—A mí no me gusta comer eso, pero a mi hijo le encanta —dijo Edward mientras abría su bolso de compras y sacaba una caja impecable del mismo chocolate rosado con estrellitas doradas.
Emma abrió los ojos como platos.
La misma marca. El mismo envoltorio. ¡Y muchas cajas!
—He comprado muchos para mi hijo. Puedo darte uno de ellos —añadió Edward, extendiendo la caja hacia ella.
Los ojos de la pequeña brillaron con emoción… pero luego vacilaron. Miró la caja con anhelo, pero sus labios se fruncieron en duda.
—Pero… mamá dijo que no debía tomar cosas de los extraños —murmuró, su vocecita era tan baja como el crujido de una hoja.
Edward alzó una ceja. No insistió.
Pero entonces, Emma entrecerró los ojos verdes, como si estuviera calculando una jugada muy seria para sus cinco años. Se puso de puntillas, se acercó a él… y le plantó un beso en la mejilla.
—¡Esto debería estar bien! —dijo triunfante, tomando la caja de chocolate con sus pequeñas manos y abrazándola como si fuera un tesoro.
Edward quedó estupefacto.
Por primera vez en muchos años, alguien lo tocaba así. Sin miedo. Sin interés. Solo… con cariño infantil y desarmante.
No lo vio venir. Pero lo que sí supo fue que una sonrisa genuina —rara, pero auténtica— apareció en sus labios.
Su asistente, Saúl, estaba empapado en sudor.
¡Esto era una locura!
—Señor… es la hora —le recordó en voz baja, mirando con nerviosismo su reloj.
Edward asintió con lentitud, observando una vez más a Emma.
—De acuerdo. Entonces creo que debemos despedirnos ahora, pequeña.
Se levantó, tomando nuevamente su postura distante y elegante. Dio unos pasos, seguido por Saúl.
—¡Adiós, señor! —gritó Emma agitando la mano con entusiasmo—. ¡Gracias por los chocolates! ¡Y por ser guapo!
Edward no se giró. Pero Saúl pudo ver cómo las comisuras de sus labios se curvaban una última vez.
Emma lo vio desaparecer entre la multitud. Pensó que, además de ser muy guapo, el hombre tenía buen corazón.
Pero su momento de gloria terminó pronto…
—¡Emma Jones! —La voz de una mujer estalló como un trueno tras ella.
Emma palideció. Sabía lo que venía.
Estaba condenada.
Olivia se acercó a pasos rápidos, con el ceño fruncido y los ojos centelleando de frustración. Apenas alcanzó a verla, le dio una suave palmada en el trasero.
—¿No te pedí que te quedaras ahí? ¿Por qué sigues corriendo de un lado a otro?
—¡Oh, mami, para, me duele! —protestó Emma, exagerando un quejido. Aunque no sentía dolor, se cubrió el trasero dramáticamente—. Se me cayó el chocolate… solo quería recogerlo —mintió, bajando la cabeza con carita de arrepentida.
Olivia entrecerró los ojos. Entonces notó la caja de chocolate nueva que llevaba en brazos. Se la quitó con cuidado, inspeccionándola.
—¿De dónde sacaste esto?
Emma jugó con sus dedos, desviando la mirada como si el suelo fuese muy interesante.
—Un señor guapo piensa que soy linda… y me lo regaló.
—¿Qué…? —murmuró Olivia, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.
Su mirada voló hacia la multitud… pero ya era tarde.
Edward Campbell ya no estaba a la vista.
Y sin saberlo, madre e hija acababan de cruzarse —después de cinco años— con el hombre que cambiaría su destino para siempre.
—¿Por qué no te vas con él? —espetó Olivia con una mezcla de rabia y frustración, sin poder evitar el ardor en el pecho al ver cómo su hija aceptaba con tanta facilidad algo de un completo extraño… justo como ella lo hizo aquella noche, años atrás.
Sin pensarlo, levantó la mano para darle otra palmada a su pequeña traviesa.
—¡Mami, no! —Emma se quejó, cubriéndose rápidamente el trasero con ambas manos y mirando a Olivia con ojos llorosos, grandes y temblorosos—. Me pondré de cara a la pared durante tres minutos, lo prometo…
—¡Diez minutos! —replicó Olivia sin dudarlo.
Emma abrió la boca, escandalizada.
—¿Diez minutos? Es demasiado tiempo… ¿A caso no te preocupas por tu hija?
Olivia frunció el ceño.
—¡Alargaré el tiempo si te sigues quejando!
Emma apretó los labios y bajó la cabeza en derrota. No se atrevió a protestar más. Sus pies pequeños golpeaban con suavidad el suelo mientras caminaba al lado de su madre, que la tomaba de la mano con firmeza.
El resto del camino lo hizo en silencio.
Miami no era como Olivia la recordaba. Después de cinco años, la transformación era abrumadora. Altos rascacielos tocaban el cielo, pantallas electrónicas cubrían las fachadas, y la velocidad de la vida parecía haberse triplicado.
Ese mundo ya no era el que había dejado atrás.
A la mañana siguiente, Olivia se levantó temprano. Dejó a Emma con la vecina del tercer piso, una señora amable que accedió a cuidarla por unas horas, y se dirigió al centro.
Tenía una entrevista importante.
Una que podía cambiarles la vida.
