EL DÍA EN QUE TODO ACABÓ
La pequeña de 7 años, permanecía tumbada boca abajo sobre el césped verdoso del jardín que rodeaba la enorme mansión de sus padres. Mantenía su mentón apoyado sobre la palma de una de sus manos y, con la otra mano, le daba la vuelta a las hojas del libro que leía. Sumergida en un océano de letras que narraban historias de príncipes salvando a princesas que permanecían encerradas en altas torres custodiadas por feroces dragones, no se dio cuenta de la presencia del hombre que se acercaba a ella sigilosamente.
Lars Donovan tenía apenas 25 años y ya se desempeñaba como la mano derecha de Gavin Reiner, el padre de la pequeña. Además de ser un joven atractivo; era audaz, inteligente y muy leal al hombre de 45 años que era dueño de la mayor industria automotriz del país. También era muy ambicioso y aspiraba a convertirse en un hombre tan importante como el que era su jefe.
El joven caminaba hasta el lugar en el que la niña se encontraba acostada, a pasos lentos y silenciosos; como un felino que acecha a su presa para darle captura. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, saltó sobre la pequeña y le picó las costillas, provocando que ella dejara escapar un chillido estridente por aquellos labios que parecían dos pétalos de rosa a medio abrir.
A Lars no le bastó, sino que continuó picando sus costillas, hasta que la niña casi terminó llorando de tanto reír. Cuando acabó, se dejó caer sentado a su lado, sin importarle si manchaba su pantalón color beige, en tanto ella jadeaba para recuperar el aire que se escapó de sus pulmones, gracias a las risas que el hombre le provocó.
—¿Qué estás leyendo, Mac and cheese? —le preguntó él, llamándola por el mote cariñoso que empleaba para referirse a ella desde que era una cría.
La niña giró la cabeza y contempló aquellos ojos marrones oscuros que la miraban con tanta ternura y aprecio. Para ella era un príncipe, como los de sus cuentos de hadas, y su mente tan aguzada ya había creado toda una historia fantasiosa, en la que ese príncipe la rescataría y se casaría con ella, cuando fuese toda una mujer.
Para Lars, esa niñita de grandes ojos azules y vivaces, solamente era una chiquilla a la que le guardaba mucho cariño y que le causaba demasiada ternura. Llevaba trabajando para el señor Reiner desde hace poco más de 6 años y se podía decir que prácticamente la había visto crecer; pues la había visto aprender a hablar, la había visto reír, mudar los dientes de leche, ir a su primer día en el jardín de niños, a aprender a leer, a sumar, a restar, y hasta le había secado una que otra lágrima. Era como una sobrina o hasta casi se podría decir que como una hija.
—Estoy leyendo la historia de La Bella durmiente —respondió la niñita, mostrándole el libro.
Lars tomó el libro entre sus manos y abrió la boca, haciendo una mueca de asombro. Fingió que leía algunas líneas, porque ya conocía la historia.
—¿Lo ves? —le preguntó, con una tonada divertida, cuando apartó su vista del libro y volvió a mirarla—. Es malo dormir mucho.
—No es malo dormir mucho —replicó ella, con un dejo reprensivo en su voz. Arrugó el rostro en una mueca que a Lars le pareció demasiado graciosa, pero contuvo las ganas de reír—. Lo malo es hablar con extraños y aceptar lo que ellos te ofrecen —puntualizó, pareciendo demasiado madura para su edad; era esa la razón por la que a Lars le agradaba mucho conversar con ella—. Aurora le hizo caso a la bruja malvada y aceptó tocar el huso que sus papás le habían dicho que no debía tocar.
—Entonces, Aurora fue desobediente —recalcó Lars, cerrando el libro y colocándolo sobre el césped. Se llevó el índice a la boca y sus ojos se hundieron debajo de sus cejas oscuras y pobladas.
Maxine asintió y Lars le esbozó una sonrisa.
—Y tú, ¿eres obediente, Mac and cheese? —cuestionó él, esperando escuchar la respuesta que ella tenía para dar.
—Hmmm... —vaciló Maxine. Se llevó la mano a la boca y trató de ocultar una sonrisa llena de picardía—. A veces desobedezco un poco—confesó—. Pero solo un poquito.
