Rechazo
Yo, Gabriel Wood, te rechazo a ti, Sofía Díaz, como mi pareja predestinada —declaró con voz firme, sin titubeos, como si cada palabra no fuera una daga que se enterraba en mi pecho—. Y doy testimonio ante la Diosa de la Luna de que hago esto con plena conciencia… y sin arrepentimiento alguno.
El mundo se detuvo. Las palabras resonaron en mi mente, una y otra vez, mientras una oleada de dolor físico y emocional me golpeaba como una tormenta implacable. Me sentí desgarrada por dentro, como si algo sagrado se rompiera en lo más profundo de mi alma. ¿Cómo podía ser? Hoy, en mi cumpleaños número dieciocho, el día más esperado por cualquier loba… el día en que finalmente conecté con mi esencia, con mi loba interior… y ella me mostró quién era nuestro compañero del alma.
Y era él. Gabriel.
Mi alma lo reconoció. Mi loba lo amó en un solo instante.
Pero él… me rechazó.
Las lágrimas comenzaron a brotar sin control, cálidas y pesadas, surcando mi rostro con una mezcla de rabia, tristeza y una soledad que no sabía que existía. No dije nada. No podía. Mi garganta se cerró con un nudo imposible de deshacer. Solo me di la media vuelta, sintiendo que si me quedaba un segundo más, me rompería en mil pedazos frente a todos.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Me transformé, dejando atrás la ropa, los murmullos, los rostros. Mi loba rugió por dentro, herida, pero fuerte. Corrí. Me lancé a la espesura del bosque, sin rumbo fijo, como si en la velocidad y el viento pudieran ahogar el eco de sus palabras… como si, aunque fuera por un instante, este dolor insoportable pudiera desaparecer.
Tal vez… solo tal vez… pudiera aprender a respirar sin él.
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Nací en el seno de una de las manadas de lobos más poderosas del mundo: la Manada Luna Rosa. Hija del alfa y de su compañera, la luna. Mi destino parecía estar marcado por la grandeza. Debería haber sido bendecida con una vida de privilegios, fuerza y respeto. Pero la suerte no siempre sonríe a quienes parecen tenerlo todo.
Mi madre murió cuando yo tenía apenas un año de vida. Fue asesinada por los pícaros, lobos renegados sin manada, salvajes y crueles, que cruzan los límites sagrados de otros territorios sin ley ni honor. Desde entonces, su ausencia ha sido una sombra constante en mi vida, un vacío que ningún poder o linaje ha logrado llenar.
Mi padre, como líder de la manada, no podía permitirse el lujo del duelo eterno. Debía mantenerse fuerte, firme, inquebrantable. Poco tiempo después, se unió a otra loba: Lucrecia. Era hermosa, astuta y sabía exactamente cómo moverse entre los hilos del poder. De esa unión nacieron mis medios hermanos, Rosa y Sebastián.
A los ojos de los demás, éramos una familia. Pero yo sabía la verdad. En silencio, cargaba con la herida de una pérdida que nadie más recordaba parecía, mientras ellos se convertían en el nuevo centro de atención. Y aunque llevo la sangre de un alfa y el espíritu de una luna, mi lugar dentro de la manada nunca volvió a ser claro.
Lucrecia a pesar de no ser mi verdadera madre, me ha criado como mejor ha podido, aunque siempre tiene marcada la preferencia hacia mi hermana Rosa, su verdadera hija, tampoco me trata mal.
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Había pasado una semana desde que Gabriel me rechazó, y aún sentía que cada día era una batalla silenciosa por no desmoronarme. Me movía por inercia, tratando de parecer normal, aunque por las noches, las pesadillas me arrancaban el aliento. Revivía una y otra vez aquel momento: su mirada impasible, sus palabras frías, y la certeza desgarradora de que me había perdido incluso antes de haberlo tenido realmente.
Nadie en mi familia sabía la verdad. No sabía que ya había encontrado a mi pareja predestinada… ni que, en cuestión de minutos, la había perdido. Guardaba ese secreto como una herida oculta bajo la piel, una que escocía con cada recuerdo, con cada latido.
Laisa, mi loba, no había dicho una sola palabra desde entonces. Estaba en silencio. Ausente. No sabía si compartía mi dolor o si simplemente estaba rota de una forma distinta. A veces sentí que su tristeza era incluso más profunda que la mía, como si se hubiera perdido algo ancestral, irremplazable.
Esta mañana, al menos, decidí hacer un esfuerzo. Me levanté, me vestí y me preparé para ir a clases. Tenía que seguir adelante… o al menos fingir que lo hacía.
Asisto a la preparatoria de la reserva, un lugar diseñado exclusivamente para jóvenes como yo: lobos en formación. Allí no solo aprendemos matemáticas o biología, también nos entrenan en combate cuerpo a cuerpo, en estrategias de defensa y en cómo manejar la dualidad de ser humanos y bestias. Es un espacio necesario... pero limitado.
Porque aunque muchos sueñan con ocupar un lugar dentro de la estructura de la manada, yo anhelo algo más. Mi sueño, uno que todavía guarda con esperanza, es dejar la reserva algún día y estudiar en una universidad del mundo humano. Quiero descubrir qué hay más allá de los límites de nuestro bosque, más allá de las reglas antiguas, de los rituales y las jerarquías. Quiero encontrar mi propio lugar… aunque ahora no tenga claro si ese lugar podrá existir sin él.
En la reserva donde vivimos es un lugar que combina lo tradicional con la tecnología, todas las casas están hechas de madera, pero son enormes y hermosas construcciones, yo como hija del alfa vivo en una de las mansiones más hermosas de la reserva.
El aire estaba frío esa mañana, con una bruma ligera que se aferraba al suelo como un susurro del bosque. Caminaba por el sendero que llevaba a la preparatoria de la reserva, mis pasos eran firmes, pero mi pecho seguía tenso. Había logrado salir de casa sin que nadie notara las sombras bajo mis ojos, las que no venían del cansancio físico… sino del alma.
Justo al doblar la esquina del camino, donde los árboles se abrirían para dejar ver el portón de hierro forjado de la escuela, lo sentí.
Ese tirón sutil, profundo. Una vibración en el pecho, como si algo dentro de mí se activara de golpe. Laisa se removió por primera vez en días, débil pero presente.
"Está cerca...", murmuró en mi mente, su voz temblorosa, como un eco que volvía a despertar tras un largo letargo.
Y entonces lo vi.
Gabriel.
Apoyado contra una de las columnas de piedra que marcaban la entrada a la escuela, con los brazos cruzados y la mirada clavada en mí. No había rastro de arrogancia esta vez. Sus ojos, antes fríos, ahora estaban cargados de algo que no supe descifrar al instante: ¿culpa? ¿Duda? ¿Dolor?
Me detuve sin querer, el corazón latiendo con violencia en mi pecho. Todo mi cuerpo me gritaba que seguía caminando, que lo ignorara, que no volviera a ceder terreno. Pero mis pies no respondían.
—Sofía… —murmuró, su voz apenas un soplo que el viento casi se llevó—. Necesito hablar contigo.
Tragué saliva. Sentí las uñas de mi loba presionar desde dentro, desesperada por protegernos… o por acercarse a él. No lo sabía. Todo era confuso.