Cuando el hombre abandonó sus labios, su cabeza cayó pesadamente sobre la almohada, sumergiéndose en un sueño profundo.
Serena retrocedió de inmediato, sus ojos abiertos de par en par mientras su respiración temblaba. Tocó sus labios con dedos temblorosos, aun sintiendo el calor y la firmeza del contacto.
El extraño parecía mucho más tranquilo ahora. Su respiración, antes irregular y marcada por la fiebre, se había estabilizado.
La temperatura de su cuerpo había bajado.
Lo había salvado.
Pero… ¿A qué costo?
Durante un largo rato, permaneció inmóvil, observándolo desde una prudente distancia.
Su rostro, relajado por el sueño, revelaba una mezcla de dureza y vulnerabilidad.
Serena lo estudió con detenimiento.
Parecía tener unos treinta años, sus cabellos oscuros caían sobre su frente, y su piel apiñonada contrastaba con sus facciones afiladas. Era atractivo. Demasiado atractivo, pensó.
Se apartó de golpe, casi como si la idea misma la quemara.
«¿Qué estoy pensando? Apenas lo conozco. Podría ser peligroso», se recriminó.
Con un suspiro que intentó calmarla, salió de la habitación, sintiendo un rubor que no lograba controlar.
Se dirigió al pequeño sofá donde solía descansar en la cabaña y se dejó caer pesadamente, cerrando los ojos.
—Papá siempre me decía que no confiara en extraños… —murmuró, abrazándose las piernas—. Y menos en hombres desconocidos. ¿Y si me quiere hacer daño?
El peso de las dudas y el cansancio se combinaron, y aunque intentó mantenerse alerta, el sueño la venció irremediablemente.
***
A la mañana siguiente
Leonid abrió los ojos.
El primer pensamiento que cruzó su mente fue un mareo pesado que lo llevó a cubrirse el rostro con las manos.
Todo dolía. La fiebre había desaparecido, pero la debilidad seguía instalada en sus huesos.
Se obligó a sentarse.
Su mirada cayó sobre su pantalón rasgado y el piso de madera desgastada.
«¿Dónde estoy?»
El recuerdo llegó a él de golpe: la serpiente, el dolor, la lucha por sobrevivir. Y luego, la mujer. Ese rostro angelical y esos labios…
«La besé», pensó con una mezcla de confusión y culpa.
Había estado delirando, atrapado entre el sueño y la fiebre, pero la imagen era demasiado vívida.
Se levantó lentamente, buscando su saco. Dentro de uno de los bolsillos estaba la pistola que nunca soltaba. Era su seguro, su única constante en un mundo lleno de traiciones.
La empuñó con cuidado mientras avanzaba hacia la puerta. No confiaba en nadie. No podía permitírselo.
Al salir al salón, sus ojos se encontraron con la joven recostada en el sofá.
Serena dormía profundamente.
Leonid se detuvo. Su mirada vagó por el rostro de la muchacha: facciones delicadas, labios suaves y una fragilidad que contrastaba con su propia realidad.
—Salvaste mi vida —murmuró, apenas consciente de sus palabras.
Dejó un fajo de billetes sobre la mesa de madera, suficiente dinero como para cubrir cualquier deuda que pudiera tener.
También escribió una nota apresurada, el único gesto de agradecimiento que se permitió antes de marcharse.
***
Serena despertó poco después
El frío de la mañana la hizo estremecerse, pero lo que la sacó de su confusión fue la sensación de vacío.
El sofá estaba helado, como si algo faltara. Se levantó de un salto y corrió hacia la habitación.
Estaba vacía.
—¿A dónde se fue?
La joven regresó al salón, donde su mirada encontró el dinero en la mesa.
Era una cantidad exorbitante, más de lo que había visto en toda su vida. Junto al fajo de billetes, una nota simple:
«Gracias por salvarme.
Volko»
—¿Volko? —repitió en voz baja, tocándose los labios.
El recuerdo del beso la golpeó con una fuerza que le hizo temblar las manos. Algo dentro de ella se revolvía, una mezcla de vergüenza, curiosidad y miedo.
***
Lejos de allí, Leonid se reunió con sus hombres en las afueras del bosque. Reagan fue el primero en correr hacia él.
—¡Señor! Estábamos angustiados. Pensamos que…
—La bestia encontró un corderito —interrumpió Leonid, con una sonrisa irónica en los labios.
—¿Señor?
—Nada que entiendas. Vámonos. Necesito que encuentren información sobre Serena Sorokyn.
La mención del nombre hizo que Reagan dudara.
—Sobre eso, señor… Hay un problema.
Leonid se detuvo en seco, su mirada fija en el rostro de su subordinado.
—¿Cuál?
—Llamaron de Milán. Sorokyn dejó un testamento. Lo menciona a usted… y al parecer hay algo importante que debe ver.
—Está bien. Vamos
***
En Milán
Al día siguiente.
El abogado lo recibió.
—Señor Volko, el señor Sorokyn ha dejado toda su fortuna a nombre de su hija, Serena Sorokyn. Sin embargo, usted ha sido designado como su albacea legal hasta que ella cumpla dos condiciones: casarse y tener un hijo.
Leonid tomó los papeles sin decir una palabra, firmándolos con la misma indiferencia con la que sellaba tratos en su mundo.
Pero fue la carta que le entregaron después lo que realmente captó su atención.
Cuando estuvo en el auto, la abrió.
«Leonid:
Sé que no confías en mí.
Pero te he dejado a cargo de mi hija por una razón. Ella es inocente. A pesar de lo que creas, sé que tu corazón es bueno. No serás capaz de lastimarla. En algún lugar del bosque o la cabaña dejé algo que te ayudará a entender sobre nuestra rencilla, podrás ver la verdad, y salvarte, pero, es tu turno buscarlo.
Buena suerte, hijo».
Leonid apretó la carta con fuerza.
—¡Volvamos a Cirna Gora!
Mientras el jet despegaba, Leonid miró por la ventana.
«Serena… Es hora de que pagues por los pecados de tu padre y conozcas a la bestia».