Juntó el dedo índice con el pulgar y le hizo una señal de «poquito» a Lars y él rio divertido.
—Pues tienes que obedecer por completo —le dijo él, tocándole la punta de la nariz con la yema de su dedo índice—. Si lo haces, te vas a ganar un premio.
—¿Qué premio? —preguntó ella con rapidez, emocionada.
Se levantó del suelo, para quedar sentada de frente a él y sus ojos se iluminaron, por la ilusión que le provocaba el saber que aquel hombre podía darle algún regalo. Sin embargo, la ilusión se esfumó de presto, cuando escuchó la voz de su madre llamándola desde el otro lado de la piscina que había a un costado de donde ellos se encontraban.
La mujer rodeó, a pasos apresurados, el borde de la piscina, para acercarse, y se paró, con los brazos cruzados sobre el pecho, frente a ellos, alzando una ceja por encima de las grandes gafas oscuras que tapaban sus ojos grises.
Rosamund Reiner era una mujer hermosa y ella estaba al tanto de eso y de lo que su belleza provocaba en los hombres. Tenía una larga cabellera dorada, sedosa y frondosa, que la hacía lucir tan femenina; poseía un cuerpo voluptuoso, que había dado indicios de la sensualidad que provocaría desde que tenía 14 años y las curvas empezaron a florecer en su cuerpo virginal.
Era un manjar a la vista de cualquier hombre, sin embargo, su carácter dejaba mucho que desear. Era astuta, calculadora, manipuladora y muy interesada, por eso, usaba su belleza para conseguir lo que quería.
Se había casado con Gavin Reiner, no porque aquel hombre era guapo o porque despertara sentimientos de amor en su corazón. No. Lo sedujo por su fortuna, porque sabía que siendo una Reiner tendría el mundo a sus pies, viviría una vida llena de riqueza, y jamás volvería a ser humillada por las otras señoritas que cursaban el último año de preparatoria junto a ella y que habían nacido con la vida resuelta, porque sus padres tenían la riqueza que a los suyos les hacía falta.
Rosamund siempre fue tan inteligente, como caprichosa. Había ganado una beca completa en una de las preparatorias más prestigiosas de Michigan, donde su obsesión por el dinero y los lujos había incrementado de forma desmedida. Fue en esa misma institución en donde conoció a Crystal Reiner, la prima de Gavin, y fue gracias a ella que lo conoció y se metió en la vida de aquel acaudalado hombre que, a su corta edad, ya estaba al mando de las industrias automotrices que su padre le había heredado, luego de morir a temprana edad por un infarto fulminante.
Gavin ya era todo un hombre de 34 años, cuando conoció a aquella despampanante jovencita que hizo todo lo posible por conquistarlo. Aunque él no tenía ninguna relación formal con nadie, se sabía de antemano que estaba destinado a casarse con Samantha Strong, otra heredera de la industria automotriz. Sin embargo, los encantos de Rosamund funcionaron y él quedó prendado de ella; mandó el futuro compromiso al carajo y, apenas Rosamund alcanzó los 18 años, se casó con ella en una gran boda que se celebró en una de las zonas más exclusivas de la ciudad.
La vida de Rosamund, pasó a ser todo lo que ella deseaba: de ser insignificante y exigua, a transformarse en una vida llena de lujos y comodidades, que muy pocas personas podían disfrutar, al convertirse en una gran dama de la alta sociedad de Detroit. Sin embargo, lo que le sobraba en amor por aquella vida tan llena de opulencias, le faltaba en amor por su familia, sobre todo, por aquella pequeña que representaba más un estorbo que otra cosa.
—Maxine, ¿qué estás haciendo? —exclamó ella y su voz tenía un dejo de molestia—. ¿Acaso estás molestando a Lars con tus tonterías?
La niña bajó la cabeza, temerosa. No deseaba ver a su madre a los ojos, porque sabía que aquello enfurecía más a la mujer.
—No, mamá —respondió ella en un hilo de voz y un estremecimiento le recorrió el cuerpo, cuando la vió dar dos pasos y acercarse a ella.
