SALVATORE
Llamo otra vez. Y otra. Y otra más.
El tono suena una vez… dos veces… tres…
—Tinnn… tinnn… tinnn…
Silencio.
El teléfono está apagado.
Suelto un suspiro y dejo el móvil a un lado. Quinta vez que intento y nada. Bianca no me contesta.
Me las arreglé para conseguir mis cosas con la ayuda de unas enfermeras que, después de un par de sonrisas y algunas palabras amables, accedieron a traerme mi billetera, mi móvil y lo que quedaba de mi ropa.
No puedo moverme mucho, sigo hospitalizado en el Hospital Central de Kitzbühel, pero al menos tengo acceso al mundo exterior.
Lo primero que hice fue intentar llamarla. Lo segundo, llamar a Alessandro, mi primo.
Llega al hospital sin demora, siempre ha sido así. Un tipo confiable, serio, con ese sentido del deber que parece correr en nuestra sangre. Me mira con preocupación apenas entra a la habitación.
—¿Cómo te sientes? —pregunta, tomando asiento junto a la cama.
—Podría estar mejor —respondo, sin mucho ánimo.
Alessandro se cruza de brazos y me observa con su típica expresión de hermano mayor preocupado. No lo es, pero a veces se comporta como si tuviera esa responsabilidad sobre mí.
Se sienta en la silla junto a la cama, sin dejar de estudiar mi cara.
—¿Es solo el accidente o hay algo más?
Desvío la mirada. No quiero hablar de Bianca, no quiero admitir que lo que más me duele en este momento no es mi columna hecha mierda ni la incomodidad del hospital, sino el hecho de que ella me haya dejado aquí.
Saco el móvil y entro a sus r************* . Ahí está. Sonriente, publicando la historia del parapente. Videos, fotos, emojis, comentarios de sus amigos felicitándola por la experiencia.
“Como si yo no hubiera estado ahí”.
“Como si nunca hubiera existido”.
‘Como si no le importara’.
De mí, ni una sola mención.
Me humillo un poco más y le dejo un mensaje corto:
"¿Dónde estás?"
Nada.
Otro.
"Llámame cuando puedas."
Silencio.
Vuelvo a su perfil, reviso de nuevo su contenido. Ahí está, contándole al mundo sobre su aventura, mientras yo sigo aquí, encerrado entre cuatro paredes blancas, esperando una respuesta que no llega.
Aprieto los dientes y, contra mi orgullo, le dejo un último mensaje:
"¿Es en serio, Bianca?"
Sigo esperando. Sigo sin recibir nada.
Alessandro suspira.
—¿Quieres que haga algo?
Niego con la cabeza y dejo el teléfono sobre la mesa.
Bianca me ama.
O al menos, eso creía.
Después de un rato, Alessandro sale a no sé dónde. Regresa una hora después con un grupo de enfermeros. Frunzo el ceño, sorprendido.
Lo miro y él me explica:
—Cuadré todo, hermano. No permitiré que te quedes aquí postrado. Tu columna está mal, debe verte un experto y este hospital no tiene las condiciones.
Estoy desesperado, pero no me resisto.
Inmediatamente me trasladan en helicóptero a un hospital privado en Zúrich, Suiza: Klinik Hirslanden.
—Hermano, confía. Estarás como nuevo, solo pon de tu parte. —dice Alessandro cuando estoy a punto de entrar a cirugía.
◆◇◆◇
Ha pasado exactamente una semana desde mi cirugía de columna.
Si el accidente fue caótico, la recuperación es una maldita tortura. No solo me partí la pierna al impactar contra el suelo, sino que mi columna se llevó la peor parte.
Los médicos dicen que tuve suerte de no quedar completamente paralizado.
Fractura vertebral severa, daño en los discos intervertebrales y una compresión peligrosa en la médula espinal.
Palabras técnicas que suenan aterradoras, pero la realidad es aún peor: no puedo mover mis piernas.
Estoy en Zúrich, en un hospital privado que huele demasiado a limpieza y dinero.
La cama es cómoda, la atención es de primer nivel, pero nada de eso importa cuando te despiertas cada día con el mismo pensamiento:
¿Volveré a caminar?
Los cirujanos hicieron lo posible por estabilizar mi columna. Colocaron placas, tornillos, injertos óseos. Varias operaciones y más que vendrán.
Dicen que la rehabilitación será larga, dolorosa, incierta. Tal vez en algunos años pueda volver a caminar, si todo sale bien.
Si.
