Capítulo 2

2922 Palabras
Chastity aún no sabía qué hacía a las puertas de un prostíbulo en el centro de Whitechapel, y mucho menos cuando hacía ya varias horas que había anochecido. Desde que había llegado a Londres nunca se había quedado en las calles tras el crepúsculo, las horas vespertinas no le infundían ningún tipo de seguridad o confianza. Desconociendo la vida en una ciudad como aquella había sido muy prudente en cuanto a horarios de entrada y salida de la casa. En ello le había sido francamente útil el trabajo desde casa; si le quedaba algún recado por hacer cuando anochecía, lo dejaba para la mañana siguiente, aunque eso conllevara trasnochar a la luz de una vela para terminar algún encargo.  Sin embargo, las cosas habían cambiado. Había pasado un mes desde el accidente con el vestido de lady Stafford y por más que le hubiera pedido disculpas mil y una veces —solo le había faltado suplicarle de rodillas, y lo habría hecho pese a su orgullo y testarudez— la mujer se había encargado de que toda la sociedad londinense dejara de requerir sus servicios. No tenía pruebas fehacientes de ello, pero la causalidad era más que evidente. Desde el incidente, el número de visitas y encargos había descendido deplorablemente. Apenas le habían quedado unos cuantos clientes, pero lo que ganaba no le alcanzaba ni para las necesidades básicas,. No se quedaría mirando de brazos cruzados como sus tres hermanos morían de hambre, y ello se superponía incluso a su propia integridad si no le quedaba otro remedio. Además, los tres pequeños ya estaban lo suficientemente abatidos sintiéndose culpables de la desgracia, pero la responsabilidad derivada de que ella se hubiera quedado sin trabajo no era de los niños, sino de esa mujer que se hacía llamar dama y se había esmerado en soltar toda una serie de calumnias por las altas esferas sobre ella. ¿Qué habría dicho? ¿Que lo había hecho a propósito? ¿ Y por qué motivo? ¿Qué clase de descerebrada sabotearía su propio sustento, sobre todo cuando era el único que entraba en casa? No tenía ningún sentido, pero suponía que de poco sabían todas aquellas personas que habían recibido los rumores a pies juntillas sobre pasar hambre o penurias. A lo largo del mes los muchachos habían sido testigos de cómo la comida empezaba a escasear en casa, y no iba a permitir que siguiera sucediendo, por eso había seguido ciegamente las indicaciones de un vendedor ambulante al que había preguntado algún sitio donde necesitaran personal. Ahora entendía por qué ese señor la había mirado de arriba abajo y había soltado una risita burlona antes de darle esta dirección. Algo le decía que ese negocio era de los últimos que quebrarían en la historia de la humanidad. Y ahí estaba, plantada ante la puerta principal de un burdel desde la que se oían risas sofocadas por algún tipo de música exótica. Cuanto más tiempo pasaba de pie ante esa escalinata menos agallas sentía que tenía para cruzar ese umbral. Tenía los puños apretados a ambos lados de su cuerpo, las manos tensas y crispadas, la mandíbula apretada. ¿Y si había sido un error trasladarse a Londres? ¿Y si había sobrevalorado sus propias habilidades? ¡Cuatro bocas que alimentar en casa! La desesperación estaba pudiendo con ella.  Aún no sabía si había sido un completo disparate o una genialidad, pero se había enfundado el vestido de terciopelo que se había echado a perder y, con unos cuantos arreglos, adecentarlo como para causar una mejor impresión. Eso sí, en el lugar en el que se encontraba dudaba de que les importara.   