Minutos más tarde…
El sonido de los tacones contra el mármol pulido del pasillo se detuvo abruptamente cuando Marissa Volkov vio a Emir atravesar las puertas de cristal de Al-Sharif Holdings. Desde su escritorio estratégicamente ubicado frente a la oficina ejecutiva, la secretaria ruso-británica de veintiocho años observó con ojo clínico la tensión que emanaba del cuerpo de su jefe. Sus ojos azul hielo, heredados de su madre rusa, siguieron cada movimiento mientras él pasaba junto a ella sin siquiera dirigirle una mirada.
Emir tenía esa expresión que ella había aprendido a leer durante los ocho meses de su relación: mandíbula apretada, ceño fruncido, y esa manera particular de caminar que indicaba que alguien había logrado atravesar sus defensas. Marissa se levantó de su silla con la gracia felina que había perfeccionado durante años de usar su belleza como arma, alisando su falda n£gra ajustada que acentuaba sus curvas calculadamente.
—¿Qué pasó, cariño? ¿Algún obrero no hizo el trabajo bien? —preguntó, siguiéndolo hacia el interior de la oficina ejecutiva con su acento británico perfectamente modulado, aunque con ese deje eslavo que aparecía cuando estaba nerviosa.
—Algo —respondió Emir secamente, dejándose caer en la silla de cuero italiano detrás de su imponente escritorio de caoba. La placa dorada sobre el mueble principal brillaba bajo la luz artificial: "Emir Al-Sharif - Director de Proyectos de Construcción Internacional". Se pasó las manos por el cabello castaño, despeinándolo ligeramente—. Hoy no es un buen día.
Marissa cerró la puerta tras ella y se acercó con movimientos estudiados. Sus dedos, adornados con manicura francesa impecable, se posaron sobre los hombros tensos de Emir, comenzando un masaje que había usado anteriormente para calmarlo después de reuniones difíciles.
—Te veo un poco tenso, cariño. Cualquier cosa la vamos a superar —murmuró, inclinándose ligeramente para que su aliento rozara su oreja—. Pero si deseas liberar tensión, podemos… ir al baño —añadió con una sonrisa sugerente que había funcionado otras veces.
Emir se tensó bajo su toque, con sus músculos endureciéndose de una manera que no tenía nada que ver con el deseo. Con un movimiento brusco, apartó las manos de Marissa de sus hombros y se levantó, dirigiendo una mirada molesta hacia la puerta de cristal esmerilado.
—No, no quiero nada —declaró con frialdad, tomando las llaves de su Audi R8 n£gro del escritorio—. Voy a… ver a mi hermano.
El rostro de Marissa se tensó casi imperceptiblemente. Durante los meses que llevaban juntos, había aprendido que Emir se refugiaba en Samir cuando algo realmente lo perturbaba, y eso la inquietaba. Como secretaria con acceso a información confidencial, sabía que su posición en la vida de Emir dependía de mantenerlo satisfecho y, más importante, de convertirse en la próxima señora Al-Sharif. Ese apellido abría puertas en los Emiratos Árabes Unidos que ni todo su dinero familiar podría conseguir.
Forzando una sonrisa que no llegó a sus ojos azules, se acercó nuevamente, colocando sus manos sobre el pecho musculoso de Emir con un gesto que pretendía ser íntimo pero que él percibió como posesivo.
—Casi nunca me cuentas cuando estás en problemas, mi amor. Tú sabes que puedo ayudarte —insistió, con su voz adoptando ese tono meloso que usaba cuando quería información.
—Sí, pero hoy no quiero hablar —respondió Emir, apartándose sutilmente de su toque.
—Pero vas a donde Samir.
—Lo sé. Nos vemos —dijo, dirigiéndose hacia la puerta. Se detuvo momentáneamente y, sin voltear, añadió—: Prepárame el informe de los proveedores europeos para mañana temprano. Necesito revisar las cotizaciones del proyecto hospitalario.
Se acercó y le dio un beso corto en los labios, un gesto automático que carecía de cualquier calidez genuina. Marissa mantuvo su sonrisa forzada hasta que Emir desapareció por la puerta, pero en cuanto se quedó sola, su expresión se transformó. Sus rasgos perfectos se endurecieron, revelando la ambición calculadora que se ocultaba bajo su fachada de secretaria devota.
—Que te vaya bien, amor —murmuró hacia la puerta cerrada—. Y sí… haré la asignación.
Cuando el eco de los pasos de Emir se desvaneció en el pasillo, Marissa dejó caer completamente la máscara. Su rostro adoptó una expresión de frustración y algo más oscuro: una determinación que habría alarmado a cualquiera que la conociera realmente.
—¡Ah, odio cuando se me escapa! —murmuró entre dientes, apretando los puños—. Espero que no se vaya con otra o si no… —La amenaza quedó suspendida en el aire mientras sus ojos azules brillaban con una intensidad peligrosa.
