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Una Mala Mano

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venganza
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Descripción

Tras años de vivir en conformismo, un gerente de banco se le da la mejor (o la peor) oportunidad de su vida cuando un grupo de personas armadas le ofrecen (a la fuerza) la oportunidad de vengarse de su jefe.

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Otro Día en la Oficina.
— Ya es muy tarde ¿No? — No. Bueno… No sé — respondo, cansado. — Pues entonces hágalo — me dice la señora enojada. Me duele la cabeza. Como un trombón que golpea: martillando mi sienes, la voz de la señora aguda y chillona me sacude de pies a cabeza mientras le dedico una sonrisa: — No se preocupe, yo mismo me encargaré personalmente de verificar su linea de crédito. La señora me mira con desprecio, riéndose con aires de superioridad mientras mira alrededor de ella como si buscara con quien reírse de un chiste que nunca estuvo ahí. — ¡Ay pero sí faltaba más! Llevo dos horas esperando y hasta ahorita. ¡HASTA AHORITA! Se dignan a atenderme. Mentira. la señora llevaba 45 minutos esperando, y más de media hora quien estuvo en la fila fue su pequeño hijo el cual ahora lloraba en una de las sillas plegadas sobándose las piernas las cual están tan hinchadas como si le hubieran picado avispas del tamaño de un tomate. — ¡MAMÁ! — grita el pobre niño. — ¡Callate juanito! — le grita la madre. Trato de concentrarme en mi trabajo. O al menos en el que me ha asignado la circunstancia. No soy cajero, no soy de servicio al cliente. Soy el gerente de Banco Tláloc. Por extraño que parezca. A estas alturas de mi carrera no debería estar atendiendo a absolutamente nadie. Tengo papeles que entregar para antes de las cinco y aún así. Aquí estoy, lanzando sonrisas bien entrenadas de perrito obediente a cada cliente enojado por la falta de personal. Durante los días más ocupados del año: Los últimos dos meses. Pues en estas fechas la gente le entra el gusanito del consumismo y sin pensarlo, hipoteca en mano, se lanzan a sacar crédito que no pueden pagar, para comprar regalos que no necesitan. Es un proceso laborioso que empieza desde finales de noviembre y se extiende hasta finales de diciembre. Y sin embargo, tenemos menos empleados de los que necesitamos. No crean que es porqué simplemente la empresa es avara – Que si lo es – y decide no contratar los suficientes empleados – Que tampoco tenemos en primer lugar– . Ojalá solo fuera eso. Pero la realidad siempre es más horrible que la ficción. Nuestro bien querido y bien amado jefe, ha hecho algo mucho peor: Invitó a la mayoría de la empresa a una enorme cena de gala...en medio del día, en un miércoles, en el penúltimo día de noviembre, por razones ajenas a su empresa. Todos ellos celebrando la fiesta de compromiso de su hija y uno de mis compañeros: Gutiérrez, un sujeto que casi ni trabaja, gana más que yo y actúa como si estuviera por encima de mí. Ahora que se casa con la hija del jefe en unos meses, sin importar que yo sea el gerente y él esté en ventas, él estará por encima de mí. Por supuesto, a esta cena tampoco fui invitado. Esto debería molestarme, no lo hace. Ya no. He pasado demasiado por eso durante los pasados diez años de trabajar aquí. Ya nada importa, mañana renunciaré a este cochino lugar. Sonrío para mis adentros. Tengo al fin el suficiente dinero para irme a unas vacaciones luego de tanto tiempo y mejor aún, tengo el suficiente dinero para establecer una nueva vida, lejos de aquí. Ya he sufrido demasiado por esta empresa que nunca me ha dado ni las gracias. Entré a mis dieciocho años, ahora, A mis dulces, y amargos veintiocho al fin podré liberarme