Lady Stafford no quiso recuperarlo al ver la mancha sobre la tela y, aunque el borrón no había desaparecido —ni lo haría nunca— , quizá Chastity podría sacarle provecho para que la contrataran. Sin embargo, al parecer había tenido el efecto contrario. Puede que el color de la tela fuera demasiado llamativo para llevarlo por la calle, y sobre todo en un barrio tan humilde. Se suponía que era un vestido para acudir a un baile, de ahí que llevara adornos tan exuberantes, como las joyas incrustadas en el escote, las mangas de encaje o el color azul tan estridente que la hacía parecer un pavo real. Ahora que se miraba bien, era consciente de que había ido haciendo el ridículo paseándose por ahí con eso puesto. Estaba exhausta tras haberse recorrido media ciudad en busca de un halo de luz que la sacara de la miseria, y sin fuerzas para nada más se dejó caer sobre la escalinata que precedía la puerta del prostíbulo, agotada. La falda formó un charco azul alrededor de su cintura y ella intentó pasar algo más desapercibida ocultando el vestido bajo la capa. Al llegar a casa los pequeños le preguntarían si había tenido suerte esta vez, pero de nuevo les daría malas noticias y ya no aguantaba más sus caritas de dolor. En esos momentos echaba mucho de menos a su madre, ella hubiera sabido que hacer, era la que solucionaba los problemas en casa, la que sacaba a la familia adelante. Sin duda, un consejo suyo podría ser de gran ayuda, unas pocas palabras de esa mujer bastaban para animar a todo un ejército y ponerlo en marcha. Bufó con fuerza y estiró las piernas. Debería regresar a casa cuanto antes. Había dejado a los niños con el ama de llaves pero no sabía hasta dónde podía llegar la amabilidad y la paciencia de esa mujer. No cabía duda alguna de que había tenido suerte encontrando a la Sra. Willgrow, no era precisamente una señora que destilara simpatía pero desde que llegaron los había tratado a todos con mucho respeto, al contrario de algunas de las caseras que se había ido encontrando en su llegada a Londres. Samantha Willgrow era una viuda de sesenta años que había perdido a su marido tras una enfermedad que lo tuvo postrado en la cama durante meses hasta que el débil cuerpo del hombre no pudo soportar más la enfermedad, agravada por el duro invierno que solía azotar Inglaterra. Les había alquilado a Chastity y a sus tres hermanos la espaciosa buhardilla que Samantha una vez había querido que fuera la habitación de su hijo, pero por desgracia ella no pudo engendrar nunca un bebé. Quizás por eso se mostró casi encantada de cuidar de los tres pequeños en su ausencia. Un carruaje no muy propio de esa zona de la ciudad se detuvo justo delante de ella, y Chastity no pudo evitar pensar en que algún dandi estirado, posiblemente algún amigo de Lady Stafford —o su marido, quién sabe— se había saltado un baile o una cita en la ópera para pasar la noche en un lupanar. Algún caballero cincuentón con los pómulos rojos por haber estado bebiendo de más en su club exclusivo y la barriga que empezaba a amenazar los botones de la camisa. No pudo evitar poner los ojos en blanco, somo si tuviera más que la certeza de que efectivamente la situación era tal y como se la estaba imaginado. Demasiado cansada para levantarse, se quedó en un rincón de la escalinata fingiendo interés en la calle, que iba perdiendo el bullicio que la caracterizaba durante el día. Su sorpresa no pudo ser mayor cuando del coche se apeó un hombre que no concordaba con su descripción imaginada. No aparentaba mucho más de una treintena de años, treinta y cinco quizás. Sus facciones parecían duras, aunque no pudo apreciarlas bien pues el sombrero de copa le oscurecía el rostro y la capa que llevaba alrededor de los hombros y le llegaba por las rodillas no ayudaba a descifrar mucho sobre su figura y complexión. El hombre parecía ir directo a las puertas del edificio, pero reparó en ella sentada apenas unos metros de distancia, y se detuvo. —Disculpe, milady, ¿se encuentra bien? Chastity no supo que le estaba hablando a ella hasta que se dio cuenta de que no había nadie más a quien pudiera estar dirigiéndole la palabra. ¿La había llamado milady? —¿Eh? Sí, no se preocupe, estoy descansando. —la joven carraspeó. ¿Por qué le hablaba? No podía verle la cara a ese hombre por la poca luz que incidía en ella, y eso la ponía terriblemente nerviosa. —¿Quiere que la acompañe a casa? Puede indicarme donde vive, o tal vez pueda pedir un coche de punto para que la lleve. ¿En qué momento había pedido su ayuda? Pero entonces fue consciente de lo que estaba pasando. Ese caballero no la estaba tratando tan cortésmente porque