Me alisté como un rayo cayendo contra el suelo.
No pensé. Solo actué. Dejé a mi hermano con la pregunta a medias y a mi madre gritándome desde la cocina, exigiendo que volviera para escuchar lo que Ángel tenía que decirme. Pero mis piernas ya habían tomado su propia decisión, como si todo mi cuerpo llevara días acumulando la urgencia de moverme, de hacer algo que no fuera quedarme encerrada en esa casa apagada.
Corrí bajo la lluvia sin detenerme.
Me empapé antes siquiera de llegar a la parada del autobús. El agua me corría por la cara, por el cuello, por los dedos entumecidos mientras esperaba a que llegara el bus. A esa hora, la ciudad parecía un animal dormido, apenas iluminado por los faroles amarillentos que volvían la lluvia más densa, más fría, más real.
Crucé la ciudad entera con el corazón desacompasado. Cada sacudida del autobús hacía que mi pecho se sintiera más hundido. Cuando llegué frente al edificio viejo donde vivía Marco, apenas eran las ocho. Me quedaba una hora. Una hora bajo la lluvia, sola en una calle angosta y silenciosa, viendo cómo mi respiración formaba nubes débiles en el aire húmedo.
No me importaba. No me importaba que Marco me encontrara llorando bajo la lluvia.
No había llorado desde que descubrimos la desaparición de mi padre. Desde entonces, había sostenido cada lágrima como si admitirlas fuera aceptar algo que todavía no estaba lista para enfrentar.
Quizá por eso, cuando vi la figura de Marco avanzando por la calle oscura hacia su edificio, algo dentro de mí simplemente se aflojó. Él se detuvo de golpe al verme. La expresión que cruzó su rostro fue una mezcla de sorpresa y preocupación… y algo más profundo, como si no esperara que realmente fuera a aparecer después de aquella llamada.
—Alessia… —susurró, con el paraguas a medio abrir, empapado igual que yo.
Su voz sonó distinta. Demasiado seria.
Lo que siguió después no me lo esperaba.
Marco me abrazó como nunca lo había hecho antes. Su paraguas cayó a un lado, rodó sobre el pavimento mojado y se llenó de agua en segundos, pero él no pareció notarlo. Yo tampoco. Lo único que sentí fue el calor de sus brazos envolviéndome mientras mi llanto se desbordaba sin control, como si la lluvia hubiera decidido salir también desde adentro de mí.
Mis sollozos eran incontrolables. Dolían. Rasgaban. Y aun así, por primera vez en diez días, no traté de detenerlos.
No sé cuánto tiempo pasó. Segundos, tal vez minutos. El llanto fue aflojándose poco a poco, como si hubiera agotado lo que quedaba de aire en mis pulmones. Cuando levanté la mirada, Marco seguía allí, igual de empapado, con el cabello pegado a la frente y la camisa capaz de escurrir litros. Pero lo que más me llamó la atención fue que no se atrevió a mirarme directamente.
Como si él también cargara algo pesado.
Cuando me separé, él respiró hondo, sacó las llaves del bolsillo y ambos subimos las escaleras del edificio. Nuestros pasos mojados resonaban en el pasillo, y cada gota que caía de nuestra ropa marcaba el ritmo de mi respiración aún entrecortada.
Marco abrió la puerta de su departamento con un movimiento apresurado, dejando caer las llaves y el bolso sobre la mesa de la entrada. Yo me quedé quieta, sin entrar del todo. La luz cálida del apartamento contrastaba con la oscuridad fría del pasillo, y por un momento solo escuché el goteo constante de mi ropa formando un pequeño charco en el piso.
Él estaba igual. Empapado, cansado… preocupado.
—Necesitas cambiarte —murmuró, acercándose a mí con pasos lentos. Sus manos se posaron en mis brazos, cálidas a pesar de lo mojado —. Ve a la habitación de invitados. Allí seguramente dejaste ropa.
Asentí sin decir nada.
Había dejado un par de prendas viejas meses atrás, cuando solíamos estudiar juntos para exámenes o ver películas hasta muy tarde. Recordarlo me provocó una punzada extraña en el estómago… una mezcla de nostalgia y miedo.
Marco me guió suavemente hacia el corto pasillo que llevaba a la habitación. Sus dedos me soltaron con cuidado, como si temiera que yo volviera a romperme.
—Date un baño caliente —agregó con la voz más baja que le había escuchado —. Yo… prepararé algo. Y luego hablaremos.
Sus palabras se quedaron suspendidas en el aire frío de la entrada de la habitación.
Hice lo que me pidió, y en el fondo deseé no amanecer enferma al día siguiente. Los músculos me dolían como si hubiera cargado peso por horas; todo mi cuerpo estaba entumecido. Era como si el llanto —ese que había evitado durante diez días— hubiera abierto una compuerta que había mantenido oxidada a la fuerza. Y ahora, el dolor pasaba la factura.
El miedo seguía allí, adherido a mi piel como el frío.
El solo pensamiento de que mi padre podría estar… Me obligué a cortar la idea antes de que la palabra se formara. No quería decirla. No quería darle poder.
Solté un suspiro áspero mientras me metía al baño. El vapor llenó el pequeño espacio, empañando el espejo, y por un instante deseé que la neblina me tragara a mí también.
Me bañé lo más rápido que pude. No confiaba en mí misma lo suficiente como para cerrar los ojos por mucho tiempo. La ansiedad me subía por la garganta en oleadas irregulares, como si mi propio cuerpo estuviera peleando por mantenerse entero.
Sabía que Marco notaba ese estado en mí. Y estaba segura —quizá injustamente, quizá no— de que había una parte de él que lo estaba disfrutando. No por maldad, sino por… lo predecible que era mi reacción ante la desesperación. Marco siempre había querido sentirse útil. Necesario. El héroe silencioso de alguien.
