El Largo Camino a casa, parte uno

1870 Palabras
Los escucho reírse. Allá adelante, en los asientos delanteros están riéndose y platicando. No los alcanzo a escuchar y tampoco tengo intenciones de hacerlo. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que me secuestraron en el parque, pero el viaje de regreso se siente eterno. De pronto se detiene la camioneta, el hombre gordo corre hacia mí, lo oigo por sus pisadas que retumban en el piso de la van. Me aplasta sentándose en mi espalda, haciendo que mis manos amarradas se tuerzan. Otra cosa para añadir a mi lista de dolores. Huele a gasolina. Escucho la voz del hombre canoso allá afuera, habla con una mujer intentando ligar. No parece ser muy bueno en eso, ella se escucha incomoda y siguiéndole la corriente para evitar problemas. Allá afuera hay más carros, escucho como llegan tocan su bocina y como las llantas derrapan en la gravilla mientras se van. Probablemente estén cargando gasolina. Esta es la segunda vez. No sé a donde me están llevando. Pero sé que llevamos horas dando vueltas. Probablemente quieran marearme y hacer que no logre ubicar su escondite. Lo lograron. Sé que llevamos la mayoría del día haciendo esto. No sé que horas sean, pero sé que han pasado horas desde que salimos. Tengo hambre, tengo sed y tengo ganas de ir al baño. — Jefe — le digo al hombre gordo —. ¿Cree que pueda ir al baño? — Aquí no hay baños. — Estamos en una gasolinera, en las gasolineras siempre hay tiendas, y esas tiendas tienen baño. No causaré problemas. No sea así jefe. — ¿Cómo sabes que estamos en una gasolinera? — Porqué apesta a gasolina. — Perdón, no me bañé — dice y se ríe como si fuera el mejor chiste del mundo. Salió comediante el desgraciado. Hago una risita falsa, “je-je-je”, que asco. Pero me sale natural tras años de practicarla en el banco. El Hombre Gordo se retuerce encima de mí, probablemente esté mirando por la ventana si es seguro. Se levanta, me quita el saco de la cara, y pone la suya a unos dedos de la mía. — Cualquier intento de escape y se acabó, fin del juego ¿Entendido? Asiento. Me comienza a desamarrar, siento como mis manos comienzan a respirar al fin, luego de tanto tiempo, aún así las siento entumidas y torpes. Trato de mover los dedos y estos parecen no poder moverse. Tiemblan, sí. Pero no soy yo el que los hace moverse. De hecho no puedo moverme para nada. Veo como se abre la puerta de la van, el hombre gordo me espera afuera. — Levántate. — No puedo. Mis piernas no se mueven. El Hombre Gordo me mira enojado. — No me digas eso. — De verdad. Están entumecidas. El hombre maldice a su lado como si escupiera. Se pone las manos en las caderas y me mira horrorizado. Es cuando me doy cuenta, allá afuera, el cielo está ennegrecido. Las únicas luces son las luces blancas de la gasolinera. — Ay no. ¿Qué horas son? — Es hora de que te levantes maldita sea. — ¿Crees que estoy disfrutando esto? — Yo que sé que disfrutas tú. — ¿Disculpa? — A ver. El hombre gordo se me acerca. Demasiado cerca. Toma mis piernas con sus dos manos, comienza a frotarla. — ¿Ni un café primero? — ¿Qué? — No, nada. Pero… Está más arriba si quieres que eso funcione. El hombre gordo me da un golpe en el estómago. Quiero gritar. El grito sube por mi garganta. El hombre gordo rápidamente se pone el dedo en la boca «¡Shh!». Inconscientemente le hago caso. Se acomoda los lentes. — Es para que se te desentuman. El hombre gordo comienza a mover mis piernas, contrayéndolas y expandiéndolas contra mi torso con cuidado. Parece un profesional. Le imito e intento hacerlo con mis dedos, lentamente comienzan a agarrar movilidad. — ¿Se lo haces al jefe seguido? El hombre gordo me mira con odio. Siento sus dedos apretarme las piernas de repente. Yo alzo las manos como si su mirada fuera un arma. — Sin albur… Pura curiosidad. Pareces saber lo que haces. — A veces — me responde serio mientras continúa estirando mis piernas—. Alguien tiene que hacerlo. — Debes tenerle mucho aprecio. — Como no te imaginas — responde triste. El hombre gordo me contrae las piernas una vez más. Cerca de la camioneta pasa una niña. Se nos queda viendo. Nos señala con el dedo. — Mira mamá, como los perros. La mamá nos mira, sus ojos se abren de repente horrorizada. — ¡¡VIEJOS COCHINOS!! El hombre gordo suelta mi pierna mientras la estiraba, espantado. Mi pierna cae como péndulo y se pega contra el suelo rebotando. — ¡Auch! — Tenemos que apurarnos. ¿Ya puedes moverte? — Sí, un poco mejor. No tanto. — Es más que suficiente. El Hombre Gordo me agarra de los brazos y me ayuda a levantarme. Comienzo a renquear por el largo camino de la gasolinera. No la reconozco, pero parece ser lo suficientemente grande para varios camiones, probablemente estemos en alguna carretera estatal. Es el único lugar donde una gasolinera tan grande podría existir. Alrededor nuestro solo se ve un páramo con una carretera abierta que se extiende hasta el horizonte, únicamente iluminada por los carros que pasan aquí y allá. — Espero que sepas que aún si intentas