Capítulo 4. El trago amargo de la "Envidia"

3227 Palabras
Los pasos sigilosos de James resonaron suavemente sobre el mármol pulido del pasillo de la agencia Al-Rashid Designs. Con movimientos deliberadamente lentos y calculados, el Marqués de Pemberton se acercaba a la oficina de su prometida, ocultando su rostro aristocrático detrás de un ramo de rosas rojas tan abundante que parecía flotar por sí solo por el corredor. El aroma de las flores se expandía a su paso, mezclándose con el aire acondicionado de la oficina londinense. James había elegido las rosas más exquisitas que el florista de Mayfair podía ofrecer: pétalos aterciopelados de un rojo profundo, casi burdeos, con tallos largos y elegantes que hablaban de refinamiento y dinero. Sus movimientos eran teatrales, como si estuviera planeando la sorpresa perfecta para la mujer que amaba. Fátima, completamente ajena a la presencia de su prometido, permanecía sumida en sus pensamientos sobre Dubai, sobre Emir, sobre el proyecto que podría cambiar su carrera para siempre. Sus ojos cafés estaban perdidos en el espacio vacío de su muro de premios, imaginando dónde colgaría el Pinnacle Award si lograba ganarlo. Hasta que él, con el rostro aún escondido detrás del ramo de rosas, carraspeó discretamente sin saber que su prometida estaba pensando en otro hombre. El sonido interrumpió los pensamientos de Fátima como un relámpago, haciéndola dar un pequeño salto en su silla de cuero italiano. Sus ojos se dirigieron rápidamente hacia la entrada de su oficina, con el corazón acelerándosele por la sorpresa. —¡James! —exclamó, con su voz mezclando sorpresa con una pizca de culpabilidad que esperaba él no notara. —Si no carraspeo, no te das cuenta de que estoy aquí, mi amorcito —dijo James, emergiendo finalmente desde detrás del ramo con esa sonrisa encantadora que había conquistado a tantas mujeres de la alta sociedad londinense. Fátima se levantó de su escritorio, alisando automáticamente su ropa ajustada, y recibió el ramo con una sonrisa que se sintió más natural de lo que esperaba. El peso de las flores era considerable, y al inhalar su fragancia, sintió una calidez genuina expandirse por su pecho. —Son hermosas, James. Gracias —murmuró, mientras él se acercaba con esa elegancia natural que lo caracterizaba. James la envolvió en sus brazos, con su altura de 1.85 metros haciéndola sentir pequeña y protegida. Le dio un beso tierno en los labios, y sus manos encontraron automáticamente la curva familiar de su cintura. —Sí viniste —dijo ella, con una sonrisa más relajada adornando sus labios. —Sí, deseaba verte. Quiero que almorcemos juntos. Estará mi madre —James la tomó de la cintura con posesividad gentil y comenzó a besar su cuello con suavidad, inhalando el aroma a jazmín que siempre la acompañaba. —Mmm, está bien —respondió Fátima, aunque sintió que su estómago se tensaba ligeramente al mencionar a la Marquesa—. Por cierto… tu madre hizo algo que no me agradó. James se detuvo abruptamente, con sus labios separándose del cuello de su prometida. Con sus manos aún posadas en la pequeña cintura de Fátima, frunció el ceño con esa expresión de preocupación que aparecía cada vez que surgía el tema de su madre. —¿Qué será? —preguntó, aunque su tono sugería que ya se imaginaba de qué se trataba. —Pues la señora Judith… cambió las invitaciones de la boda. Las puso escocesas cuando yo las había diseñado escocesas y árabes —dijo Fátima, sintiendo cómo la irritación matutina regresaba a su voz. James suspiró profundamente. Durante meses había estado atrapado en una batalla imposible entre las dos mujeres que más amaba: su madre, que había sido su ancla durante toda su vida, y Fátima, la mujer que había