«Me va a pegar», pensó. Pero lo único que Rosamund hizo fue levantar el libro del suelo y darle una ojeada. Luego, la sujetó con fuerza del brazo y la regañó:
—¡Deja de leer estas tonterías que solo te llenan la cabeza de mariposas y te vuelven una estúpida! ¡Los cuentos de hadas son para los ignorantes!
Maxine estaba a punto de echarse a llorar; los ojos se le llenaron de lágrimas y la garganta se le volvió un nudo. Sin embargo, sabía que si lloraba solo empeoraría las cosas, porque si había algo que su madre detestaba era que llorara, porque decía que eso era para los débiles.
—¿Vas a llorar como una estúpida? —inquirió Rosamund, sacudiéndola con fuerza, al ver sus ojos cristalizados.
Maxine no pudo pronunciar palabra alguna y se limitó a mover la cabeza para negar. Estaba muy asustada.
—Rosamund, Maxine no me estaba molestando —intervino Lars, esperando ayudar a la pequeña, pues se sentía culpable, ya que había sido él quien vino a hablar con ella—. He sido yo quien vino a molestarla —declaró, provocando que Rosamund se desconcertara—. Quería felicitarla, ya que me parece bien que se interese en la lectura, porque así irá obteniendo conocimiento.
Lars sabía muy bien que este atrevimiento podía costarle caro, pero, por alguna razón, no le gustaba presenciar la forma en que la señora Reiner trataba a su hija. Sin embargo, el desconcierto se adueñó de él, cuando, en vez de enojarse, Rosamund le sonrió.
—Tienes toda la razón, Lars —le dijo ella, soltando a la pequeña—. Pero que lea otras cosas, no estos libros que no aportan nada bueno. Estos son cuentos y los cuentos solamente le meten ideas absurdas a las niñas.
Lars asintió, no porque estuviera de acuerdo, sino, porque no quería seguir contradiciendo a la señora y, probablemente, ganarse un problema.
—Maxine, entra a la casa ahora mismo —ordenó Rosamund—. Ve a buscar a tu padre, que él sí tiene tiempo para tus tonterías.
Maxine asintió y, sin rechistar, obedeció a su madre y se apresuró a irse, para entrar a la casa y buscar a su padre. Pero, antes de entrar, volteó a ver hacia atrás para mirar una última vez a Lars, pero lo que vió lo único que hizo fue invadirla de tristeza.
Su madre estaba pegada a Lars; uno de sus brazos rodeaba su cuello y con la mano libre tomaba el brazo de Lars para colocarlo en su cintura.
Maxine era tan despierta e inteligente que, a pesar de su corta edad, sabía lo que aquello significaba. Por eso, volvió a girar sobre sus pies y se apresuró a entrar a la casa, desanimada y apesarada. Cuando cruzó las enormes puertas de vidrio que conformaban los ventanales, aminoró el paso y bajó la cabeza, para ver el suelo. Caminó sin rumbo, cabizbaja y meditando en lo que había visto: «¿Será que a Lars le gustaba su madre? ¿Y por qué su madre actuaba de esa forma, si estaba casada con su padre?»
Mil preguntas atormentaban su mente y apenas pudo escuchar la voz del hombre que le hablaba por tercera vez:
—¡Princesa!
Maxine dio un sobresalto y llevó su vista al lugar de donde provenía la voz: el despacho de su padre.
Gavin Reiner estaba sentado tras su escritorio cuando vio a la pequeña cruzar por enfrente de la puerta. Le preocupó ver su actitud tan acongojada y la llamaba para preguntarle, ¿cuál era la razón por la que estaba triste?
Maxine se apresuró a ir hasta donde su padre se encontraba sentado y sonrió, olvidando por un momento lo que acababa de ver.
—Ven aquí, mi princesa —le dijo él, palmeando su pierna.
Maxine se sentó sobre la pierna de su padre y este rodeó su cuerpecito con sus enormes brazos y depositó un beso en su frente.
—¿Qué te sucede, princesa? —le preguntó—. ¿Por qué estás triste?
