4 – Una grieta en el hielo

1335 Palabras
Capítulo 4 – Una grieta en el hielo Alejandro la siguió con paso controlado, aunque por dentro sentía un extraño hormigueo en el pecho. Había jurado no involucrarse con nadie fuera de su círculo, mucho menos con esa mujer que, horas antes, lo había humillado con una patada y un rechazo que lo había dejado tambaleando. Su orgullo se lo exigía: debía dejarla ir, olvidarla, borrarla como a cualquier otra sombra pasajera. Sin embargo, había algo en Elena Duarte que lo empujaba tras sus pasos, como si un imán invisible lo arrastrara en contra de su voluntad. La vio entrar al bar de la esquina con el mismo ímpetu de alguien que huye de sí mismo. Las luces de neón iluminaban su rostro descompuesto; parecía cargar todas las derrotas de una sola noche en los hombros. Elena se acomodó en un taburete, pidió una copa, luego otra, y otra más. Cada trago era un golpe contra su propio corazón, un intento torpe de ahogar en alcohol lo que la vida le había quitado. Alejandro permaneció en silencio, oculto en un rincón oscuro, observándola desde la penumbra. Había algo dolorosamente familiar en esa imagen: la fragilidad de alguien roto, la desesperación por apagar un incendio interno con fuego líquido. Cada lágrima que rodaba sobre su mejilla le recordó una versión más joven de sí mismo, la que tres años atrás yacía en una cama de hospital preguntándose por qué la vida lo había dejado vivo para perderlo todo. Por primera vez en mucho tiempo, sintió algo parecido a la empatía. Ella apoyó la frente contra la barra, los hombros sacudidos por un sollozo breve. —Tres años tirados a la basura… —murmuró con voz rota, apenas audible—. Y ahora sin trabajo, sin nada… Intentó levantar otra copa, pero esta vez la mano le tembló demasiado. El vaso se inclinó, parte del licor se derramó sobre la barra y, segundos después, su cuerpo cedió. Se desplomó suavemente hacia un lado, inconsciente, con la respiración pesada. Alejandro reaccionó sin pensar. Se levantó y la sostuvo antes de que cayera al suelo. El calor de su cuerpo contra el suyo lo descolocó; olía a vainilla, a azúcar quemada y a tristeza. El cantinero arqueó una ceja, sorprendido. —¿Es suya? Alejandro lo miró con frialdad. —Ahora lo es. La tomó en brazos con un gesto firme, como si cargara algo frágil. El peso no lo molestaba; lo que lo perturbaba era la sensación de que estaba cruzando un límite que había prometido no volver a rozar. —Trae el coche —ordenó a su chofer al salir a la calle. El conductor abrió la puerta de la limusina negra. Alejandro acomodó a Elena en el asiento trasero, su cabeza apoyada contra su hombro. El silencio de la ciudad lo envolvía, roto solo por el murmullo lejano de las campanas navideñas. —A casa —indicó. El trayecto se le hizo eterno. Cada tanto, la miraba: el rastro de rímel corrido en sus mejillas, la curva de sus labios entreabiertos, la vulnerabilidad absoluta de alguien que había perdido todas sus defensas. Él, el hombre de hielo, el que había aprendido a no mirar a nadie demasiado de cerca, descubría con asombro una grieta peligrosa en su coraza. El amanecer encontró a Alejandro en su sillón de cuero. No había dormido en la cama; en la habitación de invitados descansaba Elena, todavía inconsciente, acurrucada entre sábanas limpias. Él había permanecido en vela, repasando una y otra vez la locura de la noche anterior. Cada tanto, se levantaba para comprobar que respiraba con normalidad, sorprendiéndose a sí mismo con aquella necesidad absurda de asegurarse de que estaba bien. Un golpe de tacones resonó en el mármol del vestíbulo. Alejandro cerró los ojos. Sabía quién era. —¿Alejandro? La voz de su madre, Manuela Morel de Varela, cortó el silencio como una cuchilla. Apareció impecable, con un