llegado para cambiar todo su mundo. Era un equilibrio precario que lo agotaba emocionalmente. —Pues hablaré con ella —murmuró, aunque ambos sabían que las conversaciones con la Marquesa raramente resultaban en cambios reales. —Hablaremos los dos en esa comida. Ya es el tercer cambio que tu mamá quiere hacer en la boda —dijo Fátima, con su voz adoptando ese tono controlador que aparecía cuando se sentía amenazada. James tomó las manos de su prometida entre las suyas, observando cómo el anillo de compromiso de tres quilates brillaba bajo la luz de la oficina. Se las llevó a los labios, besándolas con ternura. —Mi madre está vieja y soy su único hijo. Así que, por eso es algo sobreprotectora —explicó, utilizando la misma justificación que había empleado durante los últimos siete meses. —Hablando de eso… ¿cuándo vamos a ir a Dubai para ver a mi padre? Él siempre es quien tiene que venir aquí. No hemos ido. Siempre que vamos a ir, tu madre planea algo a último minuto y ya no se da —la frustración en la voz de Fátima era palpable. James se pasó una mano por el cabello n£gro, un gesto que hacía cuando se sentía acorralado. —Vamos a ir pronto, ya verás. Ahora con el nuevo hotel he estado ocupado, mi amorcito. Pero no te preocupes, ya veré a mi suegrito. Le haré una videollamada dentro de un ratito —sonrió, intentando suavizar la situación. —Bueno. Eso espero. Tú sabes lo especial que es mi padre para mí —dijo Fátima, con su expresión suavizándose al pensar en Hassan. —Claro que sí, mi reina de Arabia —le dio un beso en la frente—. Mi suegro es el hombre más importante sobre el planeta tierra porque hizo a semejante belleza. Fátima sonrió genuinamente ante el cumplido, y en ese momento pensó que quizás ya era hora de dejar atrás el pasado. «Ves, Fátima. James es mucho mejor que ese idiota de Emir» —se dijo, intentando convencerse a sí misma. Dos horas más tarde, almuerzo... El elegante restaurante escocés en el corazón de Knightsbridge exudaba opulencia discreta. Manteles de lino blanco, cristalería que reflejaba las luces cálidas, y el murmullo suave de conversaciones aristocráticas creaban el ambiente perfecto para los almuerzos de la alta sociedad londinense. La Marquesa de 65 años, viuda de Pemberton, Lady Judith Whitfield, se encontraba picando su carne sin decir una palabra, cada movimiento de su tenedor estaba cargado de enojo. Su cabello platinado, peinado en un Bob perfecto que no se había movido ni un milímetro durante toda la comida, brillaba bajo la luz del candelabro. Al parecer se encontraba molesta, y la atmósfera en la mesa se sentía espesa como miel. Fátima no había dicho nada desde que llegaron, concentrándose en su salmón a la plancha mientras observaba discretamente a su futura suegra. James estaba visiblemente nervioso, con sus dedos tamborileando silenciosamente sobre la mesa de caoba. —Madre, ¿te pasa algo? —preguntó finalmente, rompiendo el silencio incómodo. —Dije que no quería carne. Quería cerdo, pero como Fátima no lo come, nosotros debemos adaptarnos a ella —respondió Lady Judith, con cada palabra cargada de un resentimiento apenas contenido. —Pero suegra, usted puede comer lo que quiera —dijo Fátima, intentando mantener un tono respetuoso a pesar de la provocación evidente. —Claro que no, sería incómodo para ti que eres árabe. Así que bueno, debo comer esto que no quiero —continuó la Marquesa, picando la carne con disgusto teatral. —Pero usted misma está diciendo que no lo quiere comer. James pidió pescado. —Sí, madre, hubieras pedido lo que tú querías —intervino James, claramente incómodo con la dirección que estaba tomando la conversación. —Ay, ya, qué más se hace —dijo la marquesa, suspirando dramáticamente mientras