de este lugar. Tal vez al fin podré dedicarme a... Me toca aguantar, solo queda un día más. Sonrío y sigo buscando en la computadora. — ¡Pero tengo hambre! — grita Juanito. — Si tú tuvieras hambre, yo también tendría hambre. Así que no me mientas diciendo que tienes hambre porqué yo no tengo hambre. — Pero… — ¡Que te calles Juanito! Me quedo boquiabierto ante su lógica. Como un rayo sus palabras caen rompiendo con cada concepción de una relación madre e hijo que había escuchado en mi vida. ¿Qué diría Sócrates si escuchara ese argumento? Niego con la cabeza este pensamiento y sigo tecleando datos en la computadora. — De casualidad, me podría repetir su nombre. — Gertrudis Noroña Chávez. SEÑORITA, Gertrudis Noroña Chávez. Me quedo atónito. La veo a ella, volteo a ver a su hijo. Tengo más dudas de la que me resolvió. — Claro que sí, señorita. Por supuesto que esta señora se llamaba Gertrudis. Si estuviéramos en estados unidos se llamaría Karen. Escribo su nombre en la computadora. Está endeudada hasta las orejas. Me muerdo el labio intentando pensar en como decírselo sin que me arme un escándalo, su crédito no pasará ni empujándolo con una grúa. Tomo valor, abro la boca y entonces… Se arma un escándalo. Música comienza a bajar y subir de volumen, haciendo que todo mundo se distraiga y miren el espectáculo de la entrada. Se oyen gritos. — ¿Me permite un segundito? — le sonrío. La señora me mira con impaciencia y gira la cabeza, como si la pregunta fuera tan grave que no se dignara a responder. Me levanto y corro a la entrada. Para aquellos que no estén informados de las benevolencias del tercer mundo, les informo: Por alguna razón, mi querida empresa, Empresas Mendoza, es de esas empresas raras que desafían toda la lógica. Por ejemplo, a pesar de que yo trabajo en un banco este está adentro de una tienda llamada muy originalmente “Tiendas Mendoza” la cual vende a crédito desde muebles hasta teléfonos, e incluso motos. Todo esto con precio doble al costo, y con créditos que más que créditos se sienten como estafas. ¿Porqué un banco está dentro de una tienda así?, La verdad se me escapa. Cada vez que pregunto la gente aquí me mira como diciendo “¿Y dónde más pondrías un banco?” Claro, como buena tienda del tercer mundo que no se respeta a si misma, alguien en algún momento se le ocurrió que la mejor manera de vender teléfonos celulares era, por supuesto, poner a una botarga bailando frente a la tienda con música que haría hasta a los más viejos sentir pena ajena por haberla escuchado alguna vez. Precisamente era la botarga la que causaba problemas esta mañana. En la entrada, a manera de burla a todo el profesionalismo de mi trabajo, una modelo vestida de santa y una botarga de perrito peleaban el control remoto de las bocinas. — Ya no te reconozco Lisbeth, cada vez que te pones ese traje te comportas como una desgraciada — lloraba la Santa Claus. — Mujer, Yo llevo una botarga, pero tú llevas una máscara interna, esta es mi verdadera yo. Una vez que te pones la botarga, hay algo en ti que se rompe. No tienes idea de lo que estos ojos han visto — respondió muy seria la botarga del perrito sonriente. — ¿Eso qué tiene que ver con que quieras poner villancicos ladrados por perros? — No lo entenderías — La botarga miró al horizonte, pensativa — . hay cosas que yo misma no quisiera entender. — A ver a ver. ¿Qué está pasando aquí? — les interrumpo. — Alfredo — llega llorando la santa hacía mi — . La Lisbeth anda de grosera. Le dije que quería poner música disco navideña y ella me dice que quiere poner villancicos de perros, yo le digo que yo no puedo bailar eso. Y ella me dice que no puede perrear a menos que ladren los perros. Que si no no es perrear, es humanear. — ¿Y