Y hoy, yo era exactamente eso: alguien rota que necesitaba respuestas.
Terminé de vestirme con la ropa vieja que encontré en el clóset: un buzo ancho y un pantalón de algodón que me quedaba un poco grande. Aun así, la tela seca me dio un mínimo de consuelo.
Secándome el cabello con la toalla, escuché los ruidos de la cocina. Olor a algo salteándose. Golpes de utensilios. El chasquido del aceite. Marco cocinando, siempre concentrado, siempre intentando calmar el ambiente a través del estómago de los demás, era casi tranquilizador.
Casi.
Pero había algo más bajo la superficie. Algo en la forma en que se movía allá afuera. En el silencio tenso que se filtraba de la sala hacia el pasillo.
Marco no estaba tranquilo. Marco estaba nervioso.
Su mirada se encontró con la mía por unos segundos. Los suficientes para entender que algo no estaba bien.
La sonrisa que siempre usaba para tranquilizarme. Esa media curva suave que me daba un respiro incluso en los peores días de la cafetería, ni siquiera logró formarse. Se quedó atascada en una mueca temblorosa, como si la intención hubiera muerto antes de llegar a sus labios.
Marco se movía de un lado a otro en la cocina, dando pasos cortos, torpes, sin rumbo. Abría un cajón, lo cerraba. Revisaba la hornilla apagada. Tocaba un plato, lo soltaba. A veces parecía olvidar lo que estaba buscando.
Podía ver su cabeza trabajando frenéticamente, formulando escenarios, ordenando frases, descartando otras. Era evidente que la conversación le pesaba. Pero no entendía por qué estaba tan nervioso.
—¿Me dirás…? —pregunté con la voz más firme que pude reunir.
—Solo un segundo —respondió él sin mirarme, mientras servía la comida que ya estaba lista.
También se había cambiado: pijama de seda azul oscuro, el que siempre mencionaba que era “demasiado suave como para no usarlo todos los días”. Todo parecía normal.
Excepto nosotros. Nuestras mentes eran un desastre.
Nos sentamos en la mesa. El olor era agradable. pastas con algo cremoso, pero mi estómago llevaba días en huelga. Sentía que había perdido peso sin darme cuenta. Que mi cuerpo simplemente había decidido apagarse poco a poco.
Marco lo sabía. Lo veía. Por eso se esforzaba.
Pero no pude tocar el plato.
Él tragó saliva, apoyó los codos en la mesa y entrelazó las manos, como si le temblaran.
—Estuve buscando la forma de ayudarte desde que me contaste lo de tu padre —comenzó, con la voz baja, como si temiera que alguien lo escuchara desde afuera —. Tal vez… si lo que dicen los policías es cierto… podrías, tal vez, buscar a Luca.
¿Luca?
Mi ceño se frunció de inmediato, mis ojos dispararon hacia él.
Marco no sonreía. No se trataba de una exageración, ni de una idea desesperada de último minuto. Hablaba completamente en serio.
—Lu-Luca Moretti —añadió, tragando aire como si le ardiera la garganta.
—Sé quién es —solté, tajante. Después me cubrí el rostro con las manos, presionando mis sienes —. ¿Estás loco?
La pregunta salió más rota que furiosa.
Pero por dentro… Yo sí había sentido miedo.
Miedo real. Frío. Ese que se engancha en la columna vertebral y no te suelta.
Porque nombrarlo… Nombrar a Luca Moretti… Era como abrir una puerta que nadie debería tocar.
Luca Moretti era una persona temida en la ciudad… para no decir en el país entero y más allá. Su nombre solo, pronunciado en voz alta, tenía el efecto de apagar conversaciones, de hacer que la gente bajara la mirada o cambiara de tema como si temieran que él pudiera escucharlos desde cualquier parte.
Su familia era millonaria. Empresas, restaurantes, hoteles, discotecas, constructoras… Todo, absolutamente todo, parecía tener su apellido estampado, como una advertencia y una firma de propiedad. Y aunque oficialmente se movían como empresarios impecables, todos sabíamos que había un submundo debajo de ese brillo: uno controlado por él.
Nadie se atrevía a hacer nada que pudiera disgustarlo. Ni siquiera los que presumían tener poder.
Meterse con él era como entrar por la puerta principal al infierno… y encontrarse cara a cara con el mismísimo diablo Moretti gobernando el fuego.
Marco tragó saliva, nervioso, mientras yo aún sostenía mi cabeza entre las manos.
—Alessia… —murmuró, casi disculpándose.
—¿Estás escuchando lo que dices? —mi voz salió más alta de lo que esperaba, quebrada, salpicada de incredulidad—. ¿Yo? ¿Con él? ¡Marco, por favor!
Él se inclinó hacia adelante, bajando la voz al punto de un susurro.
—Sé lo que significa… sé quién es —admitió—. Créeme que lo sé. Pero también sé otra cosa: si alguien puede encontrar a tu padre… es él.
Sentí un escalofrío recorrerme los brazos. No por la lluvia que aún mojaba parte de mi cabello… sino por la idea misma de acercarme a un hombre como Luca.
—No quiero deberle nada —dije entre dientes—. A nadie como él.
Marco me miró fijamente, y esa incomodidad en su rostro no era solo miedo… era culpa.
Culpa.
—Alessia… —su voz se quebró apenas—. No es solo que él pueda ayudarte…
Levanté la mirada, sintiendo que mi pecho se apretaba.
—Marco… ¿qué hiciste?
Él cerró los ojos un segundo, como si le costara hablar.
Cuando volvió a mirarme… algo en su expresión cambió.
—Luca ya sabe lo de tu padre —confesó en un susurro que heló la habitación—.
Y… preguntó por ti.