El tiempo pasa con la crueldad de quien no tiene prisa ni consideración. Una hora se desliza lenta, como si el reloj quisiera prolongar la agonía que sentimos; luego pasan dos, tres y cuatro. La tormenta, que parecía haber perdido su intensidad, da paso a una fina llovizna que apenas moja el suelo, pero que humedece el aire con su melancolía. Los asistentes, uno tras otro, se aproximan a la tumba, dejando pequeños homenajes sobre la lápida y alrededor de la tierra recién removida. Es como si cada objeto colocado fuese un intento de inmortalizar la presencia de mi padre en este mundo, de resistirse a la idea de su ausencia.
Tulipanes en tonalidades vibrantes decoran la sepultura, una especie de contraste entre la tristeza del momento y la vida que esas flores parecen simbolizar. Piedritas redondas, cada una cuidadosamente elegida, son dispuestas como si construyeran un sendero hacia un lugar más allá de lo terrenal. Fotografías donde aparece él, sonriendo, capturan fragmentos de una vida que ya no volverá. Hay cartas escritas a mano, llenas de palabras sinceras que revelan el impacto que tuvo en quienes lo conocieron. Posters y carteles gigantes proclaman cuánto lo extrañarán, mientras flores de todos los colores forman un mosaico de gratitud. Incluso peluches con cartas perfumadas se acumulan, testimonios de cuánto lo quería la gente, hasta aquellos que apenas lo conocieron más allá de su reputación.
Conforme terminan esta labor, los asistentes se marchan en fila hacia la salida del cementerio. Algunos llevan los rostros bañados en lágrimas, otros están visiblemente quebrados, y unos cuantos mantienen una expresión de serenidad que casi parece fingida. Johann y yo observamos todo esto desde la distancia, atentos a cada detalle. No sabemos bien qué estamos buscando, pero algo en nosotros nos obliga a prestar atención a lo que la gente deja atrás. Tal vez sea la curiosidad por ver qué objetos tienen más significado para quienes lo amaron, o tal vez sea nuestra propia forma de lidiar con el vacío que nos ha dejado. Esperamos pacientemente hasta que el último asistente abandona el lugar.
Finalmente, quedamos solos: Johann, Fátima y yo. Nos acercamos lentamente a la lápida, como si cada paso tuviese que vencer una barrera invisible de emociones que nos retiene. La tumba, ahora rodeada de esos pequeños gestos de cariño, parece contar una historia. Una historia que no logra calmar mi molestia al leer la inscripción en la piedra:
En memoria de:
Christopher Black
11/8/63 - 6/6/26
—¡Carajo! —exclamo, dejando escapar mi frustración—. Pedí que apareciera el nombre completo de papá: «Anton Christopher August Johann Ludwig Black Tieck», pero solo colocaron el segundo nombre y su segundo apellido. ¡Ushh! Es que esta Fátima es...
La furia que siento no tarda en disiparse un poco cuando Johann, siempre tan calmado, interviene con su voz serena:
—No exageres, querida mía —me dice con ternura, interrumpiéndome mientras pone su chaqueta sobre mis hombros para protegerme de la llovizna—. Tu padre estará bien así. Tampoco es para tanto. Sé que Fátima no debía haberse metido, ya que él te pidió a ti en el hospital que te encargaras de todo, pero nunca falta quien se interponga en tus planes. Lo importante aquí es que ya pasó esta semana de velarlo, y ahora puede descansar en paz, mi querida Dakota. Aunque no esté con su nombre completo, eso no tiene que afectar el hecho que lo recordaremos por lo que fue y por qué es para nosotros.
Las palabras de Johann, llenas de paciencia y cariño, logran calmarme un poco. Le dedico una pequeña sonrisa, reconociendo que tal vez tiene razón, aunque me cueste aceptarlo.
—Sí, creo que tienes razón —le respondo, buscando en su rostro una especie de consuelo que él me brinda sin dudar. Su sonrisa, aunque leve, es suficiente para apaciguar mi ánimo.
—Vámonos de aquí —continúo—. Ya no queda nada para nosotros.