Maxine no supo qué responder y decidió bajar la vista hasta sus manos y quedarse callada, lo que le dio más indicios a Gavin para suponer que sí le ocurría algo. Colocó dos dedos debajo de su mandíbula y alzó su rostro para que lo viera a los ojos.
—¿Qué pasó, mi princesa? ¿Qué te hicieron?
Maxine era la luz de los ojos de Gavin. La había amado desde que se enteró que su esposa estaba embarazada. Siempre había deseado ser padre, para poner en práctica el ejemplo que le dio el suyo, que había sido un padre ejemplar. Su sueño era tener una familia numerosa, para darles todo lo que a él jamás se le negó.
Sin embargo, Rosamund no deseaba tener hijos, porque para ella no eran más que un estorbo. Era egoísta y lo quería todo para ella, incluso, la misma atención de aquel esposo al que no amaba. Además, embarazarse suponía arruinar su hermoso y sensual cuerpo. Parir significaba pasar por dolor y tortura, y tener un hijo, aguantar sus berrinches y sus lloriqueos.
El deseo de Gavin y la negativa de Rosamund, llevó al matrimonio a una crisis que los dejó pendiendo de un fino hilo que amenazaba con lanzarlos al precipicio. Gavin estaba a punto de pedirle el divorcio y Rosamund tuvo que ceder, para no perder todo lo que había logrado.
Fue así como Maxine llegó a la vida del matrimonio; para llenar de dicha y felicidad a uno, y para llenar de odio y más amargura a otro.
—¿Qué te sucede, princesa? —repitió Gavin, una tercera vez, tratando de averiguar por qué la luz de sus ojos estaba triste—. ¿Alguien te hizo daño?
Maxine movió la cabeza de un lado a otro y negó. Gavin frunció el ceño y la observó por unos segundos, a través de sus ojos azules, tan parecidos a los de la pequeña. Analizó la situación y se dio cuenta de que ella no le iba a decir lo que sucedía, por lo tanto, prefirió optar por algo diferente.
—¿Quieres un helado? —le preguntó.
La expresión acongojada de la niña cambió en cuestión de segundos. Una sonrisa se dibujó en su boca y sus ojos brillaron de emoción.
—¡De chocolate! —exclamó en respuesta, haciendo chocar las palmas de su manos en un aplauso.
Gavin le devolvió la sonrisa, complacido por haberle arrancado la expresión triste y por poder hacerla feliz. Ella era su mundo y él se desvivía por verla siempre feliz. Le dio un beso en la sien y la levantó de su regazo para tomar su mano y para llevarla a la cocina a servir el helado.
—¿Cuántas bolas de helado vas a querer, princesa? —le preguntó, al abrir el refrigerador.
—Cuatro —respondió ella con entusiasmo, alzando cuatro dedos en dirección de Gavin.
Él asintió y comenzó a servir la torre de helados en un cuenco.
—¿Y tú, no vas a comer, papito? —cuestionó ella, viéndolo por encima de la superficie de la encimera en la cual él servía el helado.
Gavin hizo una mueca de sorpresa y cogió otro cuenco, para servirse helado.
—Voy a comer una —dijo, guardando el helado en el refrigerador—. Pero de pistacho.
Sacó otro contenedor de helado y se sirvió una sola bola, nada más para acompañar a la pequeña. Luego, palmeó encima de una de las butacas y Maxine se acercó. Él la tomó entre sus brazos, la alzó del suelo y la sentó en la butaca. Colocó el cuenco con helado de chocolate frente a ella y después se sentó en la butaca que había al lado contrario, frente a ella. Le dio una cuchara a la pequeña y agarro otra para él.
—Mmm... Rico —se saboreó Maxine.
Metió la cuchara en la primera bola y agarró una porción para llevarla a su boca. Comió bocado a bocado, bajo la mirada apacible de su padre, que disfrutaba de verla feliz. Por su parte, Gavin pensaba en la actitud que tenía su hija antes y hacía suposiciones. Cada una de esas suposiciones lo llevaba a una misma persona: Rosamund.
Tal y como sucedió hace 8 años, su matrimonio estaba pasando por otra crisis. La necesidad de otro hijo y la falta de empatía que la mujer mostraba para con su hija, le estaban pasando factura e iban resquebrajando el matrimonio.
