cualquier conversación que girara entorno a matrimonio y más cerca de la decadencia emocional. —Os veré otro día, señores. —dijo, al tiempo que abandonaba la sala. Al pisar la calle, no tardó en coger un coche de punto para que lo llevara al East End, su segundo hogar. Comenzaba a necesitar su dosis de perversión, y solo la encontraría en esos barrios donde se escondía la otra cara de la moneda de la moral londinense.
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