Las lágrimas caían sobre aquel pantalón, humedeciendo la tela y convirtiendo su color beige en un tono café, y, aunque aquellos ojos azules y aquel rostro familiar mostraban ternura y compasión, Maxine temblaba en medio de aquellos brazos que la rodeaban, tratando de reconfortarla, mientras recordaba lo que había visto. El hombre que estaba con su madre traía un pantalón beige. Ese hombre había sido partícipe de lo que su madre le hizo a su padre y, probablemente, hasta había participado en ello.
—Maxie, ¿puedes decirme qué fue lo que sucedió?
Gabriel trataba de sacarle alguna respuesta a la pequeña Maxine, pero ella seguía sin darle alguna. Únicamente sollozaba y mencionaba a su papá. Había pasado poco más de 1 hora desde que él la había encontrado llorando junto al cuerpo de Gavin. Por más que trató de hacer todo lo posible para poder consolarla o para que le respondiera, no pudo. Maxine lloraba amargamente y lo único que pedía era estar con su papito. Sin embargo, las autoridades habían llegado a realizar el debido reconocimiento del cuerpo de Gavin y nadie podía acercarse a él.
—Maxie, por favor, ¿qué fue lo que sucedió? —insistió Gabriel. Pero, igual que antes, no hubo respuesta.
Maxine sabía muy bien que el silencio era su mejor aliado. Que no podía revelarle a nadie lo que había visto, porque, de hacerlo, su vida correría peligro. Además, ella sabía que solamente era una niña y que los adultos no creían en las palabras de un niño. Era ella, contra su madre y contra ese hombre.
—¿No piensas que, en vez de ayudarla, estás provocando que Maxine se altere más de lo que ya lo está? —intervino Lars, quien estaba presenciando todo, desde una de las esquinas, guardando completo silencio—. ¡Si ella no quiere hablar, es mejor que la dejes en paz!
Gabriel giró su rostro en dirección a Lars y enfiló venenosamente la mirada hacia él. No le gustaba que le llevaran la contraria y muchos menos él, a quien consideraba un pendejo y con quien tenía una fuerte rivalidad desde hace un tiempo atrás.
—¿No deberías estar ocupado en tus propios asuntos? —replicó Gabriel, reprensivo—. Tú no perteneces a esta familia, como para que estés aquí, inmiscuido en lo que no te importa.
Lars tragó saliva y junto a ella se tragó las ganas de enviar a Gabriel a comer mucha mierda. Sin embargo, no estaba dispuesto a darle el gusto e irse. Quizá, él no era un Reiner, pero se sentía con el derecho de estar ahí y de opinar todo lo que quisiese. Ambos hombres se mantuvieron la mirada, retándose el uno al otro y, de no ser por la llegada de Rosamund, probablemente, hubiesen iniciado una discusión sin fin.
—¿Qué es lo que está pasando aquí? —preguntó Rosamund, fingiendo inocencia. Después de lo que sucedió con su esposo, salió huyendo para hacer creer que ella no estaba ahí cuando Gavin murió, y ahora regresaba, actuando como si no tuviese idea de lo que pasaba en su casa—. ¿Qué hacen todos estos policías y paramédicos en mi casa?
Llevó su vista a Lars y este también la observó, un poco nervioso y sin saber qué decir. Tuvo el impulso de acercarse a ella, pero la voz de Gabriel lo contuvo.
—Rosamund, ¿dónde estabas? —indagó Gabriel, levantándose de donde se encontraba agachado, frente a Maxine. Dio tres zancadas violentas y se acercó a ella, agarrándola del brazo con fuerza—. ¡Te hice mil llamadas y tu teléfono enviaba directo al buzón!
Gabriel parecía un depredador salvaje a punto de despedazar a Rosamund, pero ella se limitó a batir las pestañas y sonreír irónica.
—Calma tu actitud, Gabriel —le dijo, tan fresca e infame, y se soltó de su agarre de un tirón—. Ni Gavin, que es mi marido, se atreve a tratarme de esta manera y a exigirme una explicación sobre lo que hago o dejo de hacer.
—¡Gavin está muerto! —rugió Gabriel—. ¡Es esa la razón por la que todos estos policías están aquí!
