—¡Un sendero! —respondió murmurando Iván, silenciando el recelo que de pronto floreció en él.
Cristóbal había caído entre dos árboles que, con ayuda de una enredadera y una conveniente posición, ocultaba un evidente camino marcado en el suelo. Más de una persona pasaba de forma frecuente por esa ruta, eso estaba claro.
—¡No puede ser! —vociferó el joven por completo anonadado luego de levantarse.
Regina en cambio se mantuvo sigilosa y caminó con lentitud, abriéndose paso por el grueso follaje.
—¡Un momento! —insistió Iván, quien se mantuvo en su sitio junto a Cristóbal—. No sabemos lo que hay más allá, y por si fuera poco ya está oscureciendo. No podremos solos si algo más se nos presenta, recuerde que somos solo tres.
La mujer observó con detenimiento a los dos hombres y por su rostro cruzó una llamarada de enojo.
—Escúchame bien —se dirigió directo a él—, si no quieres ir, puedes volver, pero recuerda que al hacerlo te olvidas de tu cargo y quizá de tu nombre, porque no creo que nadie quiera tener a hombres cobardes para protegerlos. Así que si no tienes el valor, ¡largo! Supongo que ya sabes muy bien cuáles son las consecuencias —la voz le sonó amenazante, su paciencia era poca cuando se presentaban situaciones que la dejaban vulnerable.
Y es que ella casi siempre se comportaba de esa forma con las personas que la conocían. No contaba con ningún amigo en su lista y solía llegar a ser incluso cruel si la hacían llegar al tope de su paciencia; después de todo Isadora era su hogar y Orión su trabajo, tenía que protegerlos costase lo que costase.
Sin responderle, el joven caminó delante de ella. Cristóbal, quien era obvio que tenía desconfianza, fue reservado y mostró obediencia a pesar de que no estaba de acuerdo. Sabía que si veinte hombres no regresaron, menos lo harían tres.
El camino comenzó a parecerles más largo de lo que habían imaginado puesto que transcurrió poco más de media hora y no se veía el fin por ninguna parte. La noche se hizo presente con una luna nueva, entonces una profunda oscuridad comenzó a tragarse los árboles, y con ello todo lo demás. La gélida brisa que corría les recalcaba que su casa había quedado lejos y con ella la protección que les brindaba. Aun así, Regina no titubeó ni un instante. Sus guardias perdidos estaban por aparecer, lo sabía; al igual que sabía que el lugar no era seguro y tenía que estar alerta por si alguien o algo decidiese hacer acto de presencia.
Los tres compañeros caminaron en la oscuridad plena hasta que, de forma sorpresiva, Iván detuvo con algo de brusquedad a Regina, tomándola del brazo para impedirle que siguiera avanzando.
—¡Espere! Escuché algo —susurró muy cerca de su oído.
Ella y Cristóbal guardaron silencio y se percataron del porqué su compañero había hecho una intervención tan abrupta: eran voces, murmullos que se hacían más audibles mientras se acercaban sigilosos. Los caníbales sin duda no tenían lenguaje, al menos eso se decía en el pueblo, así que sospecharon que se trataba de personas civilizadas.
—¡Puede que sean ellos! —dijo Cristóbal emocionado.
—O puede que no. Recuerden que estamos en territorios desconocidos, debemos tener sumo cuidado —rebatió Iván al saberse en un peligro constante. Se sentía nervioso, aunque no lo exteriorizó porque sabía que ser valiente era su obligación.
Los dos hombres desenvainaron las espadas antes de retomar el camino; Regina mantuvo la suya en la vaina, pero con la mano en la empuñadura por si había motivos para dejarla salir.
La senda estaba por terminar y los murmullos que se incrementaban los llevaron a una zona por completo desolada y aún más ennegrecida. Se encontraban en un lugar demasiado extraño; incluso el aire era distinto, más denso y algo desagradable. Había una vuelta en forma de “c” y después de girar se dibujaba un nuevo camino que descendía. Todo estaba oculto con tanto cuidado, que les erizó la piel a los tres.
—Estamos cerca, ¡lo sé! —presintió Iván, dejándolo expresar con un tono más alto sin darse cuenta.
—¡Más de lo que deben! —amenazó una ronca y desconocida voz que los dejó atónitos.
Como espectros a su alrededor, se levantaron sombras tenebrosas con formas de hombres. Regina pretendió atacar, pero antes de que pudiese sacar la espada, un hombre la detuvo con una simple frase.
