Lía
“Entre sueños y cicatrices.”
El sonido llegó antes que la imagen. Una respiración en mi oído, caliente, posesiva, seguida de un murmullo que conocía demasiado bien.
—Mía.
Esa palabra me heló incluso dentro del sueño.
No quise girarme, pero lo hice. Y lo vi.
Primero fue Manuel, con su sonrisa perfecta y su sombra pegada al alma. Luego, en un parpadeo, su rostro se distorsionó. Los ojos se endurecieron, la mandíbula cambió, la voz se volvió más grave.
Era Gael.
Retrocedí, pero las manos me sujetaron igual. No importaba el nombre: el gesto era el mismo, la sensación idéntica. El mismo fuego que una vez me había quemado hasta dejarme hueca.
—No… —intenté hablar, pero la voz no salió.
El sueño se rompió de golpe, como un vidrio astillado.
Desperté jadeando, con el corazón martilleándome las costillas y la sábana pegada a la piel por el sudor.
Durante unos segundos no supe dónde estaba. El techo, la penumbra del cuarto, el ruido lejano de la calle. Todo era demasiado real y demasiado frágil a la vez.
Me senté en la cama, pasándome las manos por el rostro. El temblor en los dedos me traicionó.
Hacía años que no soñaba con Manuel. A veces creía haberlo enterrado, y otras, como esta noche, regresaba como si nunca se hubiera ido.
Me levanté despacio, buscando refugio en el baño. Encendí la luz y el espejo me devolvió una imagen que no reconocí.
Ojeras, labios entreabiertos, la piel marcada por una historia que aún me dolía recordar.
—No eres ella —murmuré, intentando convencerme.
Pero lo cierto es que no estaba tan segura.
Porque por más que quisiera negarlo, la sensación del sueño seguía viva: la respiración en mi cuello, la mezcla de miedo y deseo, esa misma línea peligrosa que creí haber aprendido a evitar.
Gael.
El nombre me salió en un suspiro. Cerré los ojos, furiosa conmigo misma. No quería compararlo con Manuel. No quería. Pero el reflejo en el espejo me observaba como si lo hiciera por mí.
Apoyé las manos sobre el lavabo y dejé que el agua fría me despertara del todo.
Tenía que volver a centrarme. Tenía que ser más fuerte que mis recuerdos.
El problema era que los recuerdos no siempre obedecen.
Y el mío acababa de tomar forma de hombre.
Gael
“Sombras conocidas.”
El taller de Rubén olía a metal quemado y gasolina vieja. El tipo seguía siendo el mismo de siempre: calvo, de manos grandes, con el cigarro colgándole del labio aunque no lo encendiera nunca.
—No te veía desde que cruzaste la frontera —dijo Rubén sin levantar la vista, mientras limpiaba una bujía con un trapo ennegrecido—. Pensé que te habías quedado allá, haciendo dinero fácil.
Gael se encogió de hombros, apoyado contra el capó de un coche a medio desmontar.
—El dinero nunca es fácil. Y menos cuando lleva la firma de Anselmo.
Rubén soltó una carcajada seca.
—Así que sigues trabajando para él.
—Trabajo para nadie —respondió Gael, pero el tono no convenció ni al aire.
El silencio que siguió pesó más que las herramientas esparcidas sobre la mesa. Rubén lo estudió con ese ojo viejo de quien ha visto demasiadas caídas.
—¿Y la chica? —preguntó al fin, sin rodeos.
Gael levantó la mirada, alerta.
—¿Qué chica?
—Vamos, Gael. No soy idiota. Te vi salir del bar el otro día. No se mira así a alguien si solo es una camarera.
Una chispa le subió por la garganta, pero se la tragó.
—No te metas en eso.
Rubén dejó la bujía y encendió, por fin, el cigarro.
—Sabes cómo termina cuando te metes con alguien que no pertenece a nuestro mundo. Siempre igual. Te lo digo por experiencia: las debilidades se pagan caro.
Gael se tensó, clavando los ojos en el suelo.
—No es debilidad.
—Claro que lo es —interrumpió Rubén—. Solo que aún no lo has entendido. Las debilidades no siempre son lo que uno teme perder, sino lo que lo hace sentir vivo.
Gael no respondió. Apretó los puños dentro de los bolsillos, conteniendo algo que no tenía nombre.
—No sé de qué hablas —murmuró al fin, aunque los dos sabían que mentía.
Rubén soltó el humo hacia el techo.
—Sí lo sabes. La pregunta es si vas a dejar que esa chica lo descubra antes que tú.
Gael giró la cabeza hacia la ventana, donde la noche se filtraba a través de la cortina de polvo. Se vio reflejado en el cristal, la silueta recortada por la luz de una farola.
Un reflejo roto.
Exactamente como se sentía.
—No pienso perder el control, Rubén.
—Nadie planea perderlo —respondió el otro, apagando el cigarro—. Solo pasa. Y cuando pasa, ya no hay vuelta atrás.
Gael no lo escuchó más. Salió del taller con el zumbido del neón apagándose detrás de él y la sensación de que, por primera vez en mucho tiempo, ya no sabía a qué lado pertenecía.
Lía
“El espejo del pasado.”
El café estaba casi vacío. El vapor del capuchino empañaba el cristal y me devolvía un reflejo que no terminaba de reconocer. Ni siquiera el ruido del tráfico lograba distraerme de la incomodidad que me provocaba la mirada de Óscar.
—¿Vas a seguir mirándome así? —pregunté, sin apartar la vista de la taza.
—¿Así cómo? —respondió con ese tono tranquilo que siempre usaba antes de soltar una bomba.
—Como si estuviera a punto de cometer otra estupidez.