—¿Qu-Qué has dicho, Gabriel? —titubeó ella, actuando tan bien, que bien podría ser nominada a un premio de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas—. Debes de estar bromeando.
—¿Por qué iba a bromear de ese modo tan absurdo? —espetó Gabriel. Volvió a asir su brazo y la sacudió con fuerza—. ¡Mi hermano murió y su esposa no estaba aquí para ayudarlo!
—Pero, ¿cómo iba a poder ayudarlo? —cuestionó ella—. ¿Acaso soy Dios, como para tener el poder de darle o no vida a alguien?
—¡Él tuvo un infarto! —rugió él, furioso—. ¡Si tú hubieras estado aquí, hubieras podido llamar a los paramédicos y nada de esto hubiera pasado!
—¿Y tú? —replicó ella, soltándose otra vez y enfrentándolo—. ¿Dónde estabas tú? ¿Por qué no lo auxiliaste? ¿Por qué no estabas a su lado cuando le dio el infarto? Además, ¿qué haces aquí? ¿No se suponía que estabas en Dubái?
—Regresé esta tarde —respondió él, con tono firme—. Vine a traerle unos obsequios a Maxine, hablé con Gavin y me fui, pero regresé porque dejé unos papeles que Gavin me firmó y lo encontré muerto y a tu hija llorando junto a su cadáver. —Al decir las últimas palabras, Gabriel alzó la voz, tan alto, que su aliento chocó contra el rostro de Rosamund, y señaló en dirección a la pequeña.
Rosamund llevó su vista hasta Maxine, quien continuaba llorando en silencio. Agudizó la mirada y se preguntó si quizá ella había podido ver o escuchar algo de lo que ocurrió. Posó un pie frente al otro y vaciló por un instante, preguntándose si no sería demasiado obvio si le tratara de sacar algún tipo de información. Luego, movió el pie de atrás, hacia el frente, y avanzó, hasta posarse frente a su hija.
Maxine no quería ni siquiera alzar la vista para verla. Estaba temblando desde que escuchó su voz y la vio entrar al salón. Las imágenes de lo que ocurrió cruzaron su mente y su llanto se descontroló, por lo que comenzó a llorar con más intensidad, provocando que Rosamund perdiera la paciencia.
La mujer agacho el torso, colocó la mano bajo su barbilla y la obligó a alzar el rostro para que la viera.
—Maxine, deja de llorar —ordenó ella, en voz baja, apretando los labios y los dientes—. Te he dicho miles de veces que llorar es para los débiles.
La actitud de Rosamund tuvo el efecto contrario en Maxine. Estaba aterrorizada y solo pensaba en que podía correr con la misma suerte que su padre y que su madre terminaría acabando con su vida.
—¡Maxine, no llores! —Rosamund alzó un poco la voz y luego vio en dirección a donde se encontraban los policías, esperando que no la hubiesen escuchado, para no levantar sospechas.
Lars se acercó, tratando de intermediar. Quiso abrazar a Maxine, para protegerla de su madre, pero ella observó su pantalón beige y tembló. Saltó del sillón en el que estaba sentada y salió corriendo, lejos, tratando de alejarse de todos.
La pequeña no confiaba en ninguno de ellos. No sabía a ciencia cierta quién de los dos hombres era el que estaba junto a su madre y se sentía demasiado sola y desprotegida. Quiso huir, lejos, y esconderse de todos los que pudieran hacerle daño, sobre todo de su madre, esa mujer tan perversa, como la malvada hada que lanzó ese terrible hechizo sobre Aurora. No comprendía cómo su vida había pasado de ser un cuento de hadas, a transformarse en esa horrenda pesadilla.
Sin embargo, por más que corrió, no pudo huir lejos, ni esconderse tanto como deseó. Mientras corría, resbaló y cayó en una pequeña hondonada que había en los límites del terreno. Se quedó ahí, acurrucada e inconsciente, por largas horas; hasta que, bastante entrada la noche y después de ser buscada por todos, excepto su madre, Lars la encontró y la llevó en brazos de regreso a casa, a ser sometida al yugo de su espantosa madre.