ahora porqué te pones así Lisbeth? La botarga de perro me mira confundida por un segundo. — He aceptado que hay oscuridad de mi corazón, el anima de un perro. Dejando que cada parte de mi alma se hunda en la seriedad de mi papel. Ese es el método. — Lisbeth, hablo en serio. El perro me mira, la cabeza de la botarga sonríe. Pero la voz que sale es lúgubre: — Yo también. — Por favor, compartan música un rato, los clientes nos están mirando. La mayoría está desesperado por su turno, los clientes están asustados, los clientes están cansados. Llevan rato esperando, no quieren oír peleas, solo basura de navidad y buenos deseos. Como un favor personal solo un rato. Por favor. — Te ves estresado Alf ¿Estás bien? — pregunta la santa inocentemente — Sí, estoy bien, Sarita — Miento. — No hay suficiente personal ¿verdad? — No, no lo hay. Estoy atendiendo tres lugares a la vez y todavía tengo que entregar papeles a la cinco. — Pero son las cuatro y media. — Tristemente, ya lo sé. Tomo aire, resignado. — Solo les pido eso, me tengo que ir a atender. La santa asiente, el perro me mira con seriedad, con los ojos muertos de plástico y mi espina siente un escalofrío. La botarga si te cambia. Llego al cubículo, y la señora Gertrudis le grita a su niño. — ¿Tengo que esperar otra hora? Suspiro — No, mil disculpas ¿En qué estábamos? — Estabas apunto de darme mi crédito. Me siento, la miro a los ojos intentando poner una cara seria. — Sí, sobre eso. Parece ser que su linea de crédito está agotada y parece ser que no podemos darle más hasta que pague su adeudo. — ¿DISCULPA? Yo siempre pago. — El sistema dice que no ha pagado más que dos meses, de los dieciocho que tiene para pagar. — Ay, pero sí eso es muy reciente. Yo siempre pago mis deudas. — El sistema dice que lleva siete sin pagar señor… — Miro al niño detrás de ella — Señorita Noroña. — Eso es pura tecnicismo de ustedes. Una nomas quiere crédito, un poquito no mucho, para comprar... Digamos una moto de setenta y dos mil pesos, así... sencilla Para navidad, para mi hijo. Mírelo, como se va a poner si en navidad no tiene una moto nueva — Pero mamá yo no sé usar una moto. — ¡¡CALLATE JUANITO!! Es para tu hermano, no para ti. — Pero yo no tengo hermanos mamá. — ¡Qué te calles! — Lo entiendo señorita — La interrumpo — pero con esa deuda no puedo otorgarle el crédito. No está en mi poder. — Ay joven pero tenga tantita compasión, póngase a pensar ¿cómo quedó yo como madre responsable? — Atrás de ella, Juanito se sube a un mueble muy alto, se puede hacer daño. La madre no lo nota — . ¿Con qué cara le voy a decir a mi pobres niños que esta navidad no tienen una moto nueva para estrenar? — Le repito señorita, eso no está en mi poder. — ¿Y no hay nada que pueda hacer para que alguien nos ayude? Dice mientras sube su pierna al escritorio. — Señora, nosotros somos un banco serio — le respondo. Juanito en ese momento cae al suelo, se suelta a llorar. Grita a los cuatro vientos su dolor, le envidio. La señora le grita a Juanito, la gente nos mira. En el fondo un villancico ladrado por perros suena a todo volumen, mientras la botarga baila con todo el corazón dejando a los clientes terriblemente confundidos sobre lo que está pasando. La santa llora. Yo también quiero llorar. Es en estos momentos en los que te preguntas ¿Desde cuando mi vida se volvió una mala sitcom de televisión publica? Sigo sonriendo intentando ocultar mi cansancio. Un día más, mañana renunciaré a todo. Pasan las horas. La señora se va con las manos vacías no sin antes hacer un escándalo. Alega que yo la quise tocar de manera lasciva. Yo calmadamente muestro en las cámaras todo lo que pasó. La señora se va enojada, llorando y prometiendo demandarnos. Que lo haga, ya no