III
Sombras en Montclair
El sol apenas se filtraba entre las nubes la mañana siguiente, dejando al pueblo de Montclair bajo un resplandor pálido y desolador. Eva observó, desde una de las ventanas del convento, sus ojos fijos en la plaza central, donde los pocos habitantes se apresuraban a completar sus labores, sin detenerse a socializar. La noticia del cadáver encontrado había corrido rápido, impregnando el aire con un temor palpable.
—La gente dice que es un asesino en serie.
Comentó sor Beatriz durante el desayuno, su tono bajo, como si temiera que alguien más pudiera escuchar. Las demás monjas intercambiaron miradas nerviosas.
Eva no dijo nada. En cambio, sus pensamientos estaban divididos entre la carta que había encontrado y el inspector Moreau, cuya presencia había sentido incluso antes de conocerlo. Un hombre como él no pertenecía a un pueblo tan pequeño y anodino como Montclair.
Más tarde, mientras limpiaba los candelabros de la capilla, Eva sintió un cambio en el aire antes de verlo por primera vez de cerca. La tenue luz de las velas proyectaba sombras danzantes en las paredes, creando un ambiente casi teatral que acentuaba su llegada. André Moreau apareció en el umbral, y el sonido firme de sus botas sobre el suelo de piedra resonó en la capilla como un eco que exigía atención.
Vestido con un abrigo oscuro que le llegaba hasta las rodillas, su figura era imponente, casi opresiva, y se movía con una seguridad que hablaba de años de experiencia enfrentando lo peor de la humanidad. El corte perfecto de su abrigo y la elegancia de sus guantes negros contrastaban con la rudeza que parecía emanar de su porte. Había algo en su andar, en la manera en que su presencia llenaba el espacio, que hacía que cualquiera a su alrededor se sintiera diminuto e inquieto, como si sus propios secretos fueran demasiado obvios bajo su escrutinio.
Su rostro era como una escultura renacentista, cincelado con precisión y seriedad. Una barba perfectamente recortada delineaba su mandíbula fuerte, añadiendo un toque de severidad a sus facciones, mientras que sus labios se mantenían en una línea tensa que no revelaba ni rastro de sus pensamientos. Pero eran sus ojos los que dominaban su semblante: un marrón profundo, casi hipnótico, que parecía perforar más allá de las apariencias, atravesando capas de máscaras y mentiras con una facilidad desconcertante.
Eva, aun sosteniendo el paño con el que limpiaba, se quedó inmóvil por un instante, como si algo invisible la hubiera atado al suelo. No era solo la intimidación natural que emanaba de él; había algo más, una sensación de peligro latente, como si estuviera frente a alguien que podía ver partes de ella que nadie más podía. André Moreau, el hombre que el pueblo describía con admiración y temor, ahora estaba allí, en el corazón del convento, y su mirada, breve, pero penetrante, se posó sobre ella como si hubiera notado algo fuera de lugar.
—Buenos días
Dijo, su voz profunda, rompiendo el silencio de la capilla como un trueno controlado.
Eva inclinó ligeramente la cabeza en señal de respeto, cuidando cada gesto, cada movimiento. Era consciente de que este hombre no era como los demás. André Moreau no se dejaba engañar fácilmente, y aunque su tono era cortés, sus ojos hablaban de una búsqueda constante, una mente siempre alerta, como si cada interacción fuera una pieza de un rompecabezas que intentaba resolver.
Mientras él avanzaba por la capilla, inspeccionando con cuidado cada rincón como si buscara rastros de una presencia invisible, Eva apretó el paño entre sus dedos. Sabía que debía mantener la calma, pero una sensación de vulnerabilidad que no solía experimentar comenzó a filtrarse en su interior. Algo en André Moreau le decía que este hombre no solo era un simple inspector; era alguien que podría cambiar el equilibrio delicado de las cosas, alguien que podría ver más de lo que debía.
—Inspector Moreau
Saludó sor Beatriz al recibirlo en la entrada del convento.
—¿A qué debemos su visita?
—Lamento interrumpir, hermana.