huir, no vas a llegar a la ciudad — me dice en el oído el Hombre Gordo. — Sí. Lo sé. El Hombre Canoso sigue intentando con una mujer rubia que luce completamente incomoda al respecto, parece buscar la primera excusa para alejarse de él. El Hombre Canoso le dice algo que no pude escuchar, ella finge una sonrisa. Él se ríe de verdad y mira alrededor de él para ver si alguien más lo encuentra gracioso. Es ahí cuando nos mira y la risa se le disuelve en una mueca espantada. — ¿Qué hacen aquí? — nos dice. El Hombre Gordo se encoje de hombros. — El bebé quiere ir a orinar. Al fin los puedo ver bien a los dos juntos. El Hombre Gordo es mucho más alto que el Hombre Canoso y que yo. Y aunque es gordo parece que podría si quisiera golpearnos a ambos sin mucho problema. El Hombre Canoso aunque más chaparro que yo por unos centímetros, es más delgado, ágil y su cara de pocos amigos me dice que no puedo ni aunque quiera siquiera bromear con él. Se nota a leguas que es más pronto a la ira. La mujer aprovechando que nosotros le quitamos de encima a su acosador aprovecha para alejarse silenciosamente. El Hombre Canoso la mira irse, pero no le dice nada. Sólo me mira con ojos asesinos por arruinarle una noche que no iba a pasar de todas maneras. — Es muy arriesgado — le dice al Hombre Gordo. — Es eso o que se orine en la camioneta — responde él. El Hombre Canoso clava el dedo de su mano izquierda en la boca de mi estomago, en la otra mano trae una bolsa con una botella. El impacto me saca el aire por unos segundos. — Más te vale que no planees nada chistoso, payaso. «No señor, yo cobro por función» Quería decirle. No me atreví. — A ver si esto no termina mordiéndonos la nalga después. — No puede huir ¿Qué es lo peor que podría pasar? Es entonces cuando escuchamos la sirena de una patrulla de policías. — Eso, por ejemplo — dice el hombre canoso. La patrulla de policías se acerca lentamente a la gasolinera. El Hombre Gordo y yo nos vemos mutuamente. Ambos sabemos que me muero por ir a la patrulla. Con la mirada me amenaza, yo bajo la mirada al piso inconscientemente. — Por tu arma en la bolsa y dámela — le dice el Hombre Gordo al Canoso. El Hombre parece molesto por la petición, pero le hace caso. La saca con cuidado tapándose con el cuerpo del Hombre Gordo para que nadie nos vea. Le da la bolsa a su compañero el cual me comienza a agarrar más fuerte. Como a un perro que quiere escaparse. — Seguimos al baño, vigila a los azules. El Hombre Canoso asiente. El Hombre Gordo me obliga a continuar pellizcándome del lado del estómago. Comienzo a avanzar. Varias personas nos miran, pero parece ser que la policía aún no se da cuenta de lo que está pasando. Viva el tercermundismo. Llegamos a la tienda, en ella veo por un momento a la señora y a su niña hablando con el que parece ser el gerente de la tienda, el cual no tiene gafete. Pero por su expresión muerta, ida y cansada así como sus reacciones mecánicas frente a las palabras de la señora me doy cuenta que es el gerente. Entre nosotros nos reconocemos. La señora nos mira, y le dice algo al gerente. El cual nos voltea a ver con cara de asqueado. La niña nos salva al distraerlos diciendo algo que no puedo escuchar. La madre le grita a su niña. «¡Callate, Juanito!» pienso. — Hay que apurarnos — dice el Hombre Gordo. Nos apuramos y entramos con cuidado al único baño de Hombres que está junto a la tienda. Tiene dos cabinas. Ambas huelen a meados rancios y drenaje abierto. El Hombre Gordo y yo tosemos al entrar. — Entra y haz lo que vas a hacer— me dice — . Tomate tu tiempo, igual nos quedaremos aquí hasta que se vaya la policía. Inteligente hasta para eso. Le hago caso, no quiero tentar mi suerte. Sé que no necesita el arma para hacerme daño. Con sus manos podría matarme sin problema, y habiendo tantos lugares contra los cuales puede aplastarme y arrojarme no quería ni pensar en lo que me podría pasar. Me meto a uno de los cubículos tapándome la nariz recargándome apenas en el muro. Mientras hago lo mío, comienzo a escuchar un ruido afuera de los baños. — Ahí, se metieron los cochinos — era la señora. Se escucharon múltiples voces, alguien toca la puerta principal del baño. — Está ocupado — Dice el Hombre Gordo. — ¿Escuchó? — dice la señora allá afuera. — Me informaron que están haciendo cosas indebidas. — Le informaron mal — responde el Hombre Gordo. Adentro nos quedamos en silencio. Yo me quedo en el cubículo tratando de agudizar el oído. — Voy a llamar a la policía — dice el gerente. En ese momento el Hombre Gordo patea la puerta del cubículo del baño. La cual se abre de golpe. Sus ojos se veían enloquecidos. Estaba sudando y parecía desesperado. Me jala de la camisa con una mano, y con la otra busca en la bolsa que le quitó a su compañero. La bolsa con el arma. Tocan la puerta otra vez. — ¡Policía, abran la puerta! Cierro los ojos. Mi vida se acababa y yo lo sabía. Tomo mi última oportunidad para gritar con todas mis fuerzas: — ¡AUXILIO, ESTOY SECUESTRADO!
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