—¡Ni lo intentes! —gritó, y apresó a Cristóbal por la espalda, tomándolos por sorpresa—, si lo haces matarás a tu compañero.
Con tan solo un movimiento rápido el sujeto ya apuntaba su espada al cuello del joven que no tuvo tiempo de reaccionar.
«¿Pero quién le dio la entrada a Orión a este fracasado?», se cuestionó al saberlo tan inexperto y torpe.
—Tira al suelo el arma, ¡ahora! —ordenó otra voz poco amigable.
Iván también había sido detenido y desarmado sin tanto esfuerzo por otro sujeto; ya no era un tema de debilidad.
«Estos hombres no son ordinarios», pensó ella. Los guardias tenían entrenamiento y conocimientos amplios de defensa, al menos la mayoría, y no concebía que los neutralizaran de esa manera. La mente de la mujer comenzó a hacerse infinidad de preguntas mientras se mantenía inmóvil en posición de ataque. Desde la infancia les habían recalcado una y otra vez que fuera de la enorme muralla de su gran pueblo no existía ni siquiera una aldea o gente con la que se pudiera convivir o tratar. Una gota de sudor fue cayendo por su mejilla izquierda al darse cuenta de que esa afirmación era una completa mentira.
—¿Aah, no quieres obedecer? —pronunció una mujer desde las sombras—. Pues si no lo haces, mataremos también a los otros. ¿O no son a ellos a quienes buscaban?
—¡Lo sabía! —aseguró furiosa—. ¿Qué les han hecho? Exijo saberlo en este instante. —Su actitud desafiaba a los desconocidos.
De pronto uno de ellos saltó de la oscuridad y se le acercó con cierto histrionismo. Se trataba de un hombre alto, muy corpulento y mala cara.
—No estás en condición de preguntar. —La amenazó con su espada cuando la tuvo lo bastante cerca—. Así que haz lo que te ordenamos, si no, la sangre correrá por tus malas decisiones.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que no tenía otra alternativa. Podía contar por lo menos a quince personas allí, quizá más y todos estaban protegidos con armas que, se notaba, eran fabricadas por ellos mismos; el brillo de sus espadas resplandecía y los mazos de cadena lucían intimidantes… Ni de broma podría salir viva si seguía en la misma postura. Además, estaban en juego las vidas de sus dos compañeros y las de los otros que tenían prisioneros. Todos esos motivos la hicieron obedecer muy a su pesar.
—Está bien. —Quiso parecer calmada—. Tranquilos. —Tiró al suelo la espada, quedando de pie sin saber qué vendría después. Por primera vez en toda su vida sintió una rabia que ardía en su interior como un incendio. Quería acabarlos a todos por hacerla parecer endeble.
—¡Deténganla! —ordenó otro extraño.
Dos hombres se acercaron y la sujetaron con fuerza de los brazos, para luego arrastrarla, mientras los otros los seguían regocijados como si hubiesen ganado un premio.
Se dirigieron por el camino misterioso que parecía que ellos conocían a la perfección. Ninguno sabía a dónde los llevaban, pero notaron que pusieron especial esmero en esconderse. Tan solo habían recorrido unos diez metros cuando, de pronto, algo los hizo frenarse de golpe. Una voz pidió con determinación que lo hiciesen y no dudaron ni un momento en obedecer. El dueño de esa voz fría se dibujó frente a ellos, todavía bañado en la oscuridad.
—¡Vaya! ¡Vaya! Más visitas —pronunció el recién llegado.
Un aura de malicia apareció alrededor de él; o al menos así lo veía ella.
Aquel desconocido se acercó con lentitud hasta que sus pasos sonaron tan próximos que Regina pudo sentir su presencia a un costado.
—Los encontramos husmeando por la entrada, creo que están buscando a su manada —le informó uno de los suyos.
—Felicidades, la encontraron —dijo, ofreciéndoles un par de aplausos.
—No hemos hecho nada en contra de ustedes, solo queremos a nuestra gente y nos iremos —pronunció Regina de forma firme para hacerse escuchar.
La figura del sujeto que seguía sin mostrar el rostro apareció delineándose justo frente a ella.
—¿Y tú esperas que te creamos? —indagó intrigado, observándola directo con una enorme sonrisa que sabía que la enardecería más—. Fue tu gente la que llegó demasiado lejos de su madriguera y cayó en simples trampas que ni los animales han tomado en serio. Así que no vengas a decirme lo que, es evidente, es una falacia.