continuaba picando la carne como si fuera una tarea tortuosa. Flashback - Un mes antes... La mansión georgiana de Lady Judith en Belgravia estaba decorada con un gusto impecable que gritaba dinero y abolengo. En el salón principal, rodeada de retratos de ancestros escoceses, la Marquesa tomaba té con su hermana menor, Betsy, mientras ambas observaban por los ventanales los jardines perfectamente cuidados. —Ay, no. No quiero que mi pobre James después tenga que volverse musulmán o algo por el estilo, quitando sus raíces escocesas —decía Judith, con su voz cargada de una preocupación que rozaba el pánico. —No lo creo, Judith —respondía Betsy, una mujer de sesenta años con el mismo cabello platinado que su hermana, pero con una expresión más benévola. Para Judith, James era su obra maestra y lo más preciado de su vida. Lo tuvo a los 35 años por un milagro porque creía que no podría tener hijos. —Yo sí. Mi bebé está enamorado hasta los tuétanos de esa flacuchenta. Fátima esto, Fátima lo otro, a Fátima le gusta esto. Ah, cómo detesto eso —suspiró, ajustando nerviosamente las perlas que adornaban su cuello—. Yo quería que él se casara con Olivia Newton, pero no, conoció a esa… mujercita que no es nada más que hija de un sirviente. —¿Cómo así? La chica se ve de dinero —observó Betsy, frunciendo el ceño. —Pues sí lo tiene, pero es porque su padre es la mano derecha de un jeque adinerado en Dubai. Un tal Salomón Al-Sharif. Yo averigüé todo. Su padre es solo un sirviente. —¿En serio? —Así es, Betsy. Por eso te digo, no quiero a mi hijo con esa… tonta. Creí que era solo una fase y que se iba a divertir con ella, pero no, ya le pidió matrimonio. Mi sol ya está comprometido con esa. Ahora si que todo va enserio. ¡Ay no! Tiempo actual... Fátima puso una cara de disgusto que intentó disimular tomando un sorbo de su vino blanco. Apretando los dientes, sintió cómo la tensión se acumulaba en su mandíbula. James vio el intercambio de miradas cargadas de hostilidad, así que intervino rápidamente: —Pues, mamá, para la próxima come lo que tú desees. —Sí, qué más haré —dijo Judith, poniendo una expresión de mártir que había perfeccionado durante décadas. Pero, Fátima suspiró y se armó de valor: «Fátima, no te dejes intimidar, dile lo de las invitaciones» Tomó un sorbo más generoso de vino blanco, sintiendo cómo el líquido le daba el coraje necesario, y mirando directamente a la Marquesa, dijo: —Por cierto… suegra... En eso la mujer la interrumpió: —Llámame señora Judith mejor. Suegra suena no sé… a un pedazo de carne mal cortado —hizo una sonrisa que no llegó a sus ojos azul hielo. Fátima volvió a suspirar, sintiendo cómo su paciencia se desvanecía como arena entre los dedos: —Señora Judith… ¿por qué cambió las invitaciones? Las puso todas con temática escocesa, no árabes y escocesas como yo las había escogido. James y yo somos una pareja con distintas culturas. Además, mis padres y mi tío Salomón vendrán a mi boda, por lo tanto, todo debe ser de ambas culturas. James intervino inmediatamente, sintiendo cómo la situación se salía de control: —¿Sí, madre, por qué lo hiciste? Ya has hecho muchos cambios. Lady Judith dejó caer sus cubiertos de plata sobre el plato con un sonido metálico que resonó por todo el restaurante, atrayendo las miradas discretas de las mesas vecinas. Su expresión se transformó en una mezcla de indignación y superioridad moral. —Porque la boda será en Escocia y tú, mi amor, debes estar arraigado a tus costumbres. Acá se hará lo que es apropiado a este país. Fátima es árabe, sí, pero ella se debe adaptar a nosotros, no nosotros a ella. La mayoría de los que irán son aristócratas británicos, por lo tanto, una temática árabe no pegaría con nuestras