Leonid Volko ajustó su traje oscuro con movimientos precisos. Como hijo mayor de Allington Volko, el fundador de la temida mafia Volko, el peso de mantener el control recaía sobre él.
La familia dominaba Iliria y las rutas del Este, extendiendo su sombra de poder y miedo por toda la región.
Desde la muerte de su padre, Leonid había tomado el liderazgo, enfrentándose incluso a la rebelión de su hermano menor, Lyrius. Aunque la traición desató una guerra familiar, Leonid, al final, mostró misericordia, permitiéndole regresar al hogar.
Ahora, la apariencia de unidad entre los tres hermanos —Leonid, Mateus y Lyrius— era solo eso: una apariencia.
Al salir de su mansión, escoltado por sus guardias, Leonid marcó el número de sus hermanos. Su tono era firme, como un líder dando órdenes.
—Mateus, encárgate de las finanzas y las negociaciones con la mafia albanesa. Lyrius, te asigno los tratos con los italianos. No quiero problemas, y no cedan ni un milímetro.
—¿Y tú, hermano? —preguntó Lyrius con cierta sospecha en la voz.
Leonid suspiró.
—Tengo asuntos personales que atender. Estaré fuera al menos una semana. Los contactaré si es necesario.
Sin esperar respuesta, colgó. Miró a Reagan, su guardia personal.
—Nadie debe saber a dónde voy. Es crucial.
—Entendido, señor. Cumpliré su orden.
***
En el norte de Iliria, rodeado de montañas, estaba el pequeño pueblo de Montaña negra. En lo alto, casi perdido entre los picos, se encontraba una cabaña rústica.
Serena despertó con el frío del amanecer filtrándose por las ventanas.
Se levantó, lavó su rostro y preparó agua caliente para un baño. Su vida era simple pero autosuficiente.
Con su padre ausente por largos períodos, había aprendido a cazar, pescar y sobrevivir sola desde niña. Miró la fotografía de su padre, una presencia constante incluso en su ausencia.
Sin embargo, el sueño que había tenido seguía rondando su mente: lo veía herido, pidiendo ayuda, y ella incapaz de salvarlo.
—Son solo sueños —murmuró, intentando calmarse. Pero la inquietud persistía.
Tomó su arco y flecha y salió al bosque. Los sonidos de la naturaleza eran su compañía habitual, hasta que escuchó un ruido entre la hierba. Preparó su arco con destreza, segura de que era un zorro, pero justo antes de lanzar la flecha, un disparo resonó en el aire.
El zorro huyó, y Serena se quedó inmóvil, su corazón latiendo con fuerza.
Entonces escuchó un grito desgarrador.
—¡¿Papá?! —exclamó, su voz temblando.
No sabía por qué, pero le pareció reconocer la voz de su padre. Sin pensarlo, corrió hacia el origen del sonido.
El viento azotaba su rostro mientras atravesaba el bosque.
Finalmente, llegó a un claro donde un hombre yacía en el suelo, herido.
Cerca de él, una serpiente venenosa se retorcía, amenazante. Sin dudarlo, Serena sacó el machete que siempre llevaba consigo y la abatió de un golpe.
Se arrodilló junto al hombre y vio la mordedura en su tobillo. Su piel ya comenzaba a oscurecerse. Miró su rostro: estaba sudoroso, desorientado, pero no parecía tener fuerzas para resistirse.
—Tengo que llevarte a la cabaña —murmuró con determinación.
Con gran esfuerzo, logró que el hombre se apoyara en ella y caminaran juntos. Él apenas podía mantenerse en pie, arrastrando su cuerpo con dificultad.
Cada paso era un desafío, pero Serena no se detuvo hasta llegar a su hogar.
Una vez dentro, lo ayudó a tumbarse en la cama. Sus manos temblaban mientras buscaba el botiquín.
Los recuerdos de su infancia acudieron a su mente: su padre enseñándole cómo administrar antídotos y tratar heridas.
Sabía que estaba preparada, pero la situación era distinta. Este no era un animal herido ni una práctica. Era un hombre real, al borde de la muerte.
Diluyó el antídoto con suero y lo administró cuidadosamente por vía intravenosa, siguiendo al pie de la letra lo que su padre le había enseñado.
Mientras lo hacía, su mirada se posó en el rostro del desconocido: era joven, de algunos treinta años, con rasgos marcados y una presencia que, incluso en su estado débil, imponía respeto.
Pasó una hora antes de que el color en su tobillo comenzara a mejorar.
Serena lo vigilaba, agotada pero aliviada.
Entonces, el hombre abrió los ojos de golpe. Sus miradas se cruzaron, y él murmuró con voz quebrada:
—¿Eres un ángel?
Ella negó con la cabeza, intimidada.
Pero antes de que pudiera reaccionar, él la atrajo hacia sí, sujetándola con más fuerza de la que imaginó que le quedara.
La confusión y el miedo se mezclaron en su interior cuando sintió sus labios sobre los suyos, desesperados, como si intentara aferrarse a la vida misma a través de ella.
Sus ojos permanecieron abiertos, incrédula.
¿Así era como debía ser su primer beso?