Maxine estuvo inconsciente toda la noche, teniendo las más terribles pesadillas con lo que había vivido aquella tarde que jamás olvidaría y que quedaría grabada en su mente hasta la posteridad.
Por su parte, en tanto su hija sufría de terribles pesadillas y el cuerpo de su difunto esposo se congelaba en un cuarto frío en la morgue, Rosamund celebraba su libertad bebiendo de la champaña cara que había en la cava de la mansión, escuchando música a alto volumen y bailando en calzones encima de la enorme mesa de caoba que había en el comedor principal.
Ahora era libre de aquel esposo al que nunca amó y que hasta llegó a cogerle un poco de odio, ahora todo le pertenecía a ella y podía hacer lo que quisiese, sin tener que rendirle cuentas a nadie, sin tener que pagar el amargo precio de satisfacer con su exuberante cuerpo a un hombre y, sobre todo, sin tener que estar fingiendo ese maldito sentimiento de amor y devoción todo el tiempo.
Todo era de ella. Los 10 años de sacrificio habían valido la jodida pena. Ahora, la fortuna de Gavin Reiner y sus industrias automotrices, le pertenecían a ella.
Bebió cinco botellas de champán y una de tequila, hasta que cayó inconsciente en el piso del gran salón. Jamás había celebrado tanto, como lo había hecho esa noche, ni había tomado tanto alcohol, hasta quedar desmayada, pero la ocasión lo ameritaba.
Cuando las muchachas que llegaban a hacer el servicio de limpieza a la casa, llegaron muy temprano a la mañana siguiente, tuvieron que levantarla del suelo entre las tres y ayudarla a limpiarse los restos de vómito y el maquillaje corrido de la cara. Las tres pensaron que estaba ahogando su dolor y su pena por la muerte del señor Reiner, y ella, como la buena actriz que era, no lo negó. Se pasó el resto del día en la cama, durmiendo, leyendo revistas de moda y comiendo caviar, ostras y galletitas con chocolates franceses, acompañados de más champaña y vino.
La pequeña Maxine, estuvo al cuidado de una de las muchachas, hasta que Gabriel, junto a su prometida, Jillian Blackwood, llegaron a la casa por la tarde y se ocuparon de ella. Se sentaron en la terraza, para que la pequeña tomara aire fresco, y pidieron té helado con galletas a la servidumbre.
—¿Cómo estás, Maxie? —le preguntó Gabriel—. ¿Ya te sientes mejor? ¿Has comido?
Maxine no respondió, se quedó ida, viendo hacia un punto cualquiera en el horizonte, mientras era observada atentamente por ambos.
—Maxie, ¿puedes decirme qué fue lo que sucedió ayer? —volvió a preguntar Gabriel, esperando obtener una respuesta al fin, pero, al igual que ayer, Maxine no dijo nada.
Gabriel dejó escapar un resoplido de cansancio y llevó la palma de su mano a la mejilla de Maxine, para acariciarla.
—Maxie, por favor, es muy importante que me digas si viste algo raro o sospechoso ayer. O si viste cuando tu papi comenzó a sentirse mal y cayó al suelo.
Maxine seguía firme en su postura de no decir nada de lo que había visto y escuchado, y mantenerse callada. Cuando las manos de Gabriel se aferraron a sus hombros y le suplicó que volteara a verlo, ella lo hizo y fijó sus orbes azules en los de su tío. «¿Qué había en aquellos ojos?», se preguntó. Era real esa sensación de familiaridad, de cariño y amor. Ella ya no sabía qué creer, quién era bueno y quién era malo en este cuento de terror que estaba viviendo. Tal parecía que la única persona real y que tenía un sentimiento genuino de amor hacia ella, era su papá, pero él ya no estaba con ella; la había dejado abandonada y a su suerte.
—Maxie, por favor —insistió Gabriel.
Los ojos de Maxine se llenaron de lágrimas, un nudo se formó en su garganta y una sensación de vacío se instaló en su estómago y en su pecho. Sin poder contenerlo más, una lágrima, amarga y solitaria, se escapó de su lagrimal y, como pudo, obligó a sus labios a separarse y, sin separar mucho los dientes, habló:
—Tío, ¿quién me va a cuidar ahora que mi papito ya no está?