Mientras tanto, Emir descendía en el ascensor privado hacia el estacionamiento subterráneo, observando su reflejo en las puertas de acero pulido. El hombre que le devolvía la mirada tenía ojeras que no había notado esa mañana y una tensión en la mandíbula que hablaba de una guerra interna que había estado librando desde que Salomón mencionó ese nombre.
—Ah, maldición. No quería verla —murmuró para sí mismo, metiendo la mano en el bolsillo de su chaqueta italiana para extraer un cigarrillo. El hábito que había desarrollado durante los años universitarios en el extranjero y que solo emergía en momentos de estrés extremo.
El estacionamiento privado olía a concreto fresco y aceite de motor. Su Audi R8 n£gro mate esperaba en su espacio reservado, brillando bajo las luces LED. Encendió el motor, que rugió con potencia contenida, y salió del edificio hacia las calles de Dubái que se extendían como arterias doradas bajo el sol del desierto.
Mientras navegaba por el tráfico de la Sheikh Zayed Road, pulsó un botón en el tablero de control. La tecnología alemana se activó instantáneamente, y el sistema manos libres estableció conexión.
—Salam —(hola)―la voz familiar de Samir resonó por los altavoces.
—Salam. ¿Estás ocupado?
—No. Salí de unos clientes hace rato. ¿Por qué? ¿Te pasa algo?
La preocupación genuina en la voz de su hermano de corazón logró relajar ligeramente la tensión en los hombros de Emir. Después de tantos años juntos, Samir podía leer sus estados de ánimo mejor que nadie.
—Sí, quiero hablar contigo.
—Pues ven, aprovéchame.
Treinta minutos más tarde…
—Ah, mierda —exclamó Emir al abrir la puerta de cristal templado que llevaba grabado en letras doradas: "Samir Al-Sharif & Associates - Bufete Legal Especializado".
—¿Qué te pasó, hermano? Tienes voz de funeral —preguntó Samir, sirviendo café expreso en dos tazas de porcelana china desde la cafetera italiana que ocupaba un lugar prominente en su oficina.
El despacho de Samir Al-Sharif era un testimonio de éxito y sofisticación: paredes revestidas en madera oscura, estanterías llenas de códigos legales en árabe, inglés y francés, y ventanales que ofrecían una vista panorámica del Burj Khalifa. Como dueño principal del bufete más prestigioso de la región, especializado en derecho corporativo internacional y litigios complejos, Samir había construido una reputación impecable que servía como fachada perfecta para las operaciones más turbias de Al-Sharif Holdings.
A sus treinta años, Samir poseía esa combinación letal de inteligencia aguda y carisma natural que lo había convertido en uno de los solteros más codiciados de los Emiratos. Alto, 1´90 como Emir, de piel morena y rasgos árabes, contrastaban elegantemente con sus ojos verdes penetrantes, herencia de su padre iraquí, Samir Al-Sharif también , mientras que su físico atlético se adivinaba bajo trajes hechos a la medida que costaban más que el salario anual de la mayoría de las personas
.
Huérfano desde los quince años, había sido adoptado formalmente por Salomón, convirtiéndose en el hermano que Emir (cuñado de Salomón) nunca había tenido por sangre, pero sí por elección. Su especialidad en derecho corporativo internacional y blanqueo de capitales lo convertía en una pieza fundamental para legalizar las actividades más cuestionables de la familia Al-Sharif, aunque oficialmente solo manejaba "disputas comerciales complejas".
Emir se dejó caer en una de las butacas de cuero italiano frente al escritorio, aflojándose la corbata con un gesto cansado.
—Adivina quién viene a trabajar conmigo en el proyecto de Dubai Eco-City.
Samir se ajustó las gafas de montura italiana y arqueó una ceja, su mente de abogado ya procesando las posibilidades.
—¿El arquitecto Karl Richards? ¿Ese no era el que el tío iba a contratar?
—No. Alguien peor.
Los ojos verdes de Samir se agrandaron ligeramente detrás de sus lentes, y una sonrisa lenta comenzó a formarse en sus labios mientras procesaba la información.
—No me digas que…
—Sí. La maldita bruja de Fátima.
―Jajajaja.
La carcajada que escapó de Samir fue genuina, llena de una diversión que no había sentido en meses. Se recostó en su silla ejecutiva, con esa sonrisa devastadora que había derretido corazones desde la universidad.
—No puede ser. ¿Aceptó?
—No lo sé. Espero que no porque sabe que yo seré el jefe.
—Jajaja. —Samir le entregó una taza de café humeante, observando con ojos expertos cómo su hermano adoptivo luchaba con emociones que creía haber enterrado
—¿No tienes whiskey? Necesito alcohol.
—Sabes que no bebo —respondió Samir, sentándose lentamente en su silla principal con esa elegancia natural que había heredado junto con una fortuna considerable de su madre y su abuelo, el Gran Muftí de Arabia Saudí—. Pero qué notición. Fátima Al-Rashid, tu bruja de vuelta.