costumbres… mi amor. Fátima apretó sus dientes con tanta fuerza que sintió un dolor punzante en la mandíbula. Sus nudillos se pusieron blancos alrededor de la copa de vino. —Sí, sé que me tengo que afianzar a sus costumbres, pero es mi boda también, señora Judith. Ya usted tuvo la suya. —¿Me estás contestando? —dijo la mujer, abriendo sus ojos azules con una expresión de escándalo genuino. —Mamá, por favor, no te alteres —suplicó James, sintiendo cómo el sudor comenzaba a formarse en su frente. —¡Ah, Fátima me está contestando! —dijo la mujer, elevando la voz lo suficiente para que las mesas cercanas comenzaran a voltear discretamente. —Claro que no, señora, solo le estoy diciendo lo que es. Usted no puede cambiar las cosas, es mi boda. Entonces Lady Judith comenzó el espectáculo que había perfeccionado durante años de manipulación emocional. Sus ojos se llenaron de lágrimas cocodrilianas, y su voz adoptó un tono quebrado y vulnerable: —Está bien, está bien. Cambiaremos todo —comenzó a llorar, llevándose una mano temblorosa al pecho—. Solo quería que ustedes fueran felices, pero está bien, yo solo soy una vieja solitaria metiche en la vida de mi único sol que es James. Está bien, está bien —se agarraba el pecho como si el corazón fuera a fallarle. —¡Mamá, no te pongas así! —exclamó James inmediatamente, levantándose de su silla para consolar a su madre. —Lo siento, mi amor, fui mala, soy la mala del cuento como siempre. Lo siento, Fátima, siento ser una… p£rra porque así me ves, ¿cierto? —sollozó, con lágrimas reales corriendo por sus mejillas empolvadas. —¡Señora, claro que no! —murmuró Fátima, sintiéndose atrapada entre la frustración y la culpa. —Me retiro —declaró Lady Judith, levantándose teatralmente de la mesa y dirigiéndose hacia la salida con pasos temblorosos pero dignos. James se quedó sentado, dividido entre seguir a su madre y consolar a su prometida. Sus ojos azules reflejaban una angustia genuina mientras miraba alternativamente hacia la puerta por donde había salido su madre y hacia Fátima, que permanecía rígida en su silla. —Perdón, mi amor, no sabía que lo de las invitaciones iba a escalar así en esta comida —dijo finalmente, con su voz cargada de disculpas. Pero Fátima lo miró con una expresión que él no pudo descifrar completamente. Tomó su bolso de diseñador con movimientos controlados pero decididos: —Ve por ella —dijo simplemente—. Yo… me voy. James fue hacia su madre, pero antes de que Fátima pudiera alejarse demasiado, la alcanzó en el elegante vestíbulo del restaurante. Sus pasos resonaron contra el mármol mientras la seguía, con la desesperación evidente en su voz. —Nos vemos esta noche, ¿sí? Dormiremos juntos de nuevo —le dijo, tomándola suavemente del brazo. Fátima se detuvo sin voltear completamente, con su perfil reflejando una mezcla de cansancio y resignación. —Si tu madre te deja, claro —respondió con una sequedad que cortó el aire como un cuchillo. —Amorcito, no te pongas bravita. Espérame, ¿sí? —suplicó James, con sus ojos azules brillando con una vulnerabilidad que raramente mostraba en público. —Iré a trabajar… ve con ella —dijo Fátima, liberándose gentilmente de su toque. —Te amo, mi bebita chiquitita —murmuró James, intentando suavizar la situación con ese tono cariñoso que siempre utilizaba. Fátima apretó la mandíbula con tanta fuerza que sintió un dolor punzante subiendo hacia sus sienes. Tragando profundo, como si estuviera ingiriendo vidrio molido, le respondió: —Adiós. Ella se fue con pasos medidos hacia la salida, mientras James corría de regreso hacia donde su madre probablemente lo esperaba llorando en el baño de damas. Fátima caminaba por las calles de Knightsbridge, cansada de esa situación