Si mi cuerpo responde.
Si mi fuerza de voluntad aguanta.
Si no me hundo en esta desesperación que crece con cada minuto en esta cama.
Aprieto el teléfono entre mis dedos y miro la pantalla en silencio.
Bianca no ha llamado.
No ha enviado un mensaje.
No ha preguntado por mí.
Pero en sus r************* , la historia del parapente sigue en tendencia.
Videos, fotos, comentarios llenos de emoción.
De mí, ni una sola mención.
Como si nunca hubiera estado allí.
Como si no me hubiera estrellado contra la montaña y destruido mi vida en el proceso.
—Tranquilo, Salvatore. Estarás bien, te recuperarás pronto y esto solo será un mal recuerdo. —me dice Alessandro, justo antes de regresar a Italia.
Debo quedarme aquí al menos cinco semanas más y luego empezar la recuperación.
Me doy por vencido. Definitivamente, Bianca desapareció por completo.
El tiempo sigue pasando.
Yo sigo aquí, atrapado en este infierno.
Mis piernas no responden y me siento como una mierda.
Es la quinta enfermera que corro en el mes.
Mi mal humor me consume, pero lo peor de todo… es que esto apenas comienza.
Las horas en este maldito hospital se sienten eternas. El día y la noche se confunden entre sí, porque da igual si hay sol o si llueve. Aquí todo es lo mismo: pastillas, inyecciones, revisiones médicas, fisioterapia inútil que no me lleva a ninguna parte.
Mis piernas siguen sin responder. Mi paciencia también.
Estoy al borde de mandar todo a la mierda cuando escucho un golpe en la puerta.
—¿Se puede?
Reconozco la voz antes de verlo. Rafael Moretti.
Levanto la vista y ahí está, parado en el umbral con su clásica sonrisa despreocupada, como si no acabara de encontrarme postrado en esta cama, hecho una mierda.
A su lado, otro rostro familiar. Leonardo Marchesi, dos viejos amigos, Rafael y Leo el más tranquilo del grupo, pero también el más calculador.
—Mierda, Salvatore —dice Rafael, caminando hacia mí—. De verdad te jodiste feo.
Me río, pero sin ganas.
—Gracias por el recordatorio. Justo lo que necesitaba.
Rafael me da una palmada en el hombro, sin dejar de observarme con un brillo de preocupación en los ojos. Moretti nunca ha sido sentimental, pero sé que en el fondo, me aprecia más de lo que dice.
—Sabía que te gustaban las emociones fuertes, pero estrellarte contra una montaña me parece exagerado —bromea Leonardo, sentándose en la silla al lado de la cama.
—No fue mi mejor idea —admito, recostándome contra las almohadas.
Rafael se cruza de brazos y suspira.
—¿Y qué dicen los médicos?
—Que puede tomar años… o tal vez nunca.
Silencio.
Los dos intercambian una mirada rápida, esa que no necesito ver para saber lo que significa: preocupación y lástima.
Y odio la lástima.
—Bueno, entonces habrá que asegurarnos de que te recuperes en menos tiempo. —dice Rafael, encogiéndose de hombros—. Vamos a conseguirte al mejor terapeuta, los mejores médicos, lo que haga falta.
—Alessandro ya está en eso —respondo.
—Bien, así nos ahorra trabajo —añade Leonardo, con su tono sereno de siempre—. Pero también vamos a asegurarnos de que no te hundas en este hospital, Salvatore. Porque, por lo que veo, ya estás en camino a convertirte en un paciente insoportable.
Sonrío con ironía.
—¿Y qué proponen? ¿Traerme un circo al hospital?
Rafael se inclina sobre la cama con una sonrisa de pura malicia.
—No, algo mejor.
Leonardo saca su teléfono y lo agita en el aire.
—Vamos a distraerte un poco. Y, de paso, a hacerte olvidar a esa cabrona.
Me tenso al escuchar eso. No quiero hablar de Bianca, pero ellos la mencionan como si no fuera nada. Como si no importara.
Como si no me hubiera dejado aquí.
—No quiero hablar de ella.
—Exactamente por eso vamos a hablar de ella —insiste Rafael—. Salvatore, hermano, sé que la amas, pero… ¿qué carajos esperas? ¿Que te llame y llore por ti?
No respondo.
Porque sí, lo he esperado.
Porque, a pesar de todo, una parte de mí sigue aferrándose a la idea de que algún día sonará el teléfono y será ella.
Pero el silencio sigue.
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