El corazón de Gabriel se contrajo y enrolló a Maxine con sus brazos para atraerla hasta su pecho y abrazarla con mucha fuerza.
—Yo te voy a cuidar, pequeña —le prometió—. Te prometo que yo haré todo lo que esté en mis manos para poder protegerte y para que no te falte amor y cariño.
Maxine se permitió llorar en los brazos de su tío y sacar todo ese dolor que la estaba embargando, y Gabriel la dejó que llorase todo lo que ella quisiese, y ella lloró hasta quedar dormida en sus brazos. Él la llevó hasta la cama, la arropó con dulzura y depositó un tierno beso en su frente.
Jillian observaba todo desde el umbral de la puerta y, cuando Gabriel se acercó a ella, le preguntó:
—¿Qué va a pasar con Maxine, Gabriel? Tal parece que está sola en este mundo, porque su madre, en vez de estar con ella, cuidándola y reconfortándola...
—¡Qué suerte que los problemas de esta familia no sean de tu incumbencia, Jillian! —exclamó Rosamund a su espalda.
Venía levantándose de la cama, con el cabello un tanto enmarañado y vistiendo un corto y sexi camisón, que mostraba más piel de la que debería y que despertó los celos y la envidia de Jillian, a quien Rosamund no le agradaba.
Jillian era bonita, pero de una belleza ordinaria; sin mucho encanto, sin esa mirada felina, sin esos atributos que convertían a la rubia en una diosa s****l, sin ese s*x appeal que ella irradiaba y que la hacía tan deseable ante los ojos de los hombres. Sin embargo, lo que a Jillian le faltaba en belleza, le sobraba en clase, en educación y distinción. Provenía de una muy acaudalada familia que había hecho su riqueza a base de la exportación de oro desde las montañas de Nevada. La dote que recibiría al contraer matrimonio con Gabriel sería exorbitante y Gabriel pasaría a formar parte de los socios de la productora minera.
Rosamund se acercó a ellos y se paró frente a Jillian, con actitud austera, arrogante y prepotente; enfiló la mirada y la vio con desdén, tratando de hacerla sentir menos. Sin embargo, Jillian no se amedrentó y le mantuvo la postura y la mirada.
—¿Por qué no te regresas a esa montaña de la que has bajado, en vez de andar merodeando por mi casa, comiéndote mis galletas, bebiendo mis bebidas y opinando sobre lo que hago con mi vida? —despotricó Rosamund.
Jillian esbozó una sonrisa irónica y miró a la rubia de pies a cabeza.
—¿Te preocupan unas galletitas y un té que has comprado en un supermercado de quinta? — Alzó la ceja y la sonrisa se ensanchó en su boca—. Porque, de ser así, te puedo regalar el supermercado completo, Rosamund. El dinero no es un problema para mí. Yo no me tengo que casar con un hombre mayor y rico, para alcanzar una posición considerable.
Rosamund apretó los dientes y los puños, y tuvo que contener ese deseo iracundo de lanzarse encima de la peli morena para arrancarle el cabello. Tragó saliva y se obligó a serenarse para no demostrar que el comentario la había trastocado.
Rosamund conocía a Jillian desde el instituto, ella era una de las principales que le habían lanzado una sarta de humillaciones por su condición económica y por ser una becada. La rivalidad entre ambas no había mejorado, ni lo haría jamás.
—Esta es mi casa y no te quiero merodeando por aquí e inmiscuido en mis asuntos —soltó Rosamund, sonando un poco alterada.
La tensión entre las mujeres era tan palpable como una pared de ladrillos. Temiendo que terminaran dándose de golpes, Gabriel intervino.
—Tranquila, Rosamund —dijo, parándose en medio de ambas—. Jillian y yo, ya nos vamos. Solamente hemos venido a ver cómo estaba Maxine.
—Pues ya la han visto —espetó Rosamund—. Es hora de que te vayas y te lleves a esta...
—Esta tiene su nombre —manifestó Jillian, furiosa, y quiso abalanzarse sobre Rosamund, pero Gabriel la detuvo.
—¡Calma, por favor! —demandó a ambas mujeres—. Jillian, vámonos en este preciso instante.
