Susurros en la penumbra

1529 Palabras
II Susurros en la penumbra La lluvia llegó al amanecer, cubriendo el pueblo de Montclair con un velo de humedad y niebla gris. Las gotas repiqueteaban suavemente contra los vitrales de la capilla del convento, resonando como un eco distante que se mezclaba con el murmullo rítmico de las oraciones matutinas. Las monjas, vestidas con sus hábitos oscuros, parecían pequeñas sombras arrodilladas en perfecta simetría, formando una línea devota ante el altar. Sor Eva estaba entre ellas, arrodillada, con las manos cruzadas sobre su regazo y los ojos suavemente cerrados. Su expresión serena era casi angelical, la encarnación de la paz y la devoción. Para cualquiera que la observara, habría parecido que su alma estaba en perfecta sintonía con las palabras de las escrituras. Pero en su interior, la calma era una ilusión; una máscara cuidadosamente tejida que ocultaba el caos que se agitaba en las profundidades de su mente. Las palabras de las oraciones eran como un eco distante, una rutina que recitaba sin pensar. La capilla olía a incienso y madera húmeda, un aroma reconfortante que parecía envolverlo todo. Sin embargo, Eva percibía algo más, un ligero estremecimiento en el aire. Desde su llegada a Montclair, había notado esa presencia sutil, como si el pueblo guardara secretos que no estaban dispuestos a permanecer ocultos por mucho tiempo. Recordó el roce accidental de manos en la penumbra del callejón, la mirada de pánico que había quedado grabada en los ojos del hombre antes de que la vida lo abandonara. No debía pensar en ello, y, sin embargo, la memoria se arrastraba en el rincón de su conciencia, reclamando atención. La textura fría del suelo, el sonido seco de su caída, el vacío que había dejado tras de sí. Se obligó a inhalar profundamente, devolviendo su mente al presente, al murmullo del “Amén” que resonaba a su alrededor. Sin abrir los ojos, Eva permitió que su atención se deslizara hacia los sonidos más sutiles de la capilla: el crujido de las maderas viejas bajo las rodillas de las hermanas, el susurro de los hábitos al moverse, y, más allá, el golpeteo constante de la lluvia que se filtraba como un suave lamento a través de los vitrales. Era un día como cualquier otro en Montclair, o al menos debía parecerlo. Al finalizar la oración, las monjas se levantaron lentamente, sus movimientos reflejando la rutina diaria que habían memorizado hasta convertirla en un acto inconsciente. Eva las imitó, ajustando el hábito con una calma envidiable. Se dirigieron al refectorio, donde las velas apenas iluminaban las largas mesas de madera. El desayuno se desarrolló en silencio, como siempre, aunque las conversaciones en voz baja en las esquinas traían murmullos la llegada de Eva al pueblo. Al terminar la misa, sor Beatriz la abordó con una sonrisa amable. —Sor Eva, ¿cómo se siente en su primera mañana aquí? Preguntó la anciana, ajustándose el velo con manos temblorosas. —Estoy agradecida de estar aquí, hermana Beatriz Respondió Eva, su voz medida, con un tono que sabía que transmitía humildad. —Me alegra escucharlo. Hay mucho trabajo por hacer, pero estoy segura de que encontrará su lugar entre nosotras. Sor Beatriz le asignó una tarea sencilla para empezar: organizar el archivo de registros del convento. La habitación era pequeña, con estanterías de madera desgastada, llenas de documentos y libros cubiertos de polvo. Mientras Eva revisaba los papeles, se encontró con algo curioso: una carta vieja, escrita con tinta desvaída, que hablaba de “la sombra que había caído sobre Montclair”. El texto era críptico, lleno de referencias a “oscuridad” y “almas extraviadas”. Eva frunció el ceño, pasando los dedos por las líneas casi borradas. Aunque no lo decía explícitamente, podía leer entre líneas que la carta aludía a algo sobrenatural, algo que el autor temía profundamente. —¿Sor Eva? La voz de sor Beatriz la hizo sobresaltarse. Eva giró rápidamente, ocultando la carta entre las páginas de otro libro. —Disculpe, hermana, estaba revisando estos registros. Dijo con calma, cerrando el libro con cuidado. Sor Beatriz la observó por un momento, como si intentara descifrar algo en su rostro, pero finalmente asintió. —La cena estará lista en una hora. Le sugiero que descanse un poco antes de continuar. Eva asintió y esperó a que la anciana se marchara antes de volver a mirar la carta. Algo en esas palabras le resultaba perturbadoramente familiar, como si fueran una advertencia dirigida directamente a ella. En ese momento, un suave golpeteo resonó en la puerta. Eva se tensó, sus dedos apretando el libro donde encontró