Lo tenía tan cerca que pudo ver que era joven, tal vez de su misma edad o uno o dos años mayor, más alto que ella, y se escondía en una misteriosa capa larga color café oscuro con capucha que impedía que pudiese escrutarlo más.
—¿Y por qué no habrían de creerme? —lo cuestionó lanzando la pregunta como si se tratase de un inferior.
—¡Eres insolente, mujer! ¿Crees que puedes venir aquí con tus exigencias? —se mofó, dando una vuelta lenta a su alrededor—. ¿Creíste que vendrían aquí, soltaríamos a los tuyos y se irían todos felices y contentos? —Rio a carcajadas luego de preguntar y prosiguió—: Eso solo muestra que eres demasiado ilusa para saberlo.
—¡El iluso aquí eres tú! ¿Cómo te atreves? Solo porque estoy indefensa piensas que puedes hablarme así. Si tuviera mi espada te haría tragar esas arrogantes palabras —se atrevió a amenazarlo con bastante aversión pero, al soltar aquella frase, escuchó a los extraños burlarse sin reparo.
El chacoteo no cesaba, hasta que el hombre de la capa intervino.
—¡Bien!, me has desafiado. —Su sonrisa desapareció sin más y dio otra vuelta para intimidarla, como si fuera una bestia a punto de cazar—. Si nuestra invitada reta al anfitrión, esta debe ser servida.
El sujeto hizo una alabanza, recogió la espada del suelo y se la lanzó a los pies, luego dio unos cuantos pasos hacia atrás sin darle la espalda. Sus compañeros se colocaron en círculo para poder ver lo que iba a ocurrir.
—¡Libérenla! —pidió, poniéndose por completo serio. El aire movió la capa y le brindó más misticismo del que ya poseía—. Vamos a ver qué vale menos, si tu discurso o tu destreza.
Los que la detenían la lanzaron al suelo con desprecio y soltaron unas cuantas carcajadas.
Regina tomó su espada, se puso de pie y la sostuvo segura. Esta vez estaba lista para atacar, una humillación así debía ser vengada. Se colocó en posición y esperó a que él iniciara.
—¡Espera! —El contrincante levantó una mano—, aún no. Antes voy a darte una oportunidad, soy un caballero y es mi costumbre hacerlo —aseguró con tono serio—. Te daré opciones, así que escúchalas muy bien.
—Oh, un pacto con un raspamonedas[1] —resopló—. Suena tentador, ¡pero no!
—¡Puedes irte ahora!, en este momento —le dijo, ignorando la negativa—, salir de aquí. Nadie te seguirá y tú llegarás tranquila a casa. Podrás regresar sin tener que pelear y arriesgarte.
Regina se quedó pasmada. La oferta que el hombre le daba la dejó sin poder respirar por un instante, aun así no permitió que notasen su perturbación y respondió queriendo sonar firme.
—Y se supone que yo sí tengo que creerte, ¿cierto? Seguro que sí…
—Pero —interrumpió él de nuevo, haciendo caso omiso a sus palabras—, tus amigos no podrán volver.
—¡Esto es increíble! —Semejante propuesta le provocó algo de gracia—. ¿Eres capaz de creer que voy a irme sola? ¿Qué me marcharé segura de que nada me pasará y abandonando a mi gente? —La cólera que se encontraba a punto de superarla la dejó en silencio porque las palabras se amontonaron en su lengua.
—Entonces, ¿vas a enfrentarte a mí? —preguntó él, simulando hastío.
—No tengo otra alternativa, a menos de que el caballero que se jacta de serlo nos deje ir de aquí sin más problemas.
—¡Eso no va a pasar! Ser caballero no es lo mismo que ser un iluso. —Le dedicó una mueca de regocijo que se iluminó gracias a un repentino rayo de luz que cruzó por su rostro—. Ah, y de una vez te lo digo, si pierdes, todos y digo ¡todos! —Apuntó con su dedo a Cristóbal e Iván—, se quedarán aquí y nosotros decidiremos su futuro.
—Creo que olvidas un pequeño detalle. —Se mostró altiva y dio dos pasos hacia él—. ¿Qué pasará si yo gano?
—Mmm, lo olvidaba, es cierto. —Soltó una risotada y se aclaró la garganta antes de hablar—: Bueno, si es que es posible que ganes. —Se calló un instante para observar cómo los demás contenían las carcajadas—, tus amigos podrán irse, haciéndoles jurar que no dirán ni una sola palabra sobre lo sucedido, pero —añadió, apuntándola a ella—, aun así tú permanecerás.
