Episodio sin título

1426 Palabras
Gael “Fuego en la mirada.” El humo de los cigarrillos y el murmullo de las conversaciones llenaban el bar, un caos cotidiano al que Gael nunca había pertenecido. Apoyado en el marco de la puerta, permanecía a medio paso de entrar, oculto entre sombras que parecían hechas a su medida. Entonces la vio. Lía entraba con el cabello húmedo pegado a las sienes, los labios tensos en una mueca de cansancio, la bandeja contra la cadera como si fuera un escudo. Para cualquier otro, era solo una camarera más lidiando con su turno. Para él, era la única grieta en el acero que había construido en torno a su vida. Sus dedos se crisparon en los bolsillos de la chaqueta. La parte más instintiva de sí mismo quería atravesar el bar, acortar la distancia y reclamar esa atención que aún sentía en la boca desde aquel beso robado. Pero se contuvo. Se obligó a quedarse quieto. Porque Lía no era como las demás. No corría hacia la llama, huía de ella. Y quizá por eso lo encendía más. Desde su rincón, la observó moverse entre las mesas: ágil, seria, con esa lengua afilada que no dudaba en usar contra quien se pasara de la raya. A Gael le fascinaba esa fuerza, pero también lo inquietaba. Le recordaba que había límites que ni siquiera él podía cruzar sin consecuencias. Una carcajada estalló en el local y ella giró la cabeza, arqueando una ceja en advertencia a un grupo de clientes. Gael sonrió por lo bajo: no necesitaba levantar la voz para imponerse, bastaba su mirada. Igual que yo, pensó. No dio un paso. No dijo una palabra. Solo dejó que la imagen de Lía se grabara en él, como un tatuaje invisible que ardía bajo la piel. Y mientras el bullicio del bar seguía girando, Gael supo algo con una claridad brutal: podía contenerse esa noche, podía limitarse a mirar. Pero no sería capaz de hacerlo siempre. Lía “La chispa y la furia.” El bar hervía de ruido, vasos que chocaban y carcajadas que olían a cerveza rancia. Llevaba horas aguantando estupideces, pero aquel grupo estaba superando el límite. Dejé caer dos vasos sobre la mesa, sin una sonrisa, y ya me estaba dando la vuelta cuando una mano mugrienta me atrapó la muñeca. —Qué prisa, guapa. Siéntate un rato, ¿o qué? El asco me recorrió como un relámpago. Lo miré directo a los ojos, con esa calma que aprendí de Óscar: la que avisa antes de la tormenta. —Suéltame. El imbécil rió, apretándome un poco más. —Vamos, solo un trago juntos. Mi sangre ardió. Lo que más odiaba era esa sensación de pertenencia que algunos hombres se creían con solo tocarte. Me incliné hacia él, afilando la voz como un cuchillo. —La próxima vez que me pongas un dedo encima, te vas a arrepentir. Él se levantó a medias, arrastrando la silla con estrépito. —¿Me estás amenazando, camarera de mierda? Estaba lista para plantar cara, aunque tuviera que estamparle la bandeja en la cabeza. Pero antes de que pudiera moverme, alguien lo arrancó de su asiento. Vi su cuerpo estampado contra la pared, el cuello de la camisa atrapado en una mano que no temblaba. Gael. Mi respiración se detuvo un segundo. Lo había visto entrar, sí, lo había sentido, pero jamás pensé que intervendría. Y menos así. —Ella dijo que la soltaras —su voz era un gruñido bajo, de esos que hacen más daño que un grito. El cliente intentó resistirse, pero Gael lo sostuvo con una calma feroz. No había violencia desatada, había algo peor: control absoluto. —Vuelve a tocarla y te arranco la mano —le susurró tan bajo que casi creí haberlo imaginado. Un escalofrío me recorrió la espalda. No de miedo, sino de algo que no quería admitir. Gael lo soltó de golpe y el hombre cayó en la silla, pálido como un papel. El bar entero se quedó helado, conteniendo el aire. Yo también. Me crucé de brazos, como si quisiera borrar el temblor en mis dedos. No necesitaba a nadie para defenderme, y sin embargo, verlo allí, interponiéndose