Él extiende su mano hacia mí, un gesto que me llena de calidez y de un nudo en la garganta que no logro descifrar. Tomo su mano con cariño, sintiéndome completamente rota por todo lo que ha pasado, por cómo han sucedido las cosas. La muerte de mi padre ha sido una sorpresa devastadora para todos, pero para Johann y para mí, ha sido algo más: un golpe inesperado en medio de un momento que parecía lleno de promesas. Apenas estábamos aprendiendo sus «trucos», esos conocimientos que llevaba tanto tiempo guardando. Incluso nos iba a enseñar algo que él llamaba «el llamado», una lección que jamás terminó, pues justo cuando iba a revelarnos su esencia, la muerte llegó y se lo llevó de nuestro lado.
Todo esto nos tiene confundidos. La rapidez con la que sucedió, el vacío que dejó, la conexión que parecía fortalecerse justo antes de su partida... Entre más intento entenderlo, menos sentido tiene. La vida, en su crueldad impredecible, nos dejó sin respuestas, y lo único que nos queda son preguntas que quizás nunca tendrán solución.
Mi amigo de toda la vida me sujeta firmemente la mano, con esa mezcla perfecta de fuerza y delicadeza que solo él parece dominar. Decidimos, casi en un acuerdo tácito, que lo mejor es alejarnos del cementerio. Mientras caminamos lentamente hacia la salida, el viejo sepulturero nos despide desde lejos, agitando su mano enérgicamente de un lado a otro, como si quisiera impregnarnos con un poco de su vitalidad en este momento tan sombrío. Su gesto amable contrasta con el peso emocional que Johann y yo llevamos en nuestros corazones, y aunque no lo diga en voz alta, agradezco ese simple acto de humanidad. Es extraño cómo una despedida silenciosa puede significar tanto cuando todo lo demás se siente vacío.
Las manos de Johann, cálidas y acogedoras, se convierten en mi ancla. Su firmeza al sostenerme no solo transmite seguridad, sino también una ternura que se manifiesta en los pequeños gestos; acaricia mis dedos con los suyos, como si quisiera recordarme que, incluso en medio de la tristeza, hay pequeños hilos de amor y cuidado que nos unen. Esa conexión física, por sencilla que sea, crea una especie de burbuja alrededor de nosotros, separándonos del ruido del mundo exterior y permitiéndome respirar, aunque sea un poco.
El silencio nos envuelve mientras emprendemos el camino hacia mi casa. Es un silencio cómodo, de esos que no necesitan ser llenados con palabras porque la presencia mutua dice más que cualquier frase que podríamos pronunciar. La tarde se nos ha escapado casi sin darnos cuenta; entre la lluvia incesante y el entierro, el tiempo ha perdido significado. El cielo, ahora despejándose poco a poco, nos regala una vista que parece sacada de un sueño. Los colores cálidos del ocaso se despliegan en un espectáculo impresionante: tonos naranjas y rojizos se mezclan con púrpuras suaves y pinceladas de un rosa delicado. Las nubes, esponjosas y de apariencia etérea, parecen flotar suspendidas en el aire, como si fueran parte de un cuadro que alguien ha pintado con infinita paciencia y amor.
Cada rincón del cielo parece estar lleno de vida, a pesar de la tristeza que siento en mi interior. Los rayos del sol, en su descenso, bañan las nubes con un brillo que las transforma en algo casi mágico. El delicado juego de colores, donde el anaranjado cálido se encuentra con el lila tenue, crea un contraste que resulta difícil de ignorar. Es como si el universo tratara de decirnos que, incluso en los momentos más oscuros, todavía hay belleza que vale la pena apreciar. Por unos instantes, me permito olvidarlo todo: la muerte de mi padre, el vacío que ha dejado, la tormenta de emociones que llevo dentro. Mis ojos se pierden en las nubes, observando cómo se transforman y adquieren nuevas formas al unirse entre sí, como si estuvieran vivas. Algunas toman la apariencia de figuras humanas, otras de animales, y otras simplemente adoptan formas abstractas que invitan a dejar volar la imaginación.
El viento sopla suavemente, acariciando mi rostro con una delicadeza que contrasta con la dureza del día. Johann sigue caminando a mi lado, tan cerca que puedo sentir la calidez de su cuerpo irradiando hacia mí. No dice nada, pero su presencia lo dice todo. Es el tipo de persona que sabe cuándo hablar y cuándo el silencio es más elocuente que las palabras. Su compañía, en este momento, es un bálsamo que alivia las heridas abiertas de mi corazón. Aunque no lo diga, sé que también está luchando con su propia tristeza; la pérdida de mi padre lo ha afectado profundamen
te, pero su fortaleza me inspira.