traje de seda color marfil, el cabello recogido y ese aire de mujer que nunca toleraba sorpresas. Avanzó con seguridad hasta que se detuvo en seco al ver la puerta entreabierta de la habitación de invitados. Empujó con suavidad y… el rostro se le transformó. Allí estaba Elena, dormida, con el cabello enredado y la blusa arrugada, respirando tranquilamente. —¿Quién es ella? —preguntó Manuela con un hilo de voz, mezcla de sorpresa y severidad. Alejandro se puso de pie, serio. —Una conocida. —Nunca trajiste a nadie aquí. Nunca. —Los ojos de su madre se entre cerraron, brillando con sospecha—. ¿Qué significa esto? —Nada. —La palabra salió seca, como un cuchillo. En ese momento, Elena despertó. Se incorporó lentamente, confusa, con las mejillas encendidas. Al ver a Manuela, quiso hablar, pero Alejandro se adelantó. —Vístete. Te llevo a tu casa. Elena no discutió. Se calzó los zapatos, recogió su bolso, y al pasar junto a Alejandro murmuró con fastidio: —Gracias… supongo. Ya estaba a punto de cruzar la puerta cuando la voz de él la detuvo. —Dame tu teléfono. Ella lo miró, desconcertada. —¿Qué? —Tu teléfono. Dudó, pero al final se lo entregó. Alejandro marcó un número. El móvil de su bolsillo sonó segundos después. Se lo devolvió. —Ahora, tengo tú contacto. —¿Para qué? —Para darte otra oportunidad. Ayer rechazaste trabajar en mi restaurante. Hoy te invito a reconsiderarlo. Respóndeme mañana. Elena apretó los labios, asintió con desgano y salió sin mirar atrás. El silencio que quedó fue peor que los gritos. Manuela cruzó los brazos. —Así que ella es la razón de que hayas rechazado a la hija de los Garza. —No es nada, madre. —¿Nada? —Su risa fue fría, incrédula—. Anoche trajiste a una mujer a tú casa. Una desconocida. Nunca lo habías hecho. Eso significa algo. Alejandro mantuvo la calma. —Ella no es mi pareja. —Entonces hazlo oficial con alguien más. —La voz de Manuela se endureció como el acero—. O sigues con mis citas, o traes formalmente a esa mujer aquí para conocerla. No habrá más excusas. Alejandro sintió un nudo en la garganta. Por primera vez en años, no supo qué responder. Cuando su madre se marchó, él volvió a la habitación. La cama estaba desordenada, el aroma de vainilla y alcohol aún flotaba en el aire. Se sentó en el borde, pasando una mano por la sábana arrugada. Era absurdo. Irracional. Un error que no podía repetirse. Y aun así, había algo en esa mujer que lo estaba arrastrando hacia un terreno peligroso, un terreno donde juró no volver: el de sentir. Elena Duarte era la grieta en el hielo, y esa grieta, si no la contenía, podía acabar quebrando por completo la muralla que había construido para sobrevivir. Elena, entretanto, llegó a su casa con el amanecer mordiéndo sus párpados y un cansancio de plomo pegado a los huesos. Dejó el bolso en la mesa, abrió la ventana para que entrara aire frío y, mientras el silbido de la calle le despejaba la cabeza, el teléfono vibró con un mensaje de número desconocido: “No me debés nada. Pero no te mientas: tu talento es demasiado bueno para esconderlo. Mañana, 9:00, una prueba real. Vos decidís. —A.” Permaneció quieta, con el pulgar suspendido sobre la pantalla, consciente de que no era una invitación sino un espejo. Se vio a sí misma detrás de un horno encendido, con las manos llenas de harina y el corazón latiendo al ritmo de una crema que espesa justo a tiempo, y comprendió que el miedo no iba a cocinar por ella. No respondió; guardó el teléfono en el cajón, sacó de la mochila una libreta manchada de azúcar y dejó marcada, como una señal secreta, la receta de un brioche que siempre la salvaba. Programó la alarma para las siete, cerró los ojos y aceptó en silencio que la grieta ya estaba abierta.
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