estaré aquí. Son las cinco en punto cuando me desocupo para poder empezar mi trabajo. No he desayunado, no he comido y tampoco he ido al baño. Mi garganta está seca, mis pies duelen dentro de los horribles zapatos que nos obligan a usar. Peor aún, hubo una fuga en el baño la cual tuve que limpiar yo. Porqué incluso la gente de limpieza está en la fiesta. Mis zapatos están mojados, huelen horrible. Mis pies se sienten como si fueran a derretirse. Mi espalda hace mucho dejó de sentir, generando una sensación rara, como si flotara y no tuviera una espalda. Es horrible el sentir que la mayoría de tu cuerpo duele, y lo que no duele pareciera que no existiera. Es tan difícil de explicar como decir que veo monocromático en toda la extensión de la gama de color. Sin embargo, este es solo otro día en la oficina. Me veo en el espejo cuando limpio el baño, la cara que me observa tiene una mezcla de ojos de sufrimiento y una sonrisa plácida dispuesta a complacer. Por lo único que me reconozco a mi mismo es por mi gafete: “Alfredo Gómiz, Gerente”. Vaya chiste. Continúo limpiando. Cuando me doy cuenta son las siete. Empiezo a trabajar en mis papeles. Parpadeo, son las ocho. Miro a los papeles interminables. Son las nueve. Yo debía salir a las cinco. Respiro. Son las una de la madrugada, la hora de cerrar. Soy el último. Por los pasillos de tienda Mendoza solo quedan los guardias. Camino acomodando cada silla del banco para que queden presentables para el siguiente día. Que para mí es en unas horas. Debo volver a las seis en punto. Dejo los papeles sobre el escritorio de mi jefe cuando escucho al guardia hablando con alguien. Me asomo. Mi jefe está en la tienda, borracho, con Gutiérrez. Ambos se ríen mientras el guardia los mira, también cansado de ellos. — Agarrate una moto, la que quieras. Es tuya — le dice mi Jefe a Gutiérrez. — Pues...Esa, la roja. — ¿Una Ducati Desmosedici? Uy, me saliste de gustos finos — mi jefe se ríe como un sapo— . Es tuya desgraciado. Me acerco a ellos con cautela. — Señor Mendoza, jefe. Le dejé los papeles que me pidió en su escritorio. — ¿Sigues aquí Alfredo? — Sí jefe. Tenía que terminar mi trabajo. — Te lo encargué para las cinco de la tarde. — Sí jefe, mil disculpas. Tuve que atender varios espacios, servicio a clientes, cajas, inclusive estuve en ventas. — Ah, de modo que ahora es culpa de Gutiérrez que tú no puedas hacer tu trabajo. Gutiérrez me mira ofendido unos segundos, como si tuviera ese derecho. — No señor, solamente le digo que tuve que dividirme todo el día. Mi jefe negó con la cabeza, sacó su pañuelo de siempre para secarse el sudor de la frente. Y con sus dedos gordos, cada uno lleno de anillos dorados puntualizó en el aire como un mimo: — “E-F-I-C-I-E-N-C-I-A” Eso es lo que te falta. Trato de hablar, mi jefe me interrumpe: — Mira a Gutiérrez, hoy estuvo en la fiesta y mientras estábamos ahí hizo dos ventas junto a mi hijo. — Señor, yo hice siete en la mañana — ¿Ahora es competencia? «No» pienso. Porqué si lo fuera perdería su yerno. — No. Y perdone si implique eso. Mi jefe me observa y luego le habla a Gutiérrez como si yo no estuviera ahí. — ¿Qué se le va a hacer? Uno les da la mano y te agarran la garganta. Gutiérrez se ríe. Mira su reloj, continúan ignorándome. — Bueno, debo irme señor Mendoza— dice Gutiérrez — . se supone que debo entrar a las ocho. — ¿Qué? No, olvidate de eso. Nadie que esté despierto a esta hora debería trabajar en la mañana. Llega cuando necesites. — Yo también me voy — respondo. Mi jefe sin voltearme a ver me despide con un gesto de la mano similar al que se le hace a un perro. — Sí, te quiero temprano a primera hora. Le sonrío, al menos creo que estoy sonriendo. Mi cara está demasiado entumida para saber