—¿Dakota? —su voz grave y ligeramente áspera rompe el trance en el que me encontraba sumida. Apenas me doy cuenta de que ya estamos frente a mi casa. La fachada parece aún más melancólica bajo la tenue luz del atardecer; las ventanas oscuras y las luces apagadas transmiten un silencio que se siente pesado, como si la casa misma compartiera nuestro luto. Es extraño ver este lugar tan apagado, pues normalmente las luces se encienden a esta hora, iluminando el camino hacia las calles y proporcionando una sensación de bienvenida. Hoy, sin embargo, todo parece desolado y vacío, reflejando un extraño parecido con mi estado emocional actual.
—Pásame las llaves para poder entrar —continúa Johann, con esa calma que parece ser su constante.
Sus palabras tardan unos segundos en llegar a mi consciencia. Procesarlas, sin embargo, parece un esfuerzo descomunal. Finalmente, mis manos comienzan a moverse, casi de forma mecánica, mientras busco las llaves en los bolsillos de mi chaqueta. Mi respiración se acelera ligeramente; los dedos recorren cada rincón, cada costura, pero no las encuentro. Empiezo a sentir una punzada de frustración que se mezcla con el cansancio acumulado del día. Johann, siempre atento, imita mis movimientos, llevando sus manos a los bolsillos de sus pantalones para verificar si por casualidad él las tiene.
Primero revisa los bolsillos delanteros con rapidez, palpándolos de manera casi automática, pero no encuentra nada. Luego se lleva las manos a los bolsillos traseros, buscando con un movimiento más meticuloso. El sonido metálico que hacen las llaves al rozar con la tela alcanza mis oídos. Por un momento, pienso que las ha encontrado, pero Johann parece no darse cuenta de que están ahí, tan cerca. El gesto me resulta casi cómico en medio de la solemnidad del momento, una pequeña chispa de normalidad en un día lleno de emociones intensas.
El ambiente, aún cargado por la lluvia reciente, se siente fresco pero húmedo. Puedo escuchar el crujido de las hojas bajo nuestros pies y el suave murmullo del viento que se cuela entre los árboles cercanos. Todo parece estar en pausa, como si el mundo nos diera un respiro para enfrentar este instante. Johann sigue buscando, con paciencia y sin alterar su ritmo, hasta que finalmente sus dedos encuentran las llaves sin que esté se diera cuenta del sonido que esté provoca cuando lo tocas através de la mezclilla del pantalón de jeans.
—¡Johann, tienes las llaves en las nalgas! —le digo con frustración mientras cruzo los brazos sobre el pecho y hago una mueca de impaciencia—. ¡Sácatelas de una vez que estoy congelándome aquí afuera!
La risa de Johann responde casi al instante. Esa risa suya, cálida y risueña, la misma que siempre ha sido su mejor característica, ilumina el ambiente en un instante. Es una de esas sonrisas que parecen capaces de derretir incluso el hielo más persistente, y aunque estoy molesta, no puedo evitar sentirme reconfortada. Con un suspiro pesado, pero aún riéndose entre dientes, desliza las manos hacia su bolsillo trasero y, con una exageración teatral, extrae las llaves como si hubiese encontrado un tesoro perdido.
—¡Aquí están, su alteza! —dice con una leve inclinación como si fuera mi sirviente, lo que provoca que mi ceño fruncido se transforme rápidamente en una sonrisa que trato de disimular.
No espero más y prácticamente le arrebato las llaves de la mano. Johan se mueve con calma y abre el pesado portón blanco de la casa, que chirría levemente al deslizarse. Tan pronto como pasamos al otro lado, dejamos la puerta de entrada entreabierta y, de repente, como si volviéramos a tener diez años, algo nos impulsa a correr por el jardín. Un impulso infantil e inexplicable nos lleva a una carrera improvisada, sin importar que el suelo esté húmedo y resbaladizo por la lluvia reciente. Nos movemos como si el tiempo se hubiera detenido, como si este momento nos perteneciera únicamente a nosotros.
El jardín parece interminable, un espacio de mil quinientos metros cuadrados que se extiende frente a nosotros como un pequeño universo privado. Johann corre con una mezcla de torpeza y gracia, mientras yo, con mis tacones altos, sorprendentemente me mantengo a la par. La hierba húmeda roza mis tobillos, y el viento, ahora fresco y ligero, acaricia mi rostro. La risa de ambos llena el aire, resonando contra las paredes del lugar, creando un eco que parece borrar temporalmente cualquier tristeza que pudiese rondar. Para cuando alcanzamos la puerta de la casa, ambos estamos jadeando, exhaustos, pero genuinamente felices.
—No puedo creer que me hayas ganado... ¡y eso que llevas esos malditos tacones! —dice Johann, inclinándose ligeramente hacia adelante mientras coloca las manos sobre sus rodillas, tratando de recuperar el aliento.
—¿Qué te puedo decir? —respondo, encogiéndome de hombros con fingida inocencia mientras aún trato de calmar mi respiración—. Tal vez tengo talentos ocultos que no conoces.
—¡Ah, sí! —responde con sarcasmo, negando lentamente con la cabeza—. Y pensar que hubo una época en la que yo era más rápido que tú. Ahora mírame, apenas puedo trotar sin sentir que se me va a salir el alma.
—Sí, sí, Johann, como tú digas —replico, riendo mientras le doy una palmada suave en el hombro.
Nos dejamos caer al suelo justo ahí, en la entrada de la casa. La hierba todavía está húmeda, pero en este momento no nos importa. Nos sentamos con las piernas estiradas y las espaldas ligeramente encorvadas mientras esperamos que nuestros corazones vuelvan a su ritmo normal. Miro de reojo a Johann, que sigue respirando profundamente, con una mezcla de agotamiento y diversión en su rostro. Está tan concentrado en recuperar el aliento que no se da cuenta del mechón de cabello despeinado que le cae sobre la frente, lo que me saca una sonrisa.
Las gotas de sudor empiezan a recorrer mi rostro. Siento cómo se deslizan desde el cuero cabelludo hasta la punta de mi nariz, dejando un rastro de frescura en mi piel caliente. Cada latido de mi corazón retumba con fuerza, tan intenso que parece resonar en cada rincón de mi cuerpo como si fuera una cáscara vacía que amplifica el sonido. Mis piernas palpitan con el calor acumulado por el esfuerzo, como si quisieran recordarme qu
e no han corrido así en años.