Jillian vaciló un momento, pero obedeció y siguió a Gabriel para salir de la casa. Caminaron por el pasillo, bajo la mirada y la sonrisa burlesca de Rosamund, que se sentía victoriosa por haberla echado de su casa, prácticamente.
Cuando subieron al coche, antes de arrancar, Gabriel se giró y miró a Jillian.
—Quiero hacerme cargo de Maxine —le dijo y ella pestañeó varias veces, sin entender a qué se refería—. Rosamund no la quiere y dudo mucho que ella le pueda brindar el cariño que necesita.
Jillian inspiró profundamente y posó su mano sobre la de Gabriel.
—Sabes que le tengo mucho aprecio a tu sobrina y que también me preocupa lo que va a pasar con ella de ahora en adelante —manifestó—. Pero, nosotros estamos próximos a contraer nupcias y nos iremos de Luna de Miel, Gabriel. ¿Cómo podremos hacernos cargo de una niña?
Gabriel la miró fijamente y, aunque quiso rechistar, prefirió soltar un resoplido y dejar la discusión para otro momento. Ya vería él cómo haría para lograr su objetivo, pero de que estaba decidido a no dejar a Maxine con Rosamund, lo estaba.
[...]
Cuatro días después, el funeral de Gavin Reiner se estaba llevando a cabo. Las autoridades habían determinado que la muerte había sido causada por un infarto y Rosamund había salido victoriosa.
Bajo un cielo gris y aciago, vistiendo un vestido de pana n***o y tomada de una mano de su tío Gabriel y de la otra de su tía Crystal, Maxine le dio el último adiós a su padre y vio cómo su cuerpo era sepultado en aquella tumba triste para siempre. No lo volvería a ver, no volvería a escuchar su voz dulce diciéndole cuánto la amaba, ni volvería a oler su perfume, y a sentir su calor reconfortante, porque jamás podría volver a abrazarlo o a tocarlo.
Cuando el funeral finalizó y los presentes acompañaron a la familia a la mansión, para darle sus condolencias a la viuda, a la hija y al hermano, una multitud de personas con rostros que Maxine desconocía desfiló frente a ella para presentarle su pésame: empleados de las compañías, socios, amigos... Demasiadas personas que a ella no le interesaban y que, probablemente, no volvería a ver en su vida.
El último en pasar frente a ella fue Lars. Maxine ni siquiera quería verlo cuando él le habló.
—Mac and cheese —le susurro, preocupado porque notaba la indiferencia que ahora la niñita tenía para con él—. ¿Puedo darte un abrazo?
Maxine se dignó en mirarlo. Fijó sus ojos en aquellos oscuros y trató de discernir que había en ellos. Vio pesadumbre, tristeza y algo más que no supo distinguir. Pero, a pesar de todo eso, seguía sin confiar en él; en el hombre al que más de una vez le contó sus miedos, sus sueños y sus locuras. Le pareció que había pasado una eternidad desde ese día en que estaban los dos sentados en el césped, hablando de Aurora, hasta este día. Cuántas cosas habían cambiado y, probablemente, ya nunca jamás volverían a ser iguales.
—¿Puedo abrazarte, Mac and cheese? —volvió a preguntar Lars.
—Creo que no quiere nada que venga de ti —dijo Gabriel, resuelto.
Lars lo miró con odio y quiso decir algo, pero fue interrumpido por Rosamund, que en ese momento se acercó a ellos.
—Lars, ¿podemos hablar un momento? —le preguntó.
Él miró una última vez a Maxine, esperando la respuesta que nunca llegó, dejó escapar un resoplido y se giró, para alejarse junto a Rosamund. Se alejaron lo más que pudieron, donde nadie pudiera verlos, escucharlos o molestarlos. Cuando Rosamund cerró las puertas detrás de ella, se lanzó a los brazos de Lars y lo besó con lujuria.
Lars colocó sus brazos en medio de los dos y la empujó, para alejarla.
—¿Acaso te has vuelto loca? —inquirió—. Acabamos de enterrar a tu esposo y tú estás aquí, besándome, corriendo el riesgo de que alguien pueda vernos.
—No me importa —espetó ella—. Soy una mujer libre ahora y quiero que me beses.