Gavin sabía muy bien que su esposa era bastante frívola y de corazón duro, que le tenía poco amor a su hija y que no le prestaba ningún tipo de interés. También sabía que ella no lo amaba, así como él la amaba a ella. Se debatía entre la idea de pedirle el divorcio por la falta de amor que ella demostraba día con día a su familia y, entre el amor y el deseo profundo y tan intenso que ella despertaba en él.
Era algo tóxico, él lo sabía de sobra. Su esposa, no era la mujer buena y dulce que él creyó que era cuando la conoció y que fingió ser durante los primeros dos años de matrimonio. Los años y la maternidad, habían sacado a relucir su verdadero carácter y, durante los últimos 9 años había estado teniendo esa lucha interna entre lo bueno y lo malo; entre el deber y el deseo, entre soltarla de una vez por todas o continuar este tormento a su lado. Pero, es que solo con imaginar que ella podía ir a parar a los brazos de otro hombre, que ya no iba a poder disfrutar de las noches de lujuria que ella le otorgaba y de que ya no iba a poder llamarla «mía», el corazón se le comprimía.
La amaba y, por más que lo intentara, no podía dejar de amarla. Había luchado en vano contra sus sentimientos, porque cada vez que estaba a punto de ponerle final a esa toxicidad, ella salía con sus chantajes y le prometía que iba a cambiar; que iba a ser la madre amorosa que Maxine necesitaba, que iba a involucrarse en su crianza y que iba a brindarle todo lo que ella necesitaba para que fuera una niña infinitamente feliz; le prometía que iba a poner de su parte para que su matrimonio no se fuera por la borda y que le iba a demostrar que estaba equivocado, que sí lo amaba y que estaba enamorada de él, que no estaba con él únicamente por lo material que le brindaba, sino por un sentimiento genuino.
Rosamund se portaba como esa mujer que prometía que sería durante algunos días, pero, cuando estaba segura de que otra vez tenía a Gavin comiendo de su mano, esa maldita actitud volvía y con ella los problemas del matrimonio. Sin embargo, esta vez Gavin estaba más que decidido a dejarla. Los problemas se habían intensificado y, además, sospechaba que había un tercero en discordia.
Quería descubrirla. Deseaba, fervientemente, saber quién era el hombre que estaba con su mujer, para matarlo. El problema era que, hasta ahora, parecía que Rosamund había hecho muy bien las cosas y había podido mantener muy bien oculta su infidelidad. Gavin no tenía ni una sola prueba, solamente sus sospechas.
—¿Qué es lo que están haciendo, familia? —preguntó un hombre, a la espalda de Gavin, sacándolo del mar de pensamientos en los que se encontraba sumergido.
—¡Tío Gabriel! —exclamó Maxine, feliz y emocionada, al ver al hermano menor de su padre.
Ella adoraba a su tío y parecía que el cariño era mutuo.
—Maxie, Maxie —canturreó él, divertido, cuando ella saltó del taburete y corrió hasta sus brazos para fundirse en un fuerte abrazo.
Gabriel Reiner venía de pasar dos semanas en Dubái, por un viaje de negocios, pues era el segundo al mando de los negocios familiares. Estaba feliz de regresar a Detroit y, sobre todo, de ver a su sobrina.
La llenó de besos y le sonsacó varias risas cuando la alzó en brazos y comenzó a darle giros en el aire.
—¿Me extrañaste, Maxie? —le preguntó, cuando la devolvió al suelo.
—¡Mucho, tío! —exclamó, entusiasmada.
—Yo sabía que al menos alguien tenía que quererme y extrañarme en esta casa —bromeó él, fingiendo dramatismo.
—No tío, los dos te extrañamos —replicó Maxine—. Mi papito también te extrañó. ¿Verdad papito?
—Por supuesto, mi princesa —respondió Gavin, acercándose a ambos.
Rodeó los hombros de su hermano con ambos brazos y lo palmeó, fraternalmente.
—¿Qué tal te fue en el viaje, hermano? —le preguntó Gavin a Gabriel, cuando se separaron.
—Muy bien, hermano —contestó él—. Pero ahorita no hablemos de negocios. Primero debo darle a mi querida sobrina los regalos que le he traído de Dubái.
