Capitulo 1
El día era lluvioso y la voz de mi hermana Sofía sonaba distante, como si viniera desde el fondo de un pozo. Apenas había oído una palabra de todo lo que ella había soltado en la última hora. Mi madre y mi hermano mayor, Ángel, estaban igual de destrozados que yo, cada uno sumido en su propia forma silenciosa de dolor.
La pequeña sala donde estábamos reunidos parecía haberse encogido. El techo bajo, las paredes color crema que mi madre pintó años atrás, las fotos familiares torcidas por la humedad… todo daba la sensación de un hogar que trataba de sostenerse pero que se caía en pedazos con nosotros. El olor a café frío y lluvia mojaba el aire. Las cortinas, empapadas por la gotera de la ventana, dejaban entrar una luz gris que hacía ver todo más triste, más pesado.
Sofía aún no sabía nada de lo que sucedía realmente. Su mirada inocente iba de un rostro a otro, buscando respuestas en lugares donde ya no quedaba nada. Nadie —ni siquiera Ángel— lograba articular alguna frase coherente sobre lo que había pasado con mi padre.
Él llevaba desaparecido diez días, y las horas seguían contando como golpes sordos en mi cabeza. Ni Ángel ni mi madre sabían dónde buscar. Yo tampoco. Y ese desconocimiento era como una mano invisible apretándome la garganta.
La policía ya había cerrado el caso, archivándolo como si mi padre fuera solo otro número. Cada vez que pensaba en eso, el estómago se me contraía. Me daba escalofríos imaginar que mi padre podría estar muerto… que tal vez ya lo estaba, mientras nosotros seguíamos aquí, atrapados entre paredes húmedas, sin hacer nada.
—¡¿Mamá?! ¡Hola! —Oí la voz de Sofía tan aguda que me hizo doler los tímpanos—. Te estoy diciendo que la directora hoy me llamó a dirección y dijo que papá debe tres meses de cuota escolar...
Mi madre soltó un suspiro largo, cansado, y se llevó ambas manos al rostro como si ese fuera el colmo en medio de todo lo que ya estaba desmoronado. Sentí una punzada en el pecho, porque no era su culpa; nada de esto lo era.
Miré a Ángel. Sostenía la taza de café frío con la mano temblorosa, los nudillos blancos por la fuerza con la que apretaba la porcelana. Su mirada estaba clavada en las galletas que mi madre había horneado más temprano intentando despejar su cabeza, aunque todos sabíamos que era inútil. Solo Sofía se había atrevido a tomar una; la mordió, pero ni siquiera se la terminó. Aun así, vi la mueca que se le escapó, como si hasta el sabor se hubiera vuelto extraño.
—Iré a tu escuela mañana para pagar las cuentas —dijo Ángel con voz tensa. Mi madre quiso negar de inmediato, pero él la detuvo con una mirada—. Creo que es momento de decirle…
—¿Decirme qué? —insistió Sofía, removiéndose en su asiento a mi lado—. ¿Papá estuvo llamando y no me dijeron nada? Él nunca hace eso, y tampoco se queda tanto tiempo fuera de casa por trabajo…
El nudo en mi pecho se apretó. Nadie hablaba. Nadie quería ser quien rompiera el último pedazo de normalidad que le quedaba a ella.
Así que lo hice yo.
—Nuestro padre desapareció, Sofía.
Mi voz salió seca y áspera, como si cada palabra arrancara algo dentro de mí. Sentí la garganta quemándome al pronunciarlo, y aun así no me atreví a mirarla. No soportaría ver cómo se apagaba su expresión, cómo se rompía.
Me levanté de la mesa dejando mi taza sin tocar. El olor a café frío y humedad se pegó a mi ropa mientras caminaba hacia el pasillo angosto que llevaba al baño y a las habitaciones. Los pasos me retumbaban en los oídos, igual que la voz aguda de Sofía que se elevó detrás de mí.
—¡¿Qué significa que desapareció, Alessia?! —gritó, su voz quebrándose—. ¡¿Dónde está papá?!
Pero yo seguí avanzando, incapaz de enfrentarla. Cada palabra suya era otra g****a en algo que ya estaba roto.
La puerta de mi habitación se cerró a mi espalda, ahogando el llanto y los gritos de Sofía pidiendo una explicación.
Me sentía tan cobarde.