—No “como si” —dijo él, apoyando los brazos sobre la mesa—. Es exactamente eso.
Levanté la mirada, clavándola en la suya.
—No empieces, Óscar.
—Ya empezaste tú —me interrumpió—. Estás caminando por el mismo borde de siempre.
El nombre que no quería escuchar estaba al acecho, esperándolo en sus labios. Y llegó.
—¿De verdad no te das cuenta, Lía? Tienes la misma mirada que tenías con Manuel.
Mi estómago se contrajo. No por él, sino por todo lo que ese nombre seguía arrastrando.
—Gael no es Manuel —dije, más para mí que para convencerlo.
—Tal vez no —replicó con calma—, pero tú sí eres la misma cuando te dejas arrastrar por lo que te quema.
El aire se volvió pesado. No lo soportaba cuando usaba ese tono: el de quien no juzga, pero no deja escapar ni una verdad.
—No me estoy dejando arrastrar —respondí, tensa.
Él arqueó una ceja.
—Entonces explícame por qué no duermes, por qué tiemblas cuando lo nombras y por qué te tiembla la voz cuando lo niegas.
No contesté. No podía.
Las palabras se me quedaron atascadas en la garganta, junto con la rabia, el miedo y algo más que no quería ponerle nombre.
Me limité a decir lo único que salió:
—No es lo mismo, Óscar. Con él siento… —Me detuve. Las manos me temblaban. No supe si era rabia o deseo—. No sé lo que siento.
Él suspiró, apoyándose en el respaldo.
—Y ahí está el problema.
Sus palabras me dolieron más de lo que admití. Bajé la mirada a la taza, donde el café se había enfriado.
—¿Y qué se supone que haga? ¿Que lo ignore? ¿Que me encierre otra vez y finja que ya no siento nada?
Óscar me miró con esa mezcla de ternura y cansancio que solo él sabía sostener.
—Solo quiero que no repitas la historia pensando que esta vez va a terminar diferente.
Sentí que me rompía por dentro. No porque tuviera razón, sino porque una parte de mí sabía que la tenía.
Él me extendió la mano sobre la mesa. La tomé sin pensarlo, sin decir nada.
—Si vas a saltar otra vez, al menos asegúrate de no hacerlo sola —murmuró.
Tragué saliva y sonreí con amargura.
—Siempre salto sola, Óscar. Esa es mi especialidad.
Su sonrisa fue triste, resignada, como si ya supiera que ninguna advertencia iba a salvarme de mí misma.
Gael
“El pulso.”
El bar estaba casi vacío, apenas el murmullo de unas voces y el tintinear de copas. La vi detrás de la barra, moviéndose con esa calma que solo era fachada. Cada gesto suyo era un desafío.
No se giró, pero su cuerpo supo que yo estaba allí.
—¿Vienes a beber o a provocar? —preguntó sin verme.
Sonreí.
—A veces es lo mismo.
Se volvió despacio. La luz le dibujó un reflejo dorado en el cuello, y por un instante olvidé qué había ido a decirle. Llevaba esa expresión que siempre me desarma: firme, impaciente, imposible.
—Si has venido a disculparte, no hace falta —dijo con frialdad—. No me ofende que un hombre defienda lo que cree suyo, siempre y cuando no me confunda con una de sus posesiones.
Su voz era puro filo. Me la merecía.
—No defiendo lo que es mío. Defiendo lo que no deberían tocar.
—Qué diferencia tan poética —replicó, cruzándose de brazos—. Pero te aviso: a mí no me defiende nadie.
—No te defendí —dije, y me escuché más tenso de lo que pretendía—. Reaccioné.
—Lo sé. Ese es el problema.
Nos quedamos mirándonos. El aire entre nosotros pesaba más que las palabras.
Su mirada me golpeó con la misma fuerza que la primera vez.
Era imposible no pensar en el hombre que la había lastimado antes.
Imposible no imaginarlo repitiéndose, con otro nombre. Con el mío.
—¿Te molesta que me haya metido o que te haya gustado que lo hiciera? —pregunté, antes de poder frenarme.
Ella me fulminó con los ojos.
—Me molesta que creas que puedes leerme.
—No necesito leerte —di un paso hacia ella—. Solo tengo que verte.
Su respiración cambió, leve pero perceptible. No retrocedió.
—¿Y qué ves? —me desafió.
—Una mujer que se miente cada vez que dice que no siente nada.
Y era verdad. Lo veía en sus ojos, en la forma en que contenía el temblor, en la rabia con que me hablaba solo para no mirarme como quería hacerlo.
—Y yo veo a un hombre que confunde el control con la fuerza —me devolvió.
Sonreí, aunque me ardían las manos de ganas de tocarla.
—No pienso dejar que nadie me domine, Gael. Ni tú, ni nadie.
—Nunca fue eso lo que quise —respondí, y por un segundo mi voz sonó más sincera de lo que debería.
—Entonces, ¿qué quieres?
La pregunta se quedó suspendida entre los dos.
Me acerqué un poco más. Sentí el calor de su piel, el perfume de jabón y lluvia que siempre me jodía la cabeza.
—Ver hasta dónde ardes antes de huir.
El silencio nos envolvió. Podía oír su respiración mezclada con la mía. Un paso más y la hubiera besado, un suspiro más y me habría perdido en ella.
Pero no lo hice. No todavía.
Lía no era una conquista. Era una frontera. Y yo ya había cruzado demasiadas.
Ella bajó la mirada un instante, apenas, lo suficiente para que supe que no era la único ardiendo.
Cuando se alejó, su perfume se quedó flotando.
Y yo… yo supe que el reflejo roto que había visto en la ventana del taller no era el mío.
Era el de los dos.