la carta instintivamente. Caminó hacia la puerta, su corazón latiendo con una calma antinatural que contradecía la tensión en el ambiente. Al abrirla, encontró a sor Margot, con los ojos enrojecidos y una expresión de preocupación evidente. —Perdón por la interrupción, hermana Eva Dijo Margot en un susurro apurado, su voz cargada de inquietud. —Necesito hablar contigo. Algo no está bien en el pueble… Algo terrible ha sucedido. Eva inclinó la cabeza con serenidad, su rostro perfectamente impasible. Sabía que debía mantener su fachada, incluso cuando las palabras de Margot despertaban una mezcla de curiosidad y cautela en su interior. —¿De qué se trata, hermana? Preguntó con suavidad, moviéndose a un lado para invitarla a entrar. Margot cruzó el umbral con pasos inseguros, y Eva sintió de inmediato que el aire en la estancia se volvía más denso, como si una presencia invisible se hubiera instalado entre ambas, observándolas desde algún rincón sombrío. Pero sor Margot fue interrumpida por la hermana Beatriz anunciando la hora de ir a cenar. Después de la cena, las hermanas se reunieron en la sala común para una lectura colectiva de las escrituras. Eva se mantuvo en su lugar habitual, escuchando en silencio, sin intervenir. Su actitud reservada había sido aceptada por las demás como un signo de contemplación espiritual, lo que le permitía observar cada detalle de la reunión sin atraer miradas ni sospechas. Eva mantenía su expresión impasible mientras sor Beatriz relataba las noticias que habían llegado durante el día. Una campesina, al pasar por el lugar, había descubierto el cuerpo de un hombre de mediana edad y alertado a las autoridades. —Dicen que el inspector Moreau está investigando, pero no tienen pistas claras Comentó Beatriz, con su acostumbrado tono de preocupación. —Algunas personas creen que pudo haber sido un ataque de lobos. —¿Lobos? Preguntó una de las hermanas, visiblemente inquieta. —Hace años que no se ven lobos cerca del pueblo. —No hay señales de mordidas ni de lucha. Continuó Beatriz, mirando a su alrededor. —Pero el rostro del hombre… Dicen que era como si hubiera visto al mismo demonio antes de morir. Comentó sor Beatriz, persignándose con nerviosismo. —¡Qué horror! Fue entonces cuando la atmósfera del convento se volvió aún más pesada. —¿Saben qué pudo haberle pasado entonces? Preguntó una de las monjas, visiblemente inquieta, rompiendo el silencio. —Todavía no hay respuestas claras. Respondió Beatriz, con el ceño fruncido y la voz teñida de preocupación. —El inspector Moreau está investigando, pero ya el pueblo está asustado. Algo extraño está sucediendo. La cuchara de Eva rozó el borde del cuenco, un sonido sutil que se perdió entre los murmullos. No levantó la mirada, aunque las palabras resonaban en ella con una fuerza difícil de ignorar. Demonio. Era la palabra que más se había usado en su vida, siempre en susurros, siempre con miedo. Eva mantuvo su expresión serena, aunque por dentro su mente analizaba cada palabra. Estaba claro que esto era lo que la hermana Margot deseaba contarle anteriormente. No era la primera vez que un cuerpo aparecía tras una de sus noches, pero siempre había sido cuidadosa. ¿Había cometido un error en esta ocasión? Sin embargo, el nombre del inspector llamó su atención. André Moreau. Recordaba haberlo visto brevemente en la iglesia al llegar, un hombre alto con ojos oscuros que parecían demasiado atentos para su gusto. Había algo en él que la incomodaba, aunque no podía explicar por qué. La lluvia continuaba golpeando las ventanas, su persistencia tan constante como la de los recuerdos que Eva luchaba por enterrar. Mientras las hermanas terminaban su conversación y comenzaban a dispersarse, Eva se levantó con calma, sus movimientos tan medidos como siempre. Sabía que cada gesto, cada palabra o silencio suyo, era observado con atención, incluso si nadie lo admitía. Por ahora, su fachada era perfecta, pero las grietas en su interior empezaban a crecer. Y la lluvia, como una presencia insistente, seguía cayendo, borrando las huellas del pasado mientras susurraba secretos al viento. Esa noche, mientras las demás dormían, Eva permaneció despierta en su celda. Aferró el medallón entre sus dedos, sintiendo el latido de su propia energía contenida en su interior. Había algo en Montclair que la inquietaba más allá de la muerte de aquel hombre. Una presencia distinta, un eco que resonaba en las sombras. Antes de cerrar los ojos, un pensamiento cruzó su mente como un susurro: ¿Realmente soy yo la única criatura oscura que camina estas calles?
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