Tan miserable por no quedarme con ella, por no abrazarla y sostenerla antes de que se destrozara igual que todos nosotros. Pero yo también estaba rota. No quedaba casi nada dentro de mí que pudiera ofrecerle.
Me dejé caer contra la puerta, respirando entrecortado. El silencio de mi cuarto era sofocante, pesado, como si las paredes absorbieran el dolor que se filtraba desde el fondo de la casa. Afuera seguía lloviendo; las gotas golpeaban la ventana con insistencia, marcando un ritmo que no me dejaba pensar.
Los informes policiales solo decían lo mismo una y otra vez: que mi padre tenía deudas. Que, tal vez… tal vez se había relacionado con alguien peligroso en los últimos meses para pagarlas.
Ninguno de nosotros podía creer eso.
Mi padre no podía estar metido en la mafia. No podía haberse involucrado con algo parecido. Ese no era él… ¿o acaso nunca lo conocimos realmente?
Sacudí la cabeza, negándome a siquiera considerar esa idea.
Siempre quiso que su negocio creciera, que nosotros estuviéramos orgullosos de él. Y lo estábamos. Mi madre, sobre todo, lo había amado incluso cuando no tenía nada. Ella siempre decía que él valía más que cualquier fortuna que pudiera construir.
Ángel, mi hermano mayor, estudió para convertirse en empresario y ayudarlo desde otro ángulo, desde un futuro más grande. Pero después de su desaparición, Ángel tuvo que tomar las riendas del negocio sin preparación, sin ganas, sin tiempo de llorar.
Y yo… yo no sabía qué hacer. No sabía cómo sostenerlos a todos cuando apenas podía sostenerme a mí misma.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos por las vibraciones insistentes de mi celular sobre el escritorio. El sonido era tan discordante con el silencio de mi habitación que por un segundo me sobresalté. Cuando me acerqué, vi el nombre de la persona que llamaba y solté un bufido cansado antes de contestar.
—Querida, no quiero ser aguafiestas pero… —Marco soltó un suspiro largo, dramático, del otro lado de la línea—. Pia está insoportable preguntando por ti.
Rodé los ojos aunque él no pudiera verlo. Me pasé una mano por la cara, sintiendo la piel tirante por tantas lágrimas secas.
—Hoy es mi día libre, Marco —intenté decir con una voz que hacía días no salía tan ligera y sin temblar.
Marco era mi compañero en la cafetería del centro, la misma donde mi padre paraba cada mañana. Él lo saludaba con una palmada en la espalda y un “lo de siempre”, como si ese pequeño ritual estableciera el tono del día. Desde que mi padre desapareció, las mañanas allí se habían vuelto silenciosas, incluso el café sabía diferente. Marco era el único fuera de mi familia que sabía lo que estaba pasando. El único que veía en mis ojos que ya no dormía.
—Lo sé, pero te quiere aquí… —su voz bajó un poco más, como si Pia pudiera escucharlo a través de las paredes.
—No iré…
Me alejé el celular de la oreja, lista para dejarlo caer en algún rincón de la habitación, entre la ropa desordenada y los papeles que se acumulaban desde hacía días. Estaba a nada de lanzarlo cuando la voz de Marco irrumpió con urgencia:
—¡Espera, Alessia!
Me quedé quieta. Él solo levantaba la voz así cuando realmente era importante. Me acerqué el celular otra vez a la oreja, aunque sentía el corazón acelerándose sin motivo aparente.
—Creo que… tengo a la persona perfecta para ayudarte si quieres encontrar a tu padre…
Mi piel se erizó de inmediato. Era como si el aire frío de la habitación hubiera cambiado de densidad. La garganta se me cerró y, por un instante, escuché con demasiada claridad la respiración nerviosa de Marco. Hueca, amortiguada… como cuando se escondía en el cuarto de limpieza para que Pia no lo viera “perdiendo el tiempo” en horario laboral.
Tragué saliva.
—Dime. ¿Qué sabes?
El silencio se volvió tan pesado que me desesperó. Caminé hacia la ventana, vi la lluvia golpear el vidrio, tamborileando como un reloj impaciente.
—No por aquí, Alessia —dijo finalmente Marco, en un murmullo casi conspirativo—. Hablemos en un lugar más privado. Llegaré a mi casa a las nueve… prepararé algo por si quieres comer.