Capitulo1

1606 Palabras
Las gotas de lluvia caen cada vez con mayor intensidad, golpeando la tierra con un ritmo casi ensordecedor. El sonido resuena en el aire como un lamento natural, acompañando la tristeza que se siente entre los presentes. Las nubes, densas y oscuras, vuelan tan bajo que casi parecen tocar las copas de los árboles más altos. Se dejan arrastrar por las fuertes corrientes de aire generadas por la tormenta, moviéndose en un baile inquietante que refleja la turbulencia emocional que nos envuelve. Este cementerio, que en otras circunstancias podría considerarse un lugar de paz, adquiere hoy una atmósfera mística, cargada de melancolía y un dolor que oprime mi corazón. Desde aquí, la vista de la ciudad es simplemente incomparable. Sus luces titilan en la distancia como si quisieran reconfortar a quienes lloramos, pero para mí, esa belleza no puede desviar el peso de mi tristeza. Estar en este lugar, en este momento, se siente como una paradoja cruel, pues su hermosura solo subraya la desolación que experimento. El ambiente está cargado de solemnidad, y todos los presentes, sin excepción, estamos vestidos de n***o, como si el color pudiera expresar la profundidad de nuestro luto. La muerte de mi padre nos ha reunido aquí, bajo estas nubes que parecen compartir nuestra pena. Incluso el sacerdote que dirige las ceremonias funerarias luce el hábito oscuro típico de los Jesuitas, un detalle que hoy, más que nunca, parece apropiado y simbólico. No obstante, para él este atuendo no es más que un reflejo de su vocación, mientras que para nosotros, el n***o es un espejo de nuestra pérdida y un recordatorio del vacío que ahora forma parte de nuestras vidas. Hay una multitud de personas aquí; el cementerio está lleno como nunca antes lo había visto. Están los amigos más cercanos de mi padre, aquellos que compartieron con él años de risas, trabajo y confidencias. También están todos sus empleados, hombres y mujeres que lo respetaban no solo como jefe, sino como ser humano. Entre los presentes se encuentran vecinos que lo conocían desde hace décadas y que encontraron en él una figura generosa, amable y siempre dispuesta a ayudar. Por supuesto, no faltan los amigos de la familia, esas personas que han sido nuestro apoyo constante en buenos y malos tiempos. Pero lo más sorprendente y conmovedor es que casi toda la ciudad ha venido a despedirlo. Mi padre era una persona excepcional, querida y admirada por quienes tuvieron la fortuna de conocerlo. Nunca maltrató a nadie de manera intencionada, y sus actos siempre estaban guiados por la bondad y el respeto hacia los demás. Es una de esas raras personas cuya humanidad deja una huella imborrable en quienes la rodean. Esa esencia es lo que ha congregado hoy a tantas personas, incluso a algunas que vienen de lugares lejanos, ajenos a nuestra ciudad. Gente que jamás tuvo un trato personal con mi padre ha decidido rendirle homenaje, como si su reputación de hombre noble y digno hubiese tocado sus vidas de alguna manera. Hay algo profundamente conmovedor en este gesto, en cómo su existencia logró extenderse más allá de las fronteras físicas y emocionales que suelen limitar nuestra capacidad de influir en otros. Cada rostro aquí refleja una historia, un recuerdo, una conexión única con mi padre, y esa amalgama de emociones crea un ambiente que es tanto desgarrador como hermoso. El sonido de la lluvia y el murmullo de las oraciones se mezclan en el aire, como si la naturaleza y los humanos hubieran encontrado una forma de llorar juntos. Las flores depositadas sobre su tumba empiezan a empaparse, perdiendo poco a poco su viveza, pero no su significado. Cada pétalo caído es un símbolo de la fragilidad de la vida, un recordatorio de que estamos aquí solo por un tiempo limitado, y que ese tiempo debería ser dedicado a amar y a crear conexiones que perduren más allá de nuestra partida. Mientras observo todo esto, mi corazón se llena de gratitud por la vida de mi padre y el impacto que tuvo en quienes lo rodeaban, pero también de una tristeza profunda que parece interminable. Hoy despedimos a un hombre que, más allá de ser mi padre, fue un pilar para muchos. Su legado no está en lo material, sino en las relaciones que construyó, en las vidas que tocó y en el amor que dejó atrás. Este funeral no es solo un acto de despedida, sino una celebración de su vida, de todo lo que fue y todo lo que significará para quienes lo recordamos. Mientras la lluvia sigue cayendo, siento que cada gota lleva consigo un fragmento de nuestra tristeza y al mismo tiempo, una promesa de que su memoria vivirá en nosotros para siempre. El sacerdote sigue hablando, su voz grave y pausada llena los espacios entre el sonido constante