fuera una mujer y estuviera sola, sino porque pensaba que ella era una dama de la alta sociedad. Había visto el vestido de Lady Stafford y —naturalmente— había supuesto que era suyo. Era lógico que un caballero se preocupara por una muchacha de las altas esferas que deambulara sola por el East End. —No, gracias, estoy bien. —espetó. Se percató de que el hombre retrocedió un poco, como si no se hubiera esperado para nada su reacción. —¿Segura? Puedo decirle a mi cochero que la lleve donde usted diga, no la acompañaré si eso la incomoda. —le ofreció, con voz pausada. Chastity tenía ante sí un abanico de posibilidades. Un caballero la había tomado por alguien de su misma posición social, y tenía apenas unos segundos para pensar si eso podía beneficiar a sus hermanos de alguna manera. Por desgracia, el hombre intervino de nuevo, esta vez su tono de voz había cambiado. —Quizás me haya equivocado con usted. —¿Qué quiere decir? Chastity se alisó la falda fingiendo que no la había sobresaltado un poco su comentario. ¿Había descubierto ya que en realidad era una provinciana recién llegada a la capital? Y aunque fuese así, ¿por qué parecía preocuparla? Ante ella se extendía una mano enguantada, invitándola a agarrarse. Tenía frío, y estaba más que exhausta, , debió ser por eso por lo que la aceptó en cuestión de segundos, algo insegura, ayudándola a levantarse. Fue entonces cuando pudo vislumbrar con más claridad el rostro de su interlocutor. Ojos oscuros, casi negros, rasgos duros como había supuesto, nariz prominente, cejas pobladas y una media sonrisa ambiciosa que le aceleró un poco el corazón. Ella se sintió también terriblemente observada. —Puede que prefieras algún lugar más acogedor que esta escalinata. Chastity frunció las cejas en su interior. ¿En qué momento habían dejado atrás las formalidades? Su mano seguía atrapada entre los dedos de aquél hombre, y podía notar a través del guante la calidez de su piel contrastando con el frío que había empezado a calarle los huesos. Notó como el hombre la guiaba hasta su carruaje, pero ella se detuvo. —¿Algún problema? —¿Qué cree que está haciendo? —inquirió ella. El extraño se rio por lo bajo, una risa grave que consiguió estremecerla. —¿La señorita quiere sorprenderme con un plan más agradable? Una sonrisa que Chastity percibió como peligrosa asomó bajo el sombrero. —¿Disculpe? Se zafó con rapidez de su mano y retrocedió dos pasos atrás presa del nerviosismo, lo que la hizo tambalearse y tropezar con uno de los escalones. Fue consciente de que se daría un buen golpe en la espalda antes de caer y soltó un chillido agudo. El hombre que tenía ante sí no estuvo a tiempo de sujetarla, pero no tardó en agacharse para ayudarla a levantarse. La joven, ruborizada hasta las orejas por el momento tan bochornoso que acababa de pasar, se ocultó el rostro entre las rodillas y, sin poder contenerse más, se echó a llorar. Caerse ante aquél desconocido no era más que una nimiedad, pero en las circunstancias que arrastraba había sido la gota que había colmado el vaso, y toda la presión que caía sobre ella la hizo derrumbarse en ese preciso instante. Se dio cuenta de que estaba temblando cuando notó otra capa sobre ella; el extraño le había puesto la suya alrededor de los hombros, y percibió que se movía con inquietud a su alrededor. —No es necesario que se quede ahí parado, puedo cuidar de mi misma. —dijo, mientras sorbía por la nariz y se limpiaba con la manga. Ese gesto no pasó desapercibido para el hombre, que le tendió un pañuelo sacado de su bolsillo. —No pretendo cuidarte, pero dejarte aquí llorando va a pesar sobre mi conciencia y me vas a fastidiar la noche. —soltó en un tono suave. Intentaba ser gracioso, quitarle importancia al asunto, o tal vez decía la verdad, pero de manera que resultara menos ofensiva. Chastity no lo conocía, no podía estar segura. De todas formas, apreció cierta hostilidad en su voz. —¡No he sido yo quién le ha metido casi a la fuerza en un carruaje! —dijo, quizás demasiado acelerada. Él la miró, con los ojos como rendijas. —¿A la fuerza? ¡Por el amor de