Benjamín, Benjamín, resuena en mi cabeza. Vaya nombre más feo. Nunca me ha gustado, a pesar de que uno de mis tíos abuelos más queridos tiene la desdicha de poseer el mismo nombre. Sin embargo, por más que lo aborrezca, ese nombre no deja de rebotar contra mis paredes craneales, sin encontrar salida de mi pensamiento. Benjamín. ¿Es la obsesión con el nombre o con el hombre? Con el nombre, me atrevería a aventurar. A quien conocí hace apenas un par de días me cuesta relacionarlo con la palabra Benjamín. Él para mí es Ben. Y yo no sería capaz de escrutar mentalmente a Ben por varios días; es demasiado simple y es muy poca la información que conozco sobre él. En ese caso, ¿quién es Benjamín, y por qué su nombre ronda en mis pensamientos?
"¿Quién es rico? El que es feliz. ¿Y quién es ese? Nadie". Alentadoras palabras del Padre Fundador de los Estados Unidos, Benjamin Franklin. Una idea pesimista que encaja perfectamente en mi cuaderno. Nadie es feliz. Qué absoluto tan devastador. Pero si tratara de probar que está equivocado, no lo lograría. No conozco a nadie completamente feliz. He visto a las personas reír y sonreír, observar su alrededor como si estuvieran dentro de una esfera decorativa de cristal y canturrear de la emoción. Pero eso es momentáneo, efímero. Existe unos segundos y después se desvanece.
La felicidad permanente no existe, no es posible. La única forma de considerar a una persona feliz es si sus momentos alegres superan en cantidad a los momentos en los que predomina prácticamente cualquier otra emoción. Claro que hay emociones que vienen acompañadas de la felicidad, pero aún así hay una clara desventaja, ¿cierto? Al menos eso parece a mis ojos.
Ser feliz es difícil. Requiere fuerza, resiliencia, perseverancia, positivismo y un poco de ignorancia. Lo único que tengo de esa lista es la ignorancia, pero no la suficiente como para creer que las cosas todavía pueden mejorar, así que me es completamente inútil.
Cierro mi cuaderno con ese último pensamiento flotando en mi mente. Me falta ignorancia. El tipo de ignorancia que te hace feliz. Camino por el pasillo con la vista en las losas del suelo. Observo las líneas divisorias marcadas entre cada losa, y trato de no