de la lluvia que ahora golpea con fuerza el suelo y los paraguas de los asistentes. Pero, honestamente, sus palabras no logran penetrar la barrera de indiferencia que he levantado. Mi mente está en otro lugar, atrapada en la contradicción de emociones que este momento me provoca. Frente a mí, el llanto desgarrador de mi madre llena el aire con un eco de hipocresía que no puedo ignorar. Ahí está ella, con el rostro húmedo de lágrimas, llorando desconsolada por un hombre al que hizo miserable durante años. Es una escena que me revuelve las entrañas, tan falsa y dolorosa que mi único deseo es salir corriendo de este lugar, lejos de todos ellos. Sin embargo, no puedo. No puedo porque Johann está aquí. Su silueta se distingue claramente entre la multitud, erguido con una dignidad rota, observando cómo despide al hombre que compartió tantos buenos momentos con él. Sus ojos, normalmente cálidos y vivos, están ahora apagados, reflejando un dolor que apenas logra contener. ¿Cómo podría abandonarlo aquí, en medio de esta tormenta emocional y literal? Sería un acto de traición imperdonable dejarlo solo, especialmente en un momento tan delicado como este. Pero no es tan simple. Fátima que aun estando aquí decide cesar su llanto, y su sola presencia complica todo. Ella, con su mirada siempre inquisitiva, parece advertir mis pensamientos antes de que siquiera los formule, su juicio silencioso agregando un peso más al que ya cargo. El sacerdote continúa su ritual, ajeno a mis pensamientos y al torbellino emocional que me consume. Su voz retumba mientras recita las palabras de cierre: —...Y dale, Señor, el descanso eterno, y brille para él la luz eterna... Esas palabras, solemnes y cargadas de significado para quienes lo rodean, caen sobre mí como una invitación al absurdo. Algo en la seriedad del momento, en la pomposidad de la frase, se estrella contra mi resistencia emocional y la hace pedazos. Antes de poder controlarme, una risa involuntaria estalla de lo más profundo de mi ser. No es una risita discreta; es una carcajada abierta, potente, que resuena por encima del murmullo de la lluvia. Todas las miradas se vuelven hacia mí, algunas cargadas de sorpresa, otras de indignación, pero ninguna más intensa que la de mi Fátima, que me observa como si hubiera traicionado no solo a mi padre, sino a la humanidad entera. No puedo evitarlo. No es mi culpa que el Jesuita haya elegido esas palabras precisamente. ¿Cómo no reírme cuando todo esto parece un mal guion de una obra de teatro dramática? Mientras todos ven en mi padre a un santo digno de canonización, yo no puedo evitar recordar la verdad. Si tan solo supieran quién era realmente, la reacción sería completamente opuesta. En lugar de reunirse aquí, llorando y alabando su memoria, estarían encerrados en sus casas, sellando puertas y ventanas, intentando borrar cualquier rastro de su existencia. Pero no voy a ser yo quien arruine esta ceremonia. Que sigan llorando y haciendo su "show de lágrimas". Yo, en cambio, prefiero observar y esperar lo que el futuro traerá a esta ciudad. Mi impulso de burla no se detiene ahí. El silencio que sigue a mi risa se vuelve tan incómodo que decido romperlo: — ¿Cómo está usted tan seguro de ello, padre? —digo, alzando un poco la voz para que me escuchen todos—. ¿Ha considerado que quizás no esté en el cielo? ¿O acaso viene usted de ese "muy arriba" y puede confirmarlo? ¿Tal vez lo vio con alitas y todo, eh? El impacto de mis palabras es inmediato. Las bocas se abren en un gesto colectivo de asombro, y los ojos de los asistentes se agrandan como platos. Nadie se atreve a intervenir; parece que todos esperan que alguien lo haga, pero ese alguien nunca llega. El sacerdote se queda inmóvil, su rostro rígido en una máscara de incomodidad. Opta por no responder, inclinando ligeramente la cabeza hacia su misal, como si ignorarme pudiera deshacer lo que acabo de decir. Sus asistentes, en cambio, están visiblemente nerviosos. Uno de ellos, en su torpeza, tropieza con el incensario y deja caer parte del agua bendita, que termina empapando al monaguillo más cercano. El pobre chico, intentando corregir su error, casi incendia el paño que lleva otro al inclinar el incensario demasiado cerca de su compañero. La escena es un completo desastre, y no puedo evitar encontrarla absolutamente hilarante. Johann, que hasta este momento había estado en silencio, comienza a reírse por lo bajo. Su risa, aunque contenida, es suficiente para calentar mi corazón. Saber que, aunque sea por un momento, he logrado arrancarle una sonrisa, hace que todo esto valga la pena. Porque al final, en medio de todo este caos, lo único que realmente importa es él.
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