Respondió él, inclinando ligeramente la cabeza con respeto.
—pero necesito hacer unas preguntas sobre el incidente ocurrido anoche.
Eva, que estaba en el fondo de la sala, continuó limpiando como si no escuchara la conversación, pero cada palabra que salía de la boca del inspector era almacenada en su memoria.
—¿Cree que el asesino podría estar relacionado con el pueblo?
Preguntó sor Beatriz, claramente preocupada.
—Es una posibilidad. Estoy revisando a todos los recién llegados, solo por protocolo.
Aunque la voz de Moreau era tranquila, Eva percibió el peso de sus palabras. Todos los recién llegados. Sabía que eso la incluía, y que no tardaría en llegar su turno.
Cuando finalmente los ojos de Moreau se posaron en ella, Eva sintió un escalofrío. Él no dijo nada al principio, solo la observó con una intensidad que parecía buscar algo que no podía ser dicho. Eva bajó la mirada con humildad, sosteniendo firmemente el trapo que tenía entre las manos.
—¿Quién es ella?
Preguntó el inspector, dirigiéndose a sor Beatriz.
—Ah, es sor Eva, nuestra nueva hermana. Llegó hace apenas unos días.
Eva levantó la vista en ese momento, encontrándose con los ojos de Moreau. Fue un cruce breve, pero cargado de una tensión que no podía explicarse con palabras.
—Encantado, hermana
Dijo él finalmente, inclinando la cabeza con un leve gesto.
—Inspector
Respondió Eva con un tono suave, casi inaudible.
Esa noche, de vuelta en su celda, Eva sacó la carta que había encontrado en el archivo. Con más tiempo y privacidad, examinó el texto con detenimiento. Aunque las palabras estaban desgastadas, algunos fragmentos eran legibles:
“La sombra cayó sobre Montclair en una noche sin luna. Se dice que los que miraron directamente a sus ojos nunca volvieron a ser los mismos. Hablamos de una entidad que se alimenta de los miedos y las debilidades humanas, una criatura que utiliza los deseos como una trampa mortal…”
La carta no tenía firma, pero el tono era de alguien profundamente asustado, alguien que había experimentado algo que no podía explicar. Eva frunció el ceño, leyendo una y otra vez la descripción de la “entidad”. Parecía demasiado familiar.
En otro párrafo, el autor describía una “grieta energética” que se había abierto cerca del bosque al norte del pueblo. La idea de una grieta era intrigante. Eva sabía que las grietas podían ser portales para seres oscuros o conductos de energía que, si no eran sellados, podían atraer todo tipo de presencias.
“La única forma de contener la oscuridad es a través del sacrificio. La sangre debe ser derramada para cerrar lo que nunca debió abrirse.”
El último fragmento hizo que Eva apretara el medallón con fuerza. Había huido de su pasado precisamente para dejar atrás esa clase de rituales, pero ahora sentía que Montclair estaba más conectado a su historia de lo que habría querido.
Un sonido sutil la sacó de sus pensamientos. Era un crujido, como si alguien caminara por el pasillo fuera de su celda. Eva guardó rápidamente la carta en el libro donde la había encontrado y se levantó, ajustándose el hábito. Cuando abrió la puerta, no había nadie allí, solo el silencio inquietante de la noche.
Sin embargo, no podía sacudirse la sensación de que estaba siendo observada.
A la mañana siguiente, sor Beatriz informó a las hermanas que el inspector Moreau regresaría al convento para continuar con sus preguntas.
—Él solo busca protegernos, así que, por favor, colaboren en lo que puedan
Dijo la anciana, intentando calmar los nervios de las demás.
Eva asintió junto a las demás, pero en su interior, algo se agitaba. Moreau no era solo un hombre haciendo su trabajo; había algo en él, una percepción o un instinto que lo hacía peligroso. Por primera vez en mucho tiempo, Eva no estaba segura de poder mantener su fachada intacta.
“Cuidado, Eva,” susurró una voz en su mente, una que no le pertenecía. “Este hombre no es como los demás.”