que se repetía una y otra vez como una mala película. Tomó las llaves de su Mercedes-Benz G-Wagon blanco de su bolso de diseñador, y siendo dura como siempre había aprendido a ser desde adolescente, no quiso llorar. Se tragó las lágrimas que amenazaban con aparecer. —Vamos, no te dejes intimidar. Ser la mujer de un marqués causará… mucha envidia. Es lo máximo —se dijo a sí misma, poniéndose sus anteojos de sol Chanel para ocultar cualquier rastro de vulnerabilidad antes de arrancar el motor. Mientras tanto, en el baño de damas del elegante restaurante, Lady Judith se retocaba el maquillaje frente al espejo dorado, pero sus ojos azules vigilaban constantemente la puerta. Cada vez que escuchaba pasos, se tensaba, esperando ver aparecer a su hijo. «¡Espero que no se haya ido con esa flacuchenta espantosa!» —pensó, apretando el lápiz labial entre sus dedos con tanta fuerza que casi lo partió. Hasta que finalmente sonrió por dentro al ver la figura familiar de James atravesando la puerta del baño de damas. —¿Madre, por qué fuiste así con Fátima? —preguntó James, con su voz cargada de frustración y cansancio. Lady Judith se volteó lentamente, adoptando esa expresión de inocencia herida que había perfeccionado durante décadas. —¿Cómo fui? Solo quiero lo mejor para ti y para tu boda. Pero ella siempre tiene una opinión y es muy soberbia —respondió, con su voz temblando ligeramente de una manera que parecía genuina. —Lo sé, pero como lo dijo ella, es nuestra boda. Tú sabes que ella es la mujer a quien amo, mamá —dijo James, pasándose una mano por el cabello negr0 en un gesto de desesperación. Ella apretó sus mandíbulas, sintiendo cómo la ira se acumulaba en su pecho como una tormenta a punto de estallar: —Bueno, se nota que lo que yo diga y haga no te interesa. Pues vete con ella, qué más. Tu madre, que ha dado tanto por ti… se va a quedar íntimamente sola. Lo único que quiero es ayudarlos con la boda y así me pagan —comenzó a llorar con lágrimas reales, utilizando esa técnica emocional que siempre funcionaba para desestabilizar a James cuando quería conseguir algo—. Tu padre me dejó una gran carga que ahora yo… yo… —Mamá, ¿ya, sí? —dijo James, rindiéndose como siempre hacía, abrazándola mientras sentía cómo su determinación se desmoronaba—. Conversaré con Fátima. Minutos más tarde… De vuelta en su oficina, Fátima se encontraba de pie frente a sus ventanales, observando el tráfico londinense mientras intentaba calmarse. El ramo de rosas rojas que James le había regalado reposaba elegantemente sobre su escritorio, con sus pétalos aterciopelados contrastando con el ambiente tenso que ella irradiaba. Sus empleadas, siempre atentas a los estados de ánimo de su jefa, observaron las flores con admiración genuina. Kelsey, su asistente de cabello castaño, se acercó con cautela, seguida por dos de las diseñadoras junior. —Señora Fátima, qué hermoso este ramo de rosas. Usted sí que es afortunada en tener un hombre que la quiera tanto. De verdad, su prometido es como un príncipe de cuentos de hadas —comentó una de ellas con envidia no disimulada. —Sí, la envidiamos un poco —añadió la otra, suspirando mientras tocaba delicadamente uno de los pétalos. Fátima las quedó mirando, y con una sonrisa pequeña y forzada que no llegó a sus ojos cafés, murmuró: —Sí… envidia. —¡No piense mal, señora! ¡Es envidia de la buena!—dijo rápidamente Kelsey, notando el tono extraño en la voz de su jefa—. Solo que… bueno, todas soñamos con tener un amor como el suyo. Fátima se tornó pensativa en ese instante, observando las rosas como si fueran un símbolo de algo que no lograba descifrar completamente. —Claro... CONTINUARÁ...
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