Maxine comenzó a dar brinquitos, entusiasmada, y ambos hombres rieron.
—¿Qué me has traído, tío? —indagó Maxine, emocionada.
—Vamos a la sala —le dijo él—. Ahí te esperan tus regalos.
Gabriel tomó la mano de Maxine y la llevó lejos de la cocina, hacia la sala común que la familia utilizaba para su entretenimiento o para reuniones familiares. Gavin los siguió y, cuando llegaron a la sala y Gabriel le entregó las bolsas de regalo a Maxine, sonrió al ver lo feliz que su hija estaba gracias a las muñecas, las fragancias y las alhajas con baño de oro que su tío le había regalado.
Luego de unos minutos, de risas, besos y abrazos de agradecimiento, Gabriel se puso en pie y habló:
—Maxie, ¿puedes quedarte aquí, disfrutando de tus regalos, mientras tu papi y yo hablamos de algunas cosas importantes?
Maxine asintió. Todavía sonreía por lo feliz que estaba y, mientras los hombres se levantaron, para salir de la sala, ella se quedó jugando con sus muñecas. Lo último que escuchó, antes de que los hombres terminaran de salir, fue a su tío preguntándole a su padre por Rosamund.
Los hombres se fueron y Maxine se quedó sola, fingiendo las voces de las muñecas y echando sobre su ropa las fragancias con aroma a vainilla, jazmín y rosa.
Pasó una media hora y Maxine escuchó las risas de su madre. Atemorizada y tratando de que esta no la viera, se dispuso a esconderse dentro de un armario.
Un instante después, Rosamund entró a la sala y no venía sola: Un hombre la acompañaba. Maxine no podía ver con exactitud lo que pasaba afuera, ya que solamente podía ver lo que la rendija que formaban las puertas le permitía mirar.
Rosamund y el hombre susurraban, como si no quisieran que alguien escuchara lo que hablaban. Hubo más risitas y luego silencio. Unos segundos después, un jadeo rompió el silencio y el estruendo de dos cuerpos golpeando las puertas del armario, aterrorizaron a Maxine, que no podía ni hablar.
Como pudo, alzó la vista hacia la parte alta de la rendija y pudo ver la parte baja del cuerpo de su madre desnudo y al hombre, que vestía un pantalón beige, en medio de sus piernas.
Las puertas se estremecían por el extraño movimiento que los dos cuerpos producían. Maxine no entendía qué estaba pasando y solamente se quedó ahí, en completo silencio, cerrando los ojos con fuerza y esperando que su madre no se diera cuenta de su presencia.
Los jadeos se volvieron más intensos, al igual que los azotes de las puertas. El hombre gruñía fieramente, como si fuera un animal salvaje que se estaba devorando a su madre. Maxine se llevó las manos a las orejas, tratando de silenciar el ruido. Sin embargo, algo más llamó su atención y provocó que Maxine abriera los ojos. La puerta de la sala se abrió y por ella entró su padre, gritando mil insultos contra Rosamund y contra aquel hombre al que Maxine todavía no había podido verle la cara.
—Tú, maldito hijo de puta —rugió Gavin—. El hombre en el que tanto confiaba, es el que se está revolcando con mi esposa.
Si antes, Maxine estaba atemorizada, ahora estaba horrorizada. Su pequeño corazón golpeaba su boca con fuerza y podía escuchar sus latidos en sus oídos. No podía moverse, era como si se hubiera quedado paralizada. Apenas podía respirar y mucho menos podía gesticular alguna palabra.
Todo se volvió confuso. De repente se quedó sorda, se puso helada y pensó que terminaría cayendo dormida y sin poder despertarse, tal y como le había sucedido a Aurora. Su corazón estaba agitado y, aunque no podía escuchar, por la conmoción, sabía que lo que ocurría allá afuera, era un tremendo caos. Trató de cerrar los ojos otra vez, pero ni eso pudo hacer porque seguía paralizada.