entre mí y el mundo, me removió el suelo bajo los pies. Al levantar la mirada, lo encontré observándome, intenso, como si yo fuera el único ruido en la sala. Y desde la barra, Héctor. Su mirada fue un recordatorio incómodo: no estábamos solos. El incendio ya no estaba quieto. Había prendido, y lo había visto todo el bar. Gael “Lenguas de fuego.” La puerta del bar se cerró de golpe tras de mí, con el murmullo de la clientela todavía ardiendo en mis oídos. Afuera, la noche olía a lluvia y rabia. Lía salió detrás, la bandeja aún en la mano como si fuera un arma. Caminaba rápido, los pasos firmes sobre el asfalto mojado. —¡Tú! —me giré antes de poder contenerme, y la voz me salió más áspera de lo que quería—. ¿Qué demonios pensabas hacer ahí dentro? ¿Dejar que ese cabrón te manoseara? Se detuvo, con los ojos encendidos. —Iba a arreglármelas sola, gracias. No necesito que vengas a hacer de héroe. Me reí por lo bajo, un sonido que sabía que la iba a sacar de quicio. —¿Eso llamas arreglártelas? Un borracho a punto de pegarte un guantazo. —Tengo manos, Gael, y sé usarlas —me espetó, clavándome la mirada como cuchillos—. No soy una muñeca de porcelana. Me acerqué, acortando la distancia hasta que la lluvia se convirtió en un hilo entre nosotros. —No eres una muñeca. —Mi voz bajó, cargada de un filo que no logré ocultar—. Precisamente por eso no voy a dejar que nadie te toque. Vi cómo le temblaba un instante la respiración, aunque se cubrió al instante con esa lengua afilada suya. —Qué bonito. ¿Y qué sigue? ¿Vas a marcarme como si fuera tuya? Un gruñido se me escapó entre los dientes. —No lo digas como si no te gustara. Ella arqueó una ceja, desafiante, y dio un paso aún más cerca. Sus labios estaban demasiado cerca, demasiado rojos bajo la luz de la farola. —Me gustan muchas cosas, Gael. Que me salven sin que lo pida no está en la lista. Mi cuerpo se inclinó sin pensar, arrastrado por esa mezcla de furia y deseo que solo ella podía encender. Pude olerla, sentir el calor de su piel. Estaba a un suspiro de besarla de nuevo. Pero su mano se alzó contra mi pecho, firme, clavándome en seco. —No. Esa sola palabra me atravesó más que cualquier bala. La miré, la mandíbula tensa, sin apartarme del todo. Ella no retrocedió tampoco. Era un pulso sin ganador. —¿Tienes idea de lo que me haces perder la cabeza? —escapé en un susurro, la confesión más cruda que me había permitido en años. Sus ojos ardieron, orgullosos, crueles y hermosos al mismo tiempo. —Ese es tu problema, no el mío. La rabia y el deseo se mezclaron en mi pecho, abrasándome por dentro. No la besé. No la dejé ir. Solo quedé atrapado en esa línea que nos separaba y nos unía, esa que ardía como fuego bajo la piel. Nico “Sombras devoradas.” Desde la esquina más oscura de la calle, Nico fumaba despacio, el cigarro encendido como un ojo rojo en la penumbra. No necesitaba acercarse demasiado; lo veía todo. Primero, la escena en el bar: Gael imponiéndose como si fuera el único hombre con fuerza en esas paredes. Después, la discusión fuera, esa pelea que parecía a un paso de volverse un beso. Nico apretó los dientes, tragándose la rabia junto con el humo. Siempre lo mismo. Lía, con esa lengua de fuego, desafiando al mundo. Y ahora, ese extraño que había aparecido para encenderla más de lo que él jamás había logrado. —No te conviene, preciosa… —susurró en voz baja, como si ella pudiera escucharlo. Gael lo irritaba más de lo que quería admitir. Era como mirarse en un espejo deformado: la misma sombra, pero con luz propia. Y Lía… Lía parecía sentirlo. Eso era lo que más lo consumía. El cigarro le ardió en los dedos hasta quemarle la piel. No lo soltó. Dejó que el dolor le recordara que no podía quedarse de brazos cruzados. Que el papel de fantasma había terminado. La sombra ya no quería observar. Quería devorar.
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