Dios! Soy el cliente más atento que va a encontrar esta noche, se lo aseguro. Chastity no supo cuánto tiempo tardó en procesar esa información en su cabeza, pero enseguida que estuvo segura de lo que ese caradura estaba insinuando se apoderó de ella algún tipo de furia inexplicable que la levantó de la escalera y le hizo estamparle la mano en su mejilla. —¡Maldita sea! ¿Pero qué diantres te pasa? El desconocido se quitó un guante y se tocó con los dedos la zona enrojecida, cerca de la comisura. Los dos se quedaron mirándose durante un rato. Ella lo miraba con los ojos todavía húmedos pero muy abiertos, enfadada y aturdida a la vez, mientras que él seguía con las cejas fruncidas y una expresión indescifrable, aunque se le veía confundido, extrañado. Chastity iba a abrir la boca para hablar y soltar una sarta de insultos para desahogarse con ese energúmeno, pero él, que por fin alcanzó a comprender el error garrafal que acababa de cometer, habló antes. —No es prostituta. —sentenció, como si esperara que alguien le dijera que era mentira y en realidad no había intentado llevarse a la cama a una muchacha cualquiera, y a juzgar por la edad y la situación, probablemente virginal. Ahora tenía los ojos muy abiertos, como si él mismo no se explicara qué acababa de pasar. —No, no lo soy. —contestó ella, irguiendo la espalda, intentando recuperar la dignidad perdida durante la caída. De no ser por la rabia que invadía cada fibra de su ser, se habría desplomado de nuevo contra el pavimento, pero estaba demasiado enfadada para mostrar cualquier signo de flaqueza. —Le ruego me disculpe. —carraspeó— Siento haberla ofendido. Sin duda ha sido un error descomunal por mi parte. Discúlpeme, de nuevo. Estaba visiblemente incómodo con la situación, al igual que ella. Los dos querían que terminara cuanto antes, y Chastity quería irse a casa de una vez por todas. Ya no le importaba el hecho de no haber encontrado trabajo, ahora solo necesitaba un plato caliente y ver a sus tres hermanos. Al día siguiente ya se pondría a buscar de nuevo. —Siento que hayamos tenido este encuentro tan desagradable —dijo ella— pero con suerte no volveremos a vernos jamás. Si me disculpa —lo esquivó para bajar las escaleras—. —¿Quiere que la lleve a su casa? —oyó apenas hubo avanzado dos pasos. Se giró sobre sus talones y lo miró con cara de pocos amigos. —No pretendo nada indecoroso, se lo aseguro. Solo quiero enmendar mi error, deje que la acerque hasta su casa, estas calles son muy peligrosas a altas horas de la noche, sobre todo para una mujer como usted. "¿Cómo usted?" ¿Qué quería decir? Chastity suspiró. Hacía mucho frío y aún le quedaba una larga caminata hasta casa. No confiaba para nada en él, y esperaba de verdad, como le había dicho, que no tuvieran que cruzarse jamás en lo que le quedaba de vida, pero puede que no fuera una idea tan horrible soportar su presencia si con ello conseguía llegar hasta sus tres hermanos lo antes posible y descansar junto a ellos. —¿Cómo sé que puedo confiar en usted? —Tras mi terrible equivocación solo puedo pedirle que tenga un poco de fe, pero puedo darle mi palabra de caballero. De nuevo, volvió a tenderle la mano, aunque esta vez no estaba enguantada. Chastity la miró durante un momento largo, hasta que la aceptó. Esta vez notó directamente la piel caliente de aquél hombre sujetándola con fuerza mientras la ayudaba a entrar en el coche. Se sentó y después él hizo lo mismo, colocándose enfrente de ella. La puerta se cerró y los caballos comenzaron a trotar. El extraño se quitó el sombrero y lo dejó sobre el asiento, y la luz de la luna iluminó a través de la ventana los mechones castaños, casi negros —como sus ojos— perfectamente peinados hacia atrás. Podía ver cada uno de sus rasgos de una forma más nítida, y resultaba más imponente. Las manos de la joven se crisparon sobre la falda, empezaba a pensar que ahora el error descomunal lo había cometido ella. —Por cierto —habló él, como si le hubiera leído el pensamiento— llámeme Jordan. Jordan Hawk, vizconde de Dunhaim.
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