[ZEHRA]
11 de junio – 4:00 p.m.
El fino y elegante reloj en mi muñeca marca las cuatro en punto justo cuando las puertas del elevador se abren en el último piso del edificio.
Cada rincón de este pasillo guarda un recuerdo: las veces que vinimos aquí, los besos robados, las promesas que nos hicimos y que hoy parecen hechas trizas… por mi culpa.
Respiro hondo y doy los últimos pasos hasta llegar a la puerta. La abro. El viento me golpea el rostro al salir a la terraza, y el sonido de mis zapatos sobre el suelo me delata. Él se gira y me mira.
—Puntual como siempre —dice, sin perderme de vista.
—Sabes que odio llegar tarde —respondo.
Sus ojos me recorren de pies a cabeza. Siento cómo mi estómago se retuerce.
—¿Cómo se supone que te salude ahora? —pregunta—. ¿Te doy un beso como antes? ¿Te doy la mano? ¿O simplemente… mantengo la distancia?
No le respondo. Camino hasta quedar frente a él y acaricio su rostro con ternura.
—Prefiero que me saludes así —murmuro.
Y lo beso.
Lo beso con todas las ganas que he guardado, con toda la tristeza y el amor acumulado. Al principio, él me responde como tanto he anhelado. Pero pronto se tensa. Me detiene con sus manos en mis hombros.
—¿Qué mierda es esto, Zehra? ¿Quieres que sea tu amante ahora? —reclama, separándose de mí—. Déjame adivinar: yo no era suficiente para ti, ¿cierto? Por eso nunca le dijiste a tu padre ni a nadie que estábamos juntos. Ahora todo tiene sentido… Zehra Bazzi no podía casarse con su guardaespaldas.
—No, Jordán. Sabes perfectamente que no fue por eso —intento explicarme, dando un paso hacia él, pero levanta las manos, impidiéndome acercarme.
—¿Y qué vas a decirme? ¿Que tu boda con ese imbécil es solo un negocio?
—Te amo, Jordán. Te juro que te amo. A mí nunca me importó que fueras mi guardaespaldas, ni enfrentarme a mi padre por ti.
—Nunca lo hiciste —me interrumpe, dolido.
—¡Porque lo mataron! —sentencio.
El silencio se vuelve espeso.
—¿Qué…? —susurra, con la voz quebrada.
Bajo la mirada.
—Mi padre hacía negocios con Leonardo… a mis espaldas. —Levanto los ojos hacia él—. Cuando lo enfrenté, me dijo que tenía una razón de peso para hacerlo, pero nunca me dijo cuál. Murió antes de que pudiera explicarme.
—Tu padre sabía cuánto odiabas a ese tipo —musita, confundido.
—Y aun así siguió adelante… por eso me casé con él, Jordán. Porque necesito encontrar las pruebas que lo incriminen.
—¿Estás diciendo que…? —empieza a preguntar, pero lo interrumpo.
—Sé que todo esto suena absurdo, pero créeme: es importante. No es solo por mi padre, es por todo lo que ese hombre ha hecho.
—¿Y él qué cree? ¿Que lo amas? ¿Qué era eso de las cláusulas que mencionaste?
Inhalo profundo. No quiero que me escuche decir esto, pero no puedo ocultarlo más.
—Estoy fingiendo tener problemas financieros. Según el testamento, se me pueden retener fondos si no cumplo ciertas condiciones. Me acerqué a él bajo ese pretexto… y las cosas se fueron de las manos. Me ofreció su “ayuda” solo si me casaba con él. Terminé firmando un contrato. Hay reglas, cláusulas, incluso tiempos… como si fuera una maldita mercancía.
—Él quiere un hijo tuyo —dice con amargura.
—No lo tendrá. Me estoy encargando de evitarlo.
Jordán cierra los ojos, con dolor.
—Pero igual… lo dejas tocarte.
Trago saliva. Me duele. Me siento sucia. Vacía.
—No tengo otra salida. Necesito hacerlo pagar. Ese hombre es una bestia.
—¿Y nosotros? ¿Dónde quedamos nosotros en toda esta locura? Teníamos planes, Zehra… ¿ya los olvidaste? Esta terraza estuvo llena de flores por ti. Fue aquí donde me arrodillé y te pedí que fueras mi esposa… pero tú…
—¿Crees que no me duele? ¿Que no me siento la peor mujer del mundo? —le corto, con la voz temblando—. Jordán, lo siento. Sé que nada de esto justifica lo que hice. Pero era esto… o ver cómo todo se hundía y nadie hacía nada.
Él baja la mirada.
—Lo siento. Me duele —dice en un susurro.
Me acerco de nuevo, y esta vez no me detiene.
—A mí también me duele. Extraño tanto las noches en las que te escapabas de tu turno solo para venir a mi cuarto…
—Y yo extraño verte aquí —murmura.
Sonrío con melancolía. Saco un llavero del bolsillo de mi abrigo y se lo extiendo. Sus ojos se abren al verlo.
—No me digas que…
—Todavía está a tu nombre.
Nos quedamos unos segundos en silencio, hasta que él se acerca un poco más.
—Tenemos muchas cosas de qué hablar —dice, rozando mis labios.
—Lo sé. Pero ahora mismo… te necesito.
—¿Bajamos a nuestro escondite? —propone.
Asiento.
—Por favor.
Y sin decir más, Jordán me toma de la mano. Salimos juntos de la terraza, rumbo a ese pequeño rincón del mundo donde todavía somos solo nosotros.