que ocurre. — Claro que sí jefe. — Tu sonrisa me da miedo — me dice Gutiérrez. — A mí también — le respondo y me voy. Él se marcha con una Ducati nueva, yo con una bicicleta de mis épocas de secundaria. Llego a mi departamento, no sé como. Me iba durmiendo mientras conducía por la carretera. De milagro sigo vivo. Llego y la única compañía en mi departamento es un gato. No es mío, simplemente un día hace años lo encontré adentro y le he dado de comer desde entonces. — Al menos tú estás para mí, no es así, Michi? Es mi única compañía. Lo abrazo. Tengo ganas de llorar. Pero me aguanto. Estoy demasiado adolorido para llorar ahora. Falta poco. Dejo lavando el uniforme que traía puesto. Y como solo una cena congelada que tengo. Ya casi no hay comida en mi casa. Todo estaba medido para la fuga de mañana. Sonrío mientras froto mi boleto de avión, juego con este entre mis dedos, como si tocarlo me diera suerte o incluso fuerzas. Hace años que tenía todo pensado, un escape. Una nueva vida. Quería eso desde los veinte, pensando que podría juntar el dinero para viajar por todo el mundo. Nunca fue así. Siempre junté dinero, nunca pudiendo gastarlo y el día que cumplí mis treinta decidí que ya había sido demasiado. Quería algo nuevo. Hace un año, una noche mientras veía un documental, mostraron la patagonia Argentina. Mostraron un mar de Jade que se hundía bajo riscos que rompían con la brisa matutina. Unos pingüinos caminaban por el patio de alguien. La gente se veía feliz. Tan diferentes eran sus sonrisas a las que estaba acostumbrado. No eran para complacer más que a si mismos. Un anciano hablaba en el documental de como se había mudado desde hace años, y en sus años de retiro se había dedicado a la escultura. La cámara había mostrado una estatua de tal belleza que tuvo un impacto en mí. Fue amor a primera vista. A los treinta y uno me dí cuenta de que quería esculpir. Y sobre todo quería vivir la paz de aquella remota costa. Sonrío. Miro a una escultura que hice de plastilina, un intento de recrear esa imagen, burda pero honesta. Todo parece tan cerca y tan lejos. Tengo todo preparado. Toda mi ropa, mis papeles y mi dinero están en maletas bien organizadas. Saque todo mi dinero del banco ayer. Ahora solo falta firmar una gloriosa renuncia. Mañana le diré a ese maldito cerdo asqueroso lo que pienso de él. Me quedo dormido y sueño con pingüinos, ellos me llaman. Con sus aletas me dicen que nade con ellos. Tengo miedo. Les digo que todavía no. Despierto con un solo pensamiento: “Que se vaya al diablo el mundo”. Me duelen los ojos. Sin embargo, por primera vez en meses sonrío de verdad. Plancho mi ropa escuchando la radio, me quemo. Mis manos tiemblan. Nada puede molestarme hoy. Le doy de comer al gato y me voy corriendo, voy cuatro horas más tarde de lo que debería. Es a propósito. Me puse unos lentes oscuros para que nadie se de cuenta de que no dormí bien anoche. Sé que están en contra del código de vestimenta usarlos. No importa. Nada importa hoy. Todo el camino voy cantando a todo volumen. Debo verme ridículo: un señor con lentes oscuros vestido a camisa desfajada y corbata en bicicleta cantando los Bee Gees a todo volumen. Los conductores me miran extrañados, yo les cantó “Ha, ha, ha Stayin’ alive”. Algunos suben sus ventanas con miedo. Frente a tiendas Mendoza la botarga y la santa ponen aún más música. Llego como rey por su casa, tiro la bicicleta frente a la entrada. No tardaré mucho. Me bajo los lentes haciendo voz de galán: — Hola, preciosas. — Ay Alfredo — dice sonriendo la santa. — Les traje tacos ¿Quieren? — Pero no podemos comer ahorita. — ¿Quién se va a enterar? — Bueno está bien — ¿El jefe ya está? Ellas asienten mientras comen. — Sí pero está con Gutiérrez. Y