Su sonrisa se amplió, recordando los años de instituto cuando observaba las batallas épicas entre estos dos titanes intelectuales.
—Esa mujer cuando viene a Dubái, se va rápido. Llega antes o después del cumpleaños del tío Salomón, va directo a casa de Hassan y luego desaparece como un fantasma.
—Huye de mí, seguramente.
—A lo mejor —concedió Samir, tomando un sorbo de su café—. Ay, hermano, será interesante verlos de nuevo juntos. Me divertía viéndolos pelear en la secundaria. Era mejor que cualquier telenovela turca.
Emir puso una expresión de fastidio genuino, hundiendo su rostro entre sus manos.
—Me arruinó el día. Le rechacé una mamada a Marissa.
—Guao. Si que te dañó el día entonces jajaja. Mira, me enteré hace poco por Hassan que se va a casar. Te lo iba a decir, pero, como me dijiste que no te la nombrara…
La taza de café se detuvo a medio camino hacia los labios de Emir.
—¿Se va a casar?
—Sí, con un conde o marqués, algo así escuché. Un tipo de la alta sociedad londinense.
Emir bajó la taza lentamente, con su expresión endureciéndose hasta convertirse en una máscara de indiferencia que había perfeccionado durante años de ocultar sus verdaderos sentimientos.
—Bien por ella —respondió con una sequedad.
Samir no pudo contener una sonrisa maliciosa. Conocía a su hermano de corazón lo suficiente para saber que esa fachada de indiferencia era exactamente eso: una fachada.
—¿Bien por ella? —se burló, reclinándose en su silla con diversión genuina—. Hermano, tienes la misma cara que cuando nos ganaron los hermanos Fadul en aquel partido de futbol. ¿De verdad me vas a decir que no te importa que la bruja se case con un aristócrata británico?
Emir le dirigió una mirada que podría haber derretido acero.
—No me importa lo que haga con su vida, Samir.
—Por supuesto que no —ronroneó Samir, claramente divirtiéndose—. Por eso tienes esa vena saltando en la frente y pareces que quieres asesinar al primer europeo que se te cruce por delante.
―Já. Pobre de ese hombre más bien.
Mientras tanto, en Londres...
En su oficina, un testimonio de éxito profesional y buen gusto: techos altos, ventanales que daban a Hyde Park, y una decoración que mezclaba elegancia británica con toques árabes sutiles ella se encontraba de pie frente a su "muro de la gloria", como James lo había bautizado con cariño.
Marcos dorados y plateados contenían certificados, diplomas, fotografías de inauguraciones y, más importante, las condecoraciones que había ganado durante sus ocho años de carrera: el Premio de Arquitectura Sostenible de Europa, el Reconocimiento de Innovación en Diseño de Interiores, la Medalla de Oro del Instituto Real de Arquitectos Británicos.
Sus ojos cafés recorrieron cada marco con la precisión de un general revisando sus trofeos, hasta que se detuvieron en el espacio vacío que había estado tentándola durante meses. El lugar donde debería estar colgando el premio más prestigioso de todos: el Pinnacle Award for Sustainable Architecture, el reconocimiento que convertiría a cualquier arquitecto en una leyenda viviente.
Se mordió el labio inferior, un hábito nervioso que había desarrollado desde la infancia, mientras sus dedos jugueteaban inconscientemente con el anillo de compromiso que James le había dado. El diamante de tres quilates brillaba bajo la luz de su oficina, pero por una vez, no le proporcionó la satisfacción habitual.
—Podría... estar en boca de todos y tal vez… mi suegra… se morderá la lengua —murmuró, apretando los labios hasta formar una línea tensa. Sus pensamientos se arremolinaban como una tormenta del desierto—. Sé que... el idiota de Emir será mi jefe pero...
Suspiró profundamente.
—Quisiera ese premio. Ese proyecto está concursando para eso. Tan hermoso mi papá. Por eso... quería que estuviera ahí.
Se dejó caer en su silla con la vista aún fija en ese espacio vacío que parecía burlarse de ella. El proyecto Dubai Eco-City no era solo otro trabajo; era la oportunidad de crear algo verdaderamente revolucionario, algo que no solo ganaría el Pinnacle Award sino que redefiniría completamente su carrera.
Los minutos pasaron como horas mientras sopesaba sus opciones. La lógica luchaba contra el orgullo, la ambición contra el miedo, el presente contra un pasado que se negaba a morir.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, Fátima cerró los ojos y suspiró con la resignación de alguien que se prepara para saltar al vacío.
—Bueno... Fátima —se dijo a sí misma, tragando profundo como si estuviera ingiriendo medicina amarga—. Hazlo por el prestigio y no pienses en él. De igual manera estás con James, el hombre perfecto. A lo mejor cuando lo veas, ya ni sientas nada.
CONTINUARÁ…