Volvió a atacarlo y lo besó con vehemencia. Lars quiso resistirse, pero terminó cediendo y besándola con la misma intensidad con que ella lo besaba.
Era una jodida adicción. Él sabía que estaba mal, pero no podía alejarse de aquella mujer que parecía la heroína que su cuerpo exigía para ser feliz. La besó con fuerza, con ahínco..., metió su lengua en su boca y dejó que ella la chupara, mientras sus manos apretaban su firme culo y las de ella le apretaban su polla, que vibraba bajo su pantalón n***o.
Deseó con todas sus fuerzas empotrarla en la pared, darle la vuelta, subirle la ajustada falda negra y cogerla duro. Pero, sabía que no podía. Que debía resistir y poner un límite. Acababan de enterrar a Gavin y un montón de personas estaban ahí abajo, esperando darle el pésame. Maxine estaba allá abajo, triste y desamparada.
—¡Basta! ¡Basta! —dijo, dándole un empujón para separarla de él—. Esto, es un error —declaró, exasperado—. Lo que sucedió, estuvo mal. No podemos seguir con esto.
—¿Por qué no? —cuestionó ella—. No te importó hacerlo cuando Gavin vivía, ¿por qué iba a importarte ahora, cuando él está muerto y soy una mujer libre?
—¿Has escuchado lo que has dicho? —preguntó él, sin poder creer lo que escuchaba—. ¿Te has vuelto loca?
—Vamos, Lars. Yo sé muy bien que tú lo quieres tanto como yo —ronroneo, llevando sus brazos hasta su cuello y lamiendo su mentón—. Me deseas, Lars, y yo a ti. Sé muy bien que quieres esto. Que quieres cogerme, duro, fuerte, pasar tu lengua por mi cuerpo, meter tus dedos en mí...
Lars no pudo evitar el tic en su v***a, mientras se imaginaba haciendo todas esas cosas que Rosamund susurraba con lascivia. Lo deseaba, sí. Lo deseaba tanto. Pero también estaba arrepentido... Muy arrepentido.
—No debimos hacerlo —dijo, acongojado. Tomó las manos de Rosamund y las alejó de él—. Lo que hicimos fue...
—Ya está hecho, Lars —replicó ella, tajante y empezando a encabronarse, porque él la estaba despreciando, y ningún hombre podía despreciar lo que ella le daba—. No podemos echarnos para atrás.
—Sí podemos —masculló, empleando todas sus fuerzas para resistirse a aquellos encantos.
Rosamund rió, irónica, y movió la cabeza con lentitud, negando.
—Si no quieres que nadie se entere de lo que pasó, te espero esta noche en mi habitación —advirtió ella, resuelta y despiadada—. Vamos a estar juntos, tal y como lo dijimos. Así que, no me falles Lars, o todos se van a enterar de lo que hicimos.
Le plantó un beso descarado en la comisura de los labios y giró sobre sus talones para salir de ahí y regresar al gran salón, en donde todos la esperaban.
Lars cerró las palmas en puños, las venas de los brazos se le resaltaron por la fuerza que empleó y apretó los dientes mientras gruñía por la rabia. Se juró que no iba a caer en el juego de Rosamund, que no cedería ante su capricho y mucho menos ante sus chantajes y amenazas. Salió hecho una furia de la casa, sin despedirse de nadie y decidido a no regresar nunca más.
Sin embargo, el deseo por aquella mujer y por lo que ella le daba, era más fuerte. Como un adicto, cediendo ante esa droga poderosa y dañina, a las 11 de la noche en punto, se apareció en la casa. La puerta principal estaba abierta, esperando a que él entrase y se dirigiera a la habitación principal. Entró sigilosamente, aunque sabía de antemano que no había nadie más que Rosamund y Maxine en la casa. Pero, cuando pasó por enfrente de la habitación de Maxine, chocó con una consola y casi tira un jarrón al suelo.
El ruido despertó a la niña, que no dormía profundamente, y esta se levantó de la cama para inspeccionar de dónde provenía el ruido. Apenas abrió la puerta y vio a ambos lados del pasillo, vio la sombra de Lars doblando la esquina del pasillo que llevaba a la habitación de su madre.