De repente, algo más sucedió. Su padre cayó al suelo, frente a la rendija y Maxine pudo ver sus ojos azules, bien abiertos, viéndola a través de la rendija. Lucía tan extraño; la piel de su rostro estaba roja y las venas se le resaltaban, como si fueran a reventarse. Su boca se abría, mientras jadeaba profundamente, como una de esas personas que salen del agua después de estarse ahogando.
—¡Se está muriendo! —escuchó decir a alguien, pero no pudo reconocer su voz—. ¡Tenemos que llamar una ambulancia!
—¡No! —exclamó Rosamund, exigente—. Deja que se muera. Así podré ser libre y podré estar contigo.
Hubo más silencio y ninguno ayudó a Gavin. Luego, lo que sus ojos vieron a través de la rendija, dejó en ella una imagen que jamás se podría borrar de su memoria.
Rosamund se posó encima del cuerpo de Gavin y oprimió un cojín sobre su rostro. Maxine no entendió y, erróneamente, pensó que su madre estaba ayudando a su padre. Sin embargo, era todo lo contrario.
Más que el preinfarto, lo que provocó que Gavin dejara de respirar, fue aquel cojín que lo asfixiaba. Una lágrima solitaria rodó por su mejilla, antes de soltar su último aliento de vida; no porque iba a morir, o porque quien estaba acabando con su vida era la mujer que amaba, sino, por su pequeña princesa. Sabía que ahora que se quedaba sin él, nadie podría velar por ella y quedaría sola ante el mundo y contra aquella mujer que la odiaba, tanto como lo había odiado a él.
Cuando Rosamund estuvo segura de que Gavin había dejado de respirar, se levantó de encima de él. Volvió a colocar el cojín de donde lo había tomado antes y observó lo que había hecho. Por un momento sintió culpa. Sin embargo, la culpa duró lo mismo que una estrella fugaz cruzando el cielo. Soltó un chillido estridente, en tanto daba un brinco, y luego comenzó a reír como una desquiciada.
—¡Soy libre! —exclamó—. Y ahora, todo lo de Gavin será mío.
—Tenemos que salir de aquí, antes de que alguien nos descubra —masculló el hombre.
Maxine escuchó los pasos apresurados alejándose, la puerta siendo cerrada y luego hubo silencio. Un terrorífico silencio. Pasaron muchos minutos, antes de que pudiera reaccionar y retomar el control de su cuerpo para poder moverse.
Cuando lo logró, se levantó del suelo en el que estaba ovillada, abrió las puertas del armario y salió, para encontrarse con el cuerpo inerte de su padre.
—¿Pa-Papi? —lo llamó, en un hilo de voz.
Gateó hasta colocarse a su lado y se arrodilló. Llevó sus manos hasta su pecho y lo sacudió, tratando de hacer que reaccionara.
—¿Papi? —volvió a llamarlo, sollozando—. ¿Papito?
Lo sacudió con más intensidad, pero no obtuvo ninguna respuesta. Le dió un beso en la boca, creyendo que quizá dormía como Aurora y que con un beso de amor, él despertaría. Pero..., nada. Gavin no despertó, ni volvería a despertar jamás.
Las lágrimas recorrieron las mejillas de Maxine y esta se echó sobre el pecho de Gavin, llorando amargamente y pidiéndole que abriera sus ojos, suplicándole que le hablara y que, por favor, no la dejara sola.
Maxine lloró, hasta que las lágrimas se secaron en sus ojos, hasta que la tibieza de Gavin se esfumó y su cuerpo se volvió frío.
Ella continuaba aferrada a él con fuerza, cuando Gabriel entró a la habitación y la encontró. La tomó en sus brazos y luchó para que se soltara. No hubo palabras, únicamente hubo más llanto y dolor.
Maxine no quería separarse de su cuerpo, ni siquiera porque quien se lo estaba pidiendo y trataba de controlarla y consolarla, era su querido tío.
Finalmente, Gabriel logró arrancarla del cuerpo de Gavin y la sacó de aquella habitación. La abrazó con fuerza y le prometió que todo iba a estar bien. Que él estaba con ella y que jamás la iba a dejar sola, que siempre la iba a proteger, como lo hizo su padre.
Sin embargo, nada de eso lograba consolarla. Ella sabía que toda su vida se había acabado.