—¡Eso es injusto! —gritó Regina con fuerza al saberse presa y sin ninguna posibilidad de escapar de las garras de esas personas que hasta ese día desconocía.
—¡No hables aquí de justicia! ¡Tú no sabes nada de ella! Tienes la opción de irte, ¡hazlo! ¡Largo! Eres libre —soltó enojado luego de escucharla decir aquella frase.
El ambiente comenzaba a ponerse aún más tenso de lo que ya se encontraba y la conversación no ayudaba en mucho.
—¡No acepte! Debe haber otra manera —suplicó Iván desesperado, intentando zafarse sin éxito de los hombres que los sujetaban.
Regina divagó un instante. Sabía que las opciones que tenía eran las peores, pero aun así había que elegir. Decidió que lo mejor era no pensarlo demasiado y levantó su espada larga, tomando posición para iniciar. La empuñadura refulgía y fue sujetada con fuerza. Fue observando con cuidado cada punto de ese oscuro sitio, analizando la zona hasta que su vista se posó sobre su rival. Estaba segura de que no trataba con un viejo por cómo se movía y el timbre de su voz. Medía unos veinte centímetros más que ella y su complexión parecía ser la de alguien fuerte aunque no tan corpulento. La capa oscura que le escondía el rostro hizo que solo sus maliciosos ojos brillaran en esa noche infernal, pero no tenía miedo.
Sin esperar más, avanzó hacia adelante blandiendo la espada y descargó un ataque violento, sabía que tenía que ser rápida para no darle ventaja; pero el hombre lo atajó de inmediato al confirmar que ella pelearía. Ambas espadas se alzaron y chocaron, una, dos, tres veces. Regina se sentía sorprendida y lanzó una embestida todavía más brutal, pero su enemigo era ágil y logró evadirlo sin dificultad.
Comenzó así un encuentro por demás inusual. El sonido que el metal chocando provocaba iba dejando confundidos a los espectadores. Quizá ninguno de los dos contrincantes se había encontrado tan al límite como en esa pelea. Ni tan siquiera con el más fuerte de los guardias era así: extrema y violenta. Estaba dispuesta a abrir su carne o hasta cortar su cabeza de ser necesario.
Cada estocada de ella, él lo detenía con rapidez, y cada tajo de él, ella salía bien librada. Los minutos transcurrieron y las ansias de los que observaban reflejaron indignación y asombro ante su resistencia.
El desconocido se sentía impresionado de que una mujer se colocara tan a su nivel, pero disfrutaba en absoluto el verla defendiéndose. Regina disparó un par de embestidas hacia el costado de su oponente, desgarrando su ropa, y logró herirlo de forma superficial; esto lo enardeció y reaccionó con un terrible golpe que tenía toda la intención de cortar y que ella apenas pudo parar al sostener con una mano el puño de su espada y la otra en el tercio fuerte de la hoja. El letal filo quedó a pocos milímetros de su nariz, su rodilla izquierda cedía y la hizo saborear el olor de la sangre. Él solo debía aplicar un poco más de fuerza sobre el arma para obtener la victoria, le ganaba en peso y altura. ¡Pero algo inesperado sucedió! De pronto, y para asombro de todos, el hombre permaneció inmóvil, como si se hubiera puesto todo en pausa. Sus ojos se quedaron perplejos y ella no dudó en moverse y darle una arremetida con la guarda que se clavó en su costado lastimado, logrando que cayera al suelo y soltara la espada por el impacto.
—Pide que los suelten —exigió triunfante ofreciéndole una mano para ayudarlo a ponerse de pie.
Él la ignoró, se levantó indiferente tocando la herida que le había provocado y, sin hablar, hizo una seña para que se cumpliera el acuerdo. Liberaron a Iván y a Cristóbal sin darles sus armas; a los otros los mantenían encerrados en unas mazmorras que tenían a unos cien metros de allí y ella debía ejecutar su parte del juramento antes de que les permitiesen irse.
—¿Y qué con la mujer? —le preguntó uno de sus aliados.
—Ya saben qué hacer —contestó mientras se adentraba de nuevo en las sombras.
[1] Raspamonedas. Llamar así a alguien es llamarle ladrón. Pero no un ladrón cualquiera sino un ladrón avispado.