Cadenas

2570 Palabras
Al despertar, luego de lo que parecieron horas eternas, Regina sintió cómo sus muñecas le ardían con extrema exageración. El metal que la aprisionaba estaba generando una gran presión sobre ellas y provocó que pequeñas heridas se abrieran en la piel delgada de sus manos. El cuerpo le imploraba movimiento y la mente algo de coherencia. Había pasado largo rato intentando zafarse hasta que se quedó dormida y notó que estaba por oscurecer otra vez. Ni siquiera comprendía cómo es que pudo conciliar el sueño; quizá era culpa del cansancio, o de la ira, o del dolor… Pequeños rayos de luz de la tarde se colaban por los huecos de la gruesa pared de piedra del cuarto deplorable donde la encerraron. La mujer, en su desesperación, sentía con mayor fuerza cómo su piel le rogaba un poco de calor cada vez que el frío traspasaba sus ropas que no eran suficientes para aquel mal clima. Uno de esos rayos más cercanos la ayudó a calentarse y dejó reposar sus manos debajo de él. La luz que con cada minuto se hacía más tenue dejó al descubierto las visibles marcas que dolían. Dos anchas cadenas colgaban de la pared y terminaban en las dos incómodas pulseras de hierro. Al verlas, recordó cómo un hombre la condujo a rastras hasta ese horrendo cuartucho y la lanzó al suelo de un empujón, para después atarla sin compasión. Tenía frío, tenía hambre y tenía una profunda sed de venganza que contenía guardada para sacarla cuando tuviese una oportunidad. —¡Abran esa maldita puerta! ¡¿Cómo pueden tratar a alguien así?! Cobardes, vengan a dar la cara ahora. ¿Qué no me oyen? —gritó eufórica luego de más de un día sin que nadie apareciese ni por error. Estaba convencida de que las cosas tomarían un rumbo muy distinto a partir de aquella lucha y eso la atemorizaba aunque no lo reconociera ni para ella misma. «Un futuro demasiado incierto es siempre un seguro mal trago», pensaba. Los minutos transcurrieron sin tener en realidad noción del tiempo, aunque cada instante que pasaba se desesperaba más. Parecía que se habían olvidado de ella. «¿Y sí van a comerme y por eso tardan tanto? ¿O es que me dejarán aquí hasta que muera de hambre y sed o termine enloqueciendo primero y me quite la vida con mis propias manos para ahorrarles el esfuerzo? ¡No! Eso jamás», se dijo en un momento de debilidad. La noche se hizo presente con una lentitud extrema hasta que, para su sorpresa, la puerta rechinó sonora y apareció detrás de ella una silueta. Poco a poco dicha silueta se fue acercando con pasos lentos y Regina lo reconoció enseguida. Era el mismo con quien tuvo el encuentro la noche anterior; ese que ordenó su detención. —¡Tú! —exclamó hostil, levantándose como pudo a pesar de las cadenas—. ¿A qué has venido? ¿A matarme? ¿A burlarte? Haz lo que tengas que hacer de una vez, no me gusta respirar cerca de ti. El desconocido no se inmutó y permaneció de pie a poco menos de dos metros de ella. —¡Error! Yo no soy el que te tiene aquí —respondió con una voz más cálida, aunque seguía manteniendo su irritante actitud—. Te di la oportunidad de marcharte y en cambio quisiste encerrarte sola. Preferiste ser una prisionera antes que tus aliados lo fuesen. —Su cara retorcida figuraba asco. —Tienen el derecho de vivir libres, son personas, como tú y yo —dijo, intentando calmarse y dialogar. —¡Tú y yo no somos iguales! —afirmó tajante y dio dos pasos, acercándose todavía más a ella—. No vuelvas a compararme con ellos ¡jamás! Y no hables aquí de derechos, ni de libertad, o… —¿O? —lo interrumpió sosteniéndole la mirada a ese hombre que consideraba insoportable—. ¿Qué vas a hacerme? ¿Golpearme? ¿Torturarme? ¿Servirme de cena? Él la miró de arriba abajo y sonrió con malicia. —No creo que se pueda alimentar ni a tres personas con lo que ofreces. —Te equivocas conmigo. Tienes que ser más ingenioso para asustarme, soy más fuerte de lo que crees. —Veremos cuán fuerte eres sin comida por unos días. El hambre, cuando llega, cambia por completo toda la perspectiva de cualquiera —amenazó. Luego salió con rapidez de la habitación cerrando la puerta de un empujón, no sin antes lanzarle un vistazo a su prisionera, quien se mantuvo inmóvil con el odio encendido como jamás lo había sentido antes. De nuevo el tiempo transcurrió con lentitud y decenas de dudas irrumpieron en sus pensamientos: «¿Qué va a pasar conmigo? ¿Qué estarán pensando ahora mis padres? ¿Quiénes son estas personas?