Connie le miraba estupefacta. —¿Te vas a quedar ahí? —dijo. Y él puso en marcha la silla. Había dicho lo que tenía que decir y volvió a caer en su apatía peculiar y un tanto ausente que a Connie le parecía tan molesta. En todo caso estaba dispuesta a no discutir en el bosque. Frente a ellos se abría el tajo del camino de herradura entre la espesura de los avellanos y los alegres árboles grises. La silla avanzaba renqueante, apareciendo lentamente entre los nomeolvides que se elevaban en el camino como una espuma de leche más allá de la sombra de los avellanos. Clifford conducía por el centro, donde el paso de pies humanos había mantenido un canal entre las flores. Pero Connie, detrás de él, había observado cómo las ruedas iban aplastando las aspérulas y la hierbabuena y destrozando las