El Grupo Cl, una de las compañías más poderosas de la ciudad, estaba abriendo vacantes para empleos temporales. Olivia había enviado su currículum días atrás. Sabía que no sería fácil entrar, pero no tenía opción. Necesitaba un buen empleo para mantener a su hija sin depender de nadie.
Se detuvo frente al imponente edificio de cristal que se elevaba como una torre entre nubes. Tomó aire y cruzó el vestíbulo.
Gente iba y venía, bien vestida, ansiosa, decidida. Ella no era la única con esperanzas puestas en esa entrevista.
—¡Oh! ¡Espera! —exclamó Olivia al ver que el ascensor estaba a punto de cerrar sus puertas.
Apretó los dientes y caminó con prisa, equilibrándose como pudo sobre sus tacones. Alcanzó a colarse justo antes de que la puerta se cerrara del todo.
—Lo siento, estoy aquí para... ¡Oh! —balbuceó, perdiendo de repente el equilibrio.
Uno de sus tacones se dobló y no pudo evitar la caída. Sus manos, en un intento desesperado por sostenerse, se aferraron a lo primero que encontraron: una tela suave, fina… casi sedosa. Apretó sin pensar, buscando estabilidad.
Y entonces su cuerpo cayó… completamente sobre alguien.
Un aroma masculino, fuerte, ligeramente amaderado, le inundó los sentidos. Sintió cómo su mejilla tocaba algo firme y cálido: el pecho de alguien.
Olivia levantó lentamente la vista…
Y se encontró con unos ojos helados color verde.
El hombre frente a ella no parecía impresionado. Su rostro era frío, elegante, de líneas perfectas, como talladas en mármol. Y aunque no dijo una sola palabra, sus ojos decían mucho.
Olivia sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Había caído… sobre el mismísimo Edward Campbell.
—¿Quién eres tú? ¿Por qué tomas el ascensor de los ejecutivos? —exclamó una voz masculina, teñida de sorpresa e irritación.
Olivia se giró, todavía tambaleándose, con las mejillas encendidas por la vergüenza.
—Lo siento, estoy aquí para una entrevista y tengo prisa… —intentó levantarse mientras hablaba, deseando desaparecer de la vista de todos.
Pero el destino parecía empeñado en jugarle otra mala pasada.
Su largo cabello ondulado, que siempre solía caer con gracia sobre sus hombros, se había enganchado en uno de los botones del saco del hombre que tenía frente a ella. Al tirar hacia atrás, el cuero cabelludo le dolió y, en su intento por equilibrarse, volvió a apoyarse sobre el pecho del desconocido, presionándolo con ambas manos.
—¡Lo siento! ¡No era mi intención! —exclamó, casi jadeando, sus mejillas ahora de un rojo encendido.
El ascensor quedó en un silencio tenso por un par de segundos. Entonces, una leve carcajada se escapó de alguien. Y otra. Algunos presentes, que habían presenciado la escena, se taparon la boca rápidamente al sentir la mirada helada del hombre atrapado con Olivia.
Arrugó el ceño con una expresión sombría, claramente incómodo, pero más por la situación absurda que por la proximidad física. Para alguien tan notoriamente que despreciaba el contacto físico con otras personas como él, aquello habría sido insoportable con cualquier otra mujer.
Pero con ella…
Él no se movía. No apartaba sus ojos de su rostro, como si intentara recordar algo.
Mientras tanto, Olivia no sabía dónde meterse. Intentó liberarse torpemente, pero el tirón sólo enredaba más su cabello. Las palmas le sudaban y su respiración se aceleraba.
—Lo siento, lo siento mucho… ¿Podría, podría ayudarme? —pidió, sintiéndose cada vez más ridícula. No podía perder esta oportunidad de trabajo por algo tan tonto.
Edward parpadeó lentamente. Había algo en esa voz. En su olor. En la forma desesperada —y honesta— con la que lo miraba.
Era como un eco.
Una memoria vaga, pero intensa.
Él no dijo nada al principio. Luego, inesperadamente, bajó la vista y deslizó sus dedos largos y precisos hacia su cabello. Con movimientos suaves pero firmes, comenzó a liberar los mechones atrapados.
—No te muevas. Relájate —ordenó con voz fría, baja… pero no cruel.
Olivia tragó saliva. Esa voz...
Esa voz... me resulta familiar.
El corazón se le detuvo un segundo.
Un recuerdo, como una ráfaga, la golpeó.
La noche de hace cinco años.
En la oscuridad, confundida, dolorida y mareada… abrió los ojos un instante. No pudo ver claramente su rostro, pero sí sus labios. Finos, sonrosados.
Y esa voz. Esa misma voz que ahora la atravesaba como un rayo.
—Gracias… —murmuró con un hilo de voz, incapaz de apartar la mirada.
No obtuvo respuesta.
Edward simplemente terminó de soltar su cabello, se enderezó, y volvió la vista al frente. Indiferente. Silencioso.
Pero Olivia no pudo evitar mirarlo con detenimiento. Su porte elegante, el traje hecho a mano de impecable corte. Sus labios fruncidos eran tan perfectos. Su expresión, distante y arrogante, irradiaba poder y control absoluto. ¿Sería él? Negó en absoluto.
Ella bajó la mirada rápidamente, maldiciéndose por su torpeza. No podía permitirse pensar en aquella noche ahora. Necesitaba ese trabajo.
Y aún no sabía que el mismo hombre ante quien se había humillado…
era el padre de su hija.