La incertidumbre y la anticipación se mezclaron en su interior, cuando decidió dar el primer paso y seguir aquella sombra. En silencio y con lentitud, avanzó hasta llegar a aquella esquina, justo cuando Lars abría la puerta y entraba a la habitación.
Él se confió y ni siquiera cerró la puerta, suponiendo que nadie podría ver lo que iba a pasar allá adentro. Además, lo que encontró, lo dejó sin palabras y sin aliento. No podía pensar en más nada que no fuera en la mujer que se encontraba completamente desnuda en aquella cama, en una posición que provocó que mil pensamientos lascivos y pecaminosos, se arremolinaran en su cabeza.
Rosamund estaba explayada sobre la cama, con las piernas abiertas y un poco flexionadas. El cabello dorado caía como una cascada de oro en las almohadas. Tenía las mejillas teñidas de rubor y la boca entreabierta, por donde se escapaban los suaves gemidos que provocaban el placer que se daba, mientras sus dedos abrían los pliegues de su sexo húmedo y palpitante, y se introducían en su interior.
A Lars se le aguo la boca y su polla se endureció. La imagen era de lo más erótica y la sensación que producía en él era la misma que produciría un afrodisíaco.
—Ven aquí, Lars —gimoteó Rosamund, llamándolo con su mano libre—. Ven aquí y cógeme duro.
Lars ni siquiera lo pensó. Se deshizo de su ropa y se metió a la cama con rapidez. Se acomodó encima de Rosamund y llevó su boca hasta uno de sus pezones sonrosados. Lo chupó, lo lamió, lo mordisqueó y lo succionó con angurria. Luego, bajó por todo su vientre, hasta llegar a su pubis. Lamió los jugos que habían en él y comenzó a devorarlo con un apetito voraz.
Rosamund se retorcía bajo su cuerpo y los suaves gemidos se convirtieron en gritos lujuriosos. La lengua de Lars le daba el placer que su cuerpo exigía y con sus manos apretaba sus tetas.
Maxine se acercaba a la habitación a pasos lentos, cuando empezó a escuchar los gritos que le asustaron. Su corazón palpitaba con fuerza en su pecho y empezó a sentir que aquel cuerpo no le pertenecía. Sin embargo, la curiosidad le pudo más y se acercó a la puerta. Vio los cuerpos desnudos revolcándose entre las sábanas y, con rapidez, giró sobre sus pies y se alejó de ahí sin que pudieran notar su presencia.
Lo había corroborado al fin: Lars era el hombre que estaba con su madre aquella tarde. Él había sido cómplice en la muerte de su padre y ahora estaba aquí, en la habitación de su madre, haciendo cosas indebidas.
Era él: su amigo, el príncipe azul de su cuento de hadas, el hombre con el que alguna vez soñó casarse cuando se convirtiera en una mujer, fue el que ayudó a acabar con la vida de su padre y había provocado que ella se quedara sola en este mundo
Se escondió en su habitación y se echó en la cama, encogida y atribulada, llorando con dolor y angustia, y sintiéndose más sola que nunca, extrañando la vida que antes tuvo y que ya no volvería a tener, y sobretodo a su papá.
[...]
Dos días después, la vida de Maxine dio otro giro brusco. Probablemente, representaba un alivio, ya que no tendría que soportar más a su madre, pues ella había decidido enviarla a un internado sin permitírsele el regreso, ni siquiera en vacaciones o festividades.
Ella misma, junto a una de las muchachas del servicio, prepararon el equipaje y se encaminaron al aeropuerto para tomar el vuelo de avión sin retorno, que llevaría a Maxine al internado de señoritas en Sussex, Inglaterra.
Nadie se dio cuenta del viaje de la pequeña, ni siquiera Gabriel. Este vino a darse cuenta, una semana después, cuando se enteró que Rosamund había dejado de ser una Reiner, para convertirse en la esposa de Lars Donovan.
La repentina y secreta boda causó revuelo entre los conocidos de la familia, pero Rosamund los ignoró a todos y cada uno. Ahora era la dueña de toda aquella fortuna y ya no le debía cuentas a nadie. Por lo tanto, podía hacer con su vida lo que quisiese y nadie jamás se iba a enterar de su pequeño secreto: Que quien había matado a su esposo, era ella