no quiere que los interrumpan. — Entonces háganme un favor... Entro a la oficina de mi jefe, tacos en mano. Sin tocar. Los interrumpo en plena platica, se estaban riendo hasta que yo llegué. Y me siento sin dar explicaciones. Me pongo a comer. — Disculpa ¿Me puedes explicar que hora son estas de llegar? — pregunta mi jefe. — Pues sí te disculpo por eso. Son cuatro horas después de mi hora de entrada, ¿No es obvio Juan Carlos? Gutiérrez parecía aterrado con la comodidad que decía el nombre del jefe sin inmutarme. Le dedico una sonrisa a los dos mientras como con la boca abierta. — ¿Qué? Ese es su nombre ¿no lo sabías? — Gutiérrez con horror me veía como si me volviera loco. De mi mochila saco una botella de whiskey la cual abro frente a los dos. Le doy un trago — Pésimo nombre por cierto. Eres Juan o eres Carlos ¿para qué los dos? Saboreo sus expresiones. — ¿Qué es lo que quieres? — pregunta Juan Carlos, enrojecido. — Nada más que me firmes mi carta de renuncia. Ayer fue mi último día. Verás que todo mi trabajo lo dejé en forma y que en mi computadora he dejado todo. De hecho ayer antes de irme me di de baja. Cosa que sabrías si hicieras tu trabajo. Ahora solo necesito tu firma, pura formalidad. No te debo nada, tú no me debes nada. Todos nos vamos cada quien para su casa. — Malagradecido — dice Gutiérrez —. Todavía que esta empresa te lo ha dado todo. — ¿Me ha dado todo? Gu-tierrita, tengo 5 años sin vacaciones, 6 que he merecido un aumento de sueldo, a veces tengo que hacer tu trabajo porqué si no te vas con el jefe a jugar golf o lo que sea que la gente rica haga. Y toda mi vida de trabajar aquí. Desde los dieciocho y siempre se me ha tratado mal. He hecho tantas horas extras que me deben millones en este punto. Millones que legalmente merezco. Pero no voy a cobrarles. Solo quiero mi salida. Juan Carlos miró mi carta de renuncia unos segundos antes de verme con reproche. —¿Y qué te hace creer que yo voy a dejarte ir? Me ahogo mientras dice eso. No me lo esperaba. — Disculpe ¿qué? — Te disculpo — dice Juan Carlos —. Pero no te voy a firmar esto. Estamos en los meses más ocupados, no puedo perder personal. Ahora largate de mi vista antes de que te baje el sueldo a su más mínima expresión. Aplaudo y suspiro. — Ah, ¿osea que si te molesta tener menos personal? Ayer no te importó, ni hace un mes. Ni cuando se te da la regalada en gana. Lo de ayer fue lo mismo que siempre me haces. La primera vez me sentí honrado dije “ah mira me dejaron la suficiente confianza como para dejarme el banco y la tienda a mí solo”. Después me di cuenta de que solo haces eso para llevarte a tus favoritos a donde tú quieras. Y dejar que los demás se jodan. — Yo no tengo favoritos, solamente llevo a la gente de la empresa a mi casa para reforzar los lazos laborales yo… — Y si es así ¿porqué yo no he ido Juan Carlos? ¿Eh? — De pronto siento que mis lagrimas quieren salir, casi a chorros; me queman los ojos. No les permito salir. Todavía no—.Yo llevo más años que nadie. Y nunca he conocido a tu familia. He dado todo por esta empresa. Antes te admiraba como un sujeto que salió de la nada y consiguió todo esto pero tú me sigues tratando como un alien. A Juan Carlos le tembló el labio. — ¿Quieres la verdad? — ¡Por dios, sí! — En la oficina… Se decía por ahí que eras...— Juan Carlos se golpeó el pecho y puso su manita hacía abajo — rarito. Me alejé en el asiento. — ¿Rarito cómo? Gutiérrez se me quedó viendo. — Osea...Rarito como… ¿Niño mariposa? — dice Gutiérrez. Juan Carlos asintió. — ¿Que significa eso? — les pregunto. — Osea que si eres un rosadito, una flor que se la lleva el viento. Que si te gusta el arroz con popote pues — dice Juan Carlos. — ¿Qué? ¿Yo? ¿YO? No… Eso suena asqueroso — ¿Lo de ser Gay? — dice Gutiérrez. — ¡No! Lo de comer arroz con un popote. El arroz se deshace, te terminarías tomando agua de arroz sin sabor y te ahogarías. La pura logística de la acción es increíblemente complicada, todos saben que el arroz se come con la mano. — Entonces si eres… — ¡¡ESO NO TIENE QUE VER CON LA CONVERSACIÓN!!