…». Los cuestionamientos iban en ascenso al darse cuenta de que existía un lugar que en Isadora ignoraban. Al saber que tenían construcciones tenía claro que no trataba con errantes, y el que se mantuvieran preparados para cualquier ataque le recalcaba que tampoco eran pacíficos… Así pasaron más de dos horas de preguntas sin respuestas, hasta que el rechinar de la vieja puerta anunció otra visita. —¡Lárgate de aquí, estorbo! —exclamó convencida de que el tipo de la capa regresaba otra vez para molestarla y no estaba de humor como para otra de sus charlas. Para su sorpresa, vio a otro hombre aparecer en la entrada de su celda con una charola llena de comida en las manos—. ¡Oh! Ofrezco una disculpa, pensé que era… otra persona. El extraño caminó hacia donde se encontraba sentada Regina. —Sí, me lo he imaginado —dijo con inesperada educación y colocó frente a ella la charola con alimentos que sabía que le hacían falta—. Debes comer, estoy seguro de que tienes hambre. Cuando Regina comenzó a comer, él le sonrió con cierta ternura. Era verdad que estaba hambrienta, tanto, que pensó nunca había sentido una necesidad así, pero ver un trozo de carne la hizo detenerse. Su nuevo acompañante notó su recelo enseguida. —Es cerdo —le aseguró—, y no te preocupes, no está envenenado ni nada. A pesar de su afirmación, vaciló de nuevo. Era necesario preguntar por más irracional que sonara lo que quería saber. —¿Ustedes… ustedes comen personas? Él solo pudo contemplarla y se sentó para que hablaran cara a cara y con eso brindarle confianza. —Lo cierto es que soy incapaz de asegurar que es mentira que existan quienes coman personas —comenzó, usando una voz dulce—, pero, en todos mis años aquí, no he visto a ninguno hacer tal cosa. Ni en los momentos de mayor escasez hemos recurrido a algo similar. Así que por eso puedes estar tranquila, no vamos a comerte. —¿Y las bestias? ¿Las mantícoras capaces de tragarte? ¿Qué me dices de eso? —Sí que hay bestia, pero no esa clase de bestias, más bien son animales a los que no se les debe molestar porque sí pueden causar gran daño, hasta provocarte la muerte. Solo hay que mostrar respeto y tener cuidado de no ir por sus rumbos, con eso basta. Un distinto y casi imperceptible acento diferenciaba al nuevo hombre de los demás que había escuchado hablar una noche antes en su desafortunado encuentro. Incluso notó algo en su rostro que le parecía diferente, pero no decidía qué era. Tenía la piel clara, cabello castaño, boca pequeña con labios gruesos y rosados, unos ojos chispeantes de un color café oscuro con gruesas pestañas castañas y la nariz grande pero afilada. Calculaba que era unos dos o tres años mayor que ella. Su cuerpo era propio de un hombre entrenado y su estatura era demasiado imponente. —Gracias por aclararlo, y también por tus atenciones. —El sujeto le provocaba un sentimiento abrumador que la confundió. Como pudo, se acomodó para poder comer. Las cadenas no permitían mucho movimiento, pero ni la desconfianza logró detenerla para que saciara su hambre con los mejores modales que esta le permitió mostrar hasta acabarse el último bocado. Hacía ya mucho tiempo que la comida no representaba un problema para ella. En su casa jamás faltó alimento y las pocas veces que no lo obtuvo fácil fue porque se encontraba de guardia o en algún entrenamiento de Orión. Aun así sabía arreglárselas muy bien para nunca pasar por semejante apetito. Después de terminar, él apartó la charola con suavidad, se hincó frente a ella y tomó sus manos frías entre las suyas sin pedirle permiso de hacerlo. Para su propia sorpresa permitió que la tocara, cosa que no acostumbraba hacer con casi nadie, pero necesitaba ayuda aunque no quisiera aceptarlo. Sacó de su pantalón un pañuelo blanco y limpio, lo rompió en dos pedazos con facilidad y los introdujo en el diminuto espacio que existía entre las argollas y sus muñecas. —¿Qué tal ahora? —le preguntó con dulzura. —Mucho mejor —contestó admirada por la excesiva amabilidad que ese hombre mostraba sin siquiera conocerla—. ¿Puedo saber el nombre de la única persona que ha sido un caballero conmigo, aquí donde nadie ha mostrado un poco de respeto? —Alí —le dijo mientras terminaba de acomodar el trozo de pañuelo en su mano derecha—.Y, por favor, perdona a mi gente…, es que no saben cómo reaccionar. No recibimos visitas muy seguido. Pero no te preocupes, hablaré con ellos para que te saquen de aquí; eres una dama y tendré que recordárselos. —¡Alí! —Se quedó pensando por un par de segundos—. Vaya, es un nombre poco usual, pero… interesante. El mío es… —Estaba a punto de decírselo, pero él la interrumpió, colocando un dedo sobre su boca antes de que pudiera hacerlo. —¡Jamás! —habló tajante y cambió el semblante por uno más serio—. Escúchalo, ¡jamás digas tu verdadero nombre mientras estés con nosotros! Debes mantenerlo en secreto, no te arriesgues. Mi gente es torpe cuando se siente amenazada y pueden hacerte daño si dices algo indebido. Alí pareció convencido