El comienzo de mi infierno.

1686 Palabras
Alessia Konstantino. Estaba completamente enfadada. No, enfadada no: furiosa.Toda la fiesta, el lujo, las risas, la música... todo era una farsa cruel. Las luces doradas, las copas de champán, los invitados felicitándonos como si esto fuera un cuento de hadas. Yo no podía respirar. No podía creerlo. Me había casado con ese miserable bastardo de Suleiman.Lo odiaba. Odiaba su sonrisa, su voz, su mirada de superioridad, pero lo que más odiaba era saber que mi padre me había mentido. —¡Tú lo sabías! —le grité en cuanto logré acorralarlo en una galería lateral del palacio, lejos de las miradas—. ¡Me engañaste, papá! ¡Me dijiste que sería Mustafa, que todo estaba arreglado! ¡Y me vendiste al bastardo que le robó el trono! Stravos se giró despacio, con esa calma helada que siempre me había puesto los nervios de punta. —Baja la voz, Alessia. —¡No! —las lágrimas me ardían en los ojos, pero no las dejaría caer—. ¡No pienso callarme! ¡No quiero a ese hombre! ¡No quiero ser su maldita esposa! —¡Calmate, Alessia! ¡Mustafa era muy débil para ser el Sultán y...! Mi voz resonó por las paredes de mármol, como un eco de pura rabia. Golpeé la mesa cercana, haciendo temblar las copas de cristal. —¡Has arruinado mi vida! ¡Me has usado como si fuera una ficha de ajedrez! Stravos avanzó lentamente hacia mí, sin perder la compostura. Sus ojos, fríos y oscuros, me atravesaron como una hoja afilada. — ¿Arruinado tu vida? —repitió, con un deje de incredulidad y fastidio—. Alessia, te advertí más de una vez que esto no era un juego. —¡Claro que lo es para ti! ¡Tú lo manejas todo, incluso a mí! —No te atrevas a decir eso —su tono bajó, grave, como un trueno contenido—. Te pregunté muchas veces qué querías, Alessia. ¿Lo recuerdas? Yo parpadeé, confundida, aún temblando. —Dijiste que querías ser Sultana. Que querías poder, respeto, un trono. Que no querías vivir a la sombra de nadie. —¡No así! ¡No con él! —¿Y cómo, entonces? —su voz se volvió dura—. ¿Jugando a ser princesa mientras desperdicias tu vida? Te di oportunidades, Alessia. Te inscribí en las mejores universidades, te rodeé de los mejores maestros… y lo único que hiciste fue abandonar dos veces por fiestas, por caprichos, por banalidades. Me quedé helada. Su tono era tan severo que me sentí pequeña, humillada. —Tienes veinticuatro años —continuó, implacable— y no has hecho nada por ti misma. Lo único que has querido siempre es ser admirada. Pues bien, ya lo eres. Todo un reino te admira. —¡No me hables así! —grité, sin poder contenerme. Golpeé el suelo con el tacón, igual que cuando era niña—¡No pienso dormir con ese hombre, no pienso mirarle, no pienso ni respirar el mismo aire! Stravos suspiró, cerrando los ojos un instante. Luego me sujetó los hombros con fuerza, obligándome a mirarle. —Cálmate, Alessia. —¡No! —Cálmate —repitió, esta vez con esa voz autoritaria que no admitía réplica—. Ya es tarde. La ceremonia está hecha. Ahora eres la Sultana de Al-Qadar. Yo solté un sollozo ahogado, llena de rabia y frustración. —No quiero ser Sultana. —Sí, sí que quieres —dijo con fría certeza—. Solo que aún no sabes lo que cuesta. —¿Qué está pasando aquí…? —pregunta mi madre al entrar, con esa elegancia innata que siempre impone silencio. Su cabello oscuro brilla bajo las luces del salón, y sus ojos grises esa mezcla de gris y azul me analizan con calma, aunque percibo la preocupación escondida tras su compostura. A su lado camina Helena, mi hermanita, la veo como una niña a pesar de que ya tiene dieciséis años. Con su vestido color marfil y sus grandes ojos idénticos a los de papá. Se parece tanto a él que a veces parece su reflejo en miniatura. Mi padre, con la serenidad del Zar que todo lo controla, apenas alza la voz: —No pasa nada, mi amor. —¿Nada? —mi garganta arde, y la rabia me desborda—. ¡Nada! ¡Claro que pasa algo! Mi madre se queda helada, y Helena me observa con los labios entreabiertos.Mis hermanos mayores están ocupados han cambiado muchas leyes y ambos son los Zares y yo no tengo nada, solo la esposa de un bastardo. —¡Los odio! —grito con un temblor en la voz que ni siquiera intento contener—. ¡No quiero quedarme aquí, mamá, no quiero! —Alessia… —mi madre intenta acercarse, con su tono suave y maternal, pero yo me aparto. —¡No quiero casarme con él! ¡No quiero vivir en este país! ¡No quiero ser su esposa! —mi voz se rompe en un sollozo de pura rabia—. ¡Me han mentido! ¡Los dos! Mi madre da un paso hacia mí, intentando tomarme de las manos. —Cálmate, mi vida… —¡No! —la aparto con un manotazo—. ¡No me digas que me calme! Y entonces, antes de que nadie diga más, una voz profunda interrumpe la tensión como una cuchilla. —Me imagino —dice con tono arrogante— que mi esposa llora por la emoción, no por un simple berrinche. El silencio cae de golpe. Me giro, y ahí está él. Suleiman ibn Rashad al-Hazim, el nuevo Sultán. De pie en el umbral, con las manos cruzadas a la espalda y esa mirada azul tan fría como el acero. Su porte es impecable, su sonrisa… insoportable. Camina hacia nosotros con la tranquilidad de quien sabe que el mundo se inclina a su paso. —Sería una pena que el pueblo pensara que la nueva Sultana no soporta su propia boda —añade con ironía—. Las lágrimas pueden malinterpretarse. —No son lágrimas de emoción —escupo, mirándole con desprecio. Él sonríe apenas, una curva peligrosa en los labios. —No importa, mi sultana. Mientras sonrías cuando salgamos, nadie lo notará. Mi padre no dice nada, pero sé que su silencio es una orden. Mi madre baja la mirada, avergonzada y yo… yo solo quiero arrancarme la corona y salir corriendo. Suleiman se inclina ligeramente hacia mí, tan cerca que puedo oler el incienso en su piel. —Recuerda, Sultana —susurra, sin borrar la sonrisa—, el reino te observa. Y yo también. Luego extiende su brazo, esperando que lo tome.Mi padre me lanza una mirada firme, mi madre asiente en silencio, y Helena, con los ojos llenos de miedo, me observa sin entender nada. Respiro hondo, seco mis lágrimas con rabia y tomo el brazo del hombre que detesto. No porque quiera hacerlo, sino porque, como dice mi padre, las Konstantino no lloran frente al mundo.Lo destruyen. —Quiero que la cuides —dijo, mirando directamente a Suleiman. El Sultán alzó una ceja, sin perder la arrogancia. —Por supuesto, Zar Konstantino —respondió con una inclinación casi teatral—. Mi esposa será tratada con el respeto que merece. Pero mi padre no se movió. Dio un paso más, acortando la distancia entre ellos, hasta que solo los separaban unos centímetros. Su mirada gris era puro acero. —No lo entiendes, muchacho —gruñó, con una calma que helaba el aire—. No te pido que la respetes por ser tu esposa… te ordeno que la protejas porque, además de tu Sultana, Alessia siempre será la Zarina. El silencio fue absoluto.Ni los músicos, ni los guardias, ni mi madre se atrevieron a moverse. Suleiman lo sostuvo la mirada unos segundos, sin bajar la cabeza. Esa sonrisa suya, tan segura, se volvió apenas una línea tensa. —Lo entiendo —respondió, su voz más seria—. La cuidaré como tal. Mi padre asintió, satisfecho, aunque yo pude ver el fuego contenido en sus ojos. Luego se giró hacia mí, acarició mi mejilla con la mano grande y firme que tantas veces me había enseñado a no temer a nadie. —Y tú —dijo con tono bajo, solo para que yo lo oyera—, recuerda quién eres. No importa dónde estés, Alessia. Eres Konstantino y las Konstantino no se arrodillan. Mi garganta se cerró. Quise odiarle, gritarle, decirle que era su culpa. Pero algo en su mirada me desarmó: no orgullo, no frialdad… culpa. Suleiman me jaló del brazo con fuerza, obligándome a girar hacia él. La sonrisa que le dirigí a los mafiosos y a los pashas era solo fachada; por dentro me hervía la sangre. Entonces se inclinó peligrosamente cerca, su aliento rozando mi mejilla, y su voz profunda y segura se filtró en mi oído: —Sonríe así toda la noche, Zarina… o tendré que enseñarte otra forma de hacerlo —susurró, con un tono que mezclaba burla, desafío y un peligro que me revolvió el estómago. Mi corazón dio un vuelco y sentí cómo un escalofrío me recorría la columna. No era deseo, era repulsión, y aún así algo en su arrogancia me obligaba a reaccionar. —Eres un cerdo —logré murmurar, manteniendo la sonrisa para los invitados. Él rio, una risa baja, cargada de arrogancia. Luego presionó un poco más, rozando mi brazo con fuerza mientras sus ojos azules me atravesaban. —Vamos, mi esposa —dijo—. ¿No quieres que aprenda a hacerte obedecer como corresponde? Al fin y al cabo, ahora eres mía… y no pienso permitir que olvides tu lugar. Sentí que me hervía la sangre, la mezcla de rabia y desprecio era casi física. —No eres nadie para darme órdenes —escupí, aunque mi voz temblaba. —¿De verdad? —inclinó su cabeza, con una sonrisa peligrosa—. En Al-Qadar, la Sultana aprende rápido: quien no sigue las reglas del halcón… termina aprendiendo por las malas.
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