— les interrumpo. Me miran inquisitivos —. Mira, Solo firmame esto y me voy de tu vida. Por favor. Dejame ser feliz. Juan Carlos me miró de pies a cabezas. Lo pensó un rato. Me gusta creer que pensó en todos los años de maltrato que pasé. Todas las noches en vela, todos los sacrificios que hice y al final suspiró y dijo: — No. Sonreí, me levanté con el contrato en mano. — Me forzaste a hacer lo que voy a hacer. Esto queda en ti. Maldito viejo cerdo. Caminé de la oficina. Gutiérrez y Juan Carlos siguiéndome enojados. — ¡¿Que vas a hacer, loco?! — me dijo Gutiérrez. — Llama a seguridad — escucho decir a Juan Carlos. Le entrego a un señor en las filas de la caja mi botella de whiskey. Él me mira nervioso y se la da a un anciano en silla de ruedas que viene con él. No les presto más atención. Me siento en medio de la tienda, en un sofá de exhibición. Me tiemblan las manos. Tengo miedo. Pero no hay vuelta atrás. Hago una señal para que la botarga en la entrada me vea. Seguridad comienza a rodearme, uno me agarra del brazo del saco. Los clientes nos observan inseguros de lo que está pasando. Mis ex compañeros de trabajo me ven con el morbo de quien ve un accidente de coches. Me levanto. En ese momento comienza la música. La canción de Rasputin comienza mientras me quito el saco librándome de los guardias. Comienzo a bailar mientras los guardias de seguridad me persiguen por toda la tienda. Nunca antes había bailado en publico, y se me nota. Ni siquiera me sabía la canción, pero sentí que si iba a dar pena ajena hay que dar pena ajena como ninguno. —Ra ra rasputin—canto mientras me siguen los guardias. Estoy usando mis piernas como nunca lo había hecho. Algunas personas me siguen con la mirada con enormes sonrisas en su cara. «Hey, hey, hey» canto para mis adentros mientras me subo a una mesa de madera. Cuando los guardias de seguridad me intentan agarrar, doy un salto de fé y brinco a un refrigerador. Me subo encima. — ¡Te vas a matar idiota! — grita Gutiérrez. — ¡No se preocupen! Soy parte del grupo de Baile de tiendas Mendoza — Juan Carlos al escuchar su nombre traído a la conversación se pone rojo. Me pongo a imitar los comerciales de la tienda —. “Tiendas Mendoza: Aquí ¡Sí hay!” Le tiro el contrato a Juan Carlos. El cual tiembla de coraje, rojo como un tomate. No sé si pueda respirar, ni me importa. Un guardia me jala de las piernas. Me atrapa y me saca de la tienda donde la botarga me aplaude. Mientras la santa está al teléfono. Me mira horrorizada. Hago como que me voy, caminando lejos. El guardia que me sacó se apresura corriendo a ver como está su jefe. Vuelvo a correr hacía la entrada, tomo el micrófono: — Por cierto ¡¡Juan Carlos Mendoza, eres un hijo de la gran…!! La santa llega quitándome el micrófono. — Alfredo — me interrumpe ella. Yo me río. Tal vez no me escuchó el viejo marrano pero seguro que sabía lo que dije. — ¿Qué pasó Sarita? — Tú casa… — el ruido de la música no me deja escuchar lo que dice. — ¿Qué tiene mi casa? Ella abre la boca, no la escucho. — ¿Qué? Sarita se pone el micrófono en la boca: — Que se quemó tu casa. — ¿Cómo qué se quemó? — Sí, llamó una vecina tuya. Dice que algún idiota dejó la plancha conectada. Me pongo a pensar en toda la mañana ¿Desconecté la plancha? Parece ser que no. Pienso en mi hogar, en mi dinero y mi sueños. Ahora sí. Me pongo a llorar.

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