de sus palabras. Regina sintió como si él quisiera hacerla saber algo evidente, pero no fue capaz de comprenderlo. —¿Por qué? —Hazme caso, por favor, no hagas preguntas y no contestes ninguna, es por tu seguridad. Créeme cuando digo que si de algo estoy seguro es que el apellido también castiga. Algo en la mirada de Alí le dijo a Regina que sus palabras eran sinceras y se dejó llevar por ellas sin saber por qué tan pronto ya confiaba en alguien a quien acababa de conocer. Él tenía en su expresión algo especial que le inspiraba confianza, por más raro que eso sonara. —Entonces, ¿cómo diré que me llamo si me lo preguntan? Es imposible que no lo hagan, ¿o me llamarán como si fuera un animal: a señas y sonidos? —Pues… piensa en un comodín, otro apelativo sería lo mejor. Todo lo decía con tanta amabilidad que ella no fue capaz de rebatirle. —No se me ocurre ninguno ahora mismo. —Después se quedó pensativa con una mueca de desconcierto. Todo aquello le parecía un sueño del que no podía despertar. Una noche antes dormía en su cómoda cama con cientos de pendientes y tareas por hacer y ahora estaba allí, en un sitio desconocido y lejos de su familia, conviviendo con personas que no creyó que existieran, y ahora resultaba que la que tenía que ocultar su identidad era ella. —Tómate tu tiempo y cuando lo tengas bien pensado entonces me lo haces saber. —La tocó de la mano por un breve momento y su acción la mantuvo inmóvil—. Ahora, pasando a otro punto, por favor, cuéntame, ¿por qué acabaste en este lugar? ¿Cómo es que estás aquí? ¿Te han hecho daño? Dímelo todo con detalles si es posible, me gustaría conocer tu versión. Regina no dudó en hablar, deseaba sacar lo que sentía y ese hombre estaba dispuesto a escucharla. Ya no podía hundirse más de lo que ya estaba; o al menos eso creía. Se acomodaron más cerca, sentándose sobre el polvoriento suelo y ella comenzó a hablar. —Vine hasta este lugar con otros dos compañeros en busca de algunos hombres que desaparecieron de nuestro pueblo —narró intentando hacerlo lo más tranquila posible. Sabía que si se exaltaba terminaría siendo agresiva y no quería ahuyentar a su posible nuevo aliado—. Estábamos a punto de encontrarlos después de buscarlos por horas, pero la que llamas tu gente nos amenazó y… yo tuve que quedarme para que liberasen a los míos. Al escuchar aquello, Alí mostró sorpresa y confusión al mismo tiempo. —Eso no estuvo bien, lo reconozco —aseguró y se quedó pensando un instante—. Aunque… hay algo que no me queda claro: ¿por qué permitieron que los otros se fueran? Créeme, así no funcionan las cosas en este lugar. Nos puede traer grandes problema si hablan de más. —No lo harán, me encargué de que juraran no decir una sola palabra de lo sucedido. Pero para eso tuve que enfrentarme a uno de los tuyos, el que usa una ridícula capa. Todo un engreído por cierto. Me retó a hacerlo para obtener la libertad de los guardias que ustedes retenían, aunque yo no quería. Reconozco que es fuerte y muy hábil, pero fui afortunada porque pude ganarle —quiso sonar orgullosa, pero en sus pensamientos fluyó la amargura al saberse encerrada a pesar de haber obtenido el triunfo. Ese no era el tipo de reconocimientos al que estaba acostumbrada. —¡Espera! ¿Qué? ¿Has dicho que lo venciste? Se le pasó ese pequeño detalle… —la interrogó con los ojos abiertos de par en par, luciendo de verdad impresionado, pero también regocijado—. Tiene más o menos unos cuatro años que nadie había podido vencerlo, ya era hora. Debes ser demasiado buena o tener mucha suerte de tu lado. —¿Él… él es su jefe? —indagó intrigada al sospechar que ese extraño era superior. Alí dudó por poco más de un minuto, observando pensativo al suelo, como si quisiera decirle un detalle importante, pero no hallaba la manera correcta de hacerlo. —Quiero suponer que de donde vienes sí tienen a alguien que da las órdenes. —Hay un alcayde[1], aunque debo confesar que su desinterés es preocupante. Era verdad. El alcayde se ausentaba más de lo que deseaba, cargándola de trabajo que no le correspondía porque ella era quien debía cubrir sus responsabilidades como máximo líder. —Las cosas son distintas en este pueblo. No tenemos un dirigente, pero sí, las personas escuchan a León porque tiene ese instinto nato de supervivencia y sabe cómo manejar las crisis. Se le da bastante bien y ya nos acoplamos así. Regina sintió satisfacción al saber que el tipo de la capa tenía un nombre que ahora ella conocía, y por lo menos en eso le llevaba ventaja. [1] El alcayde o alcaide era, desde la Edad Media, el gobernador o el máximo jefe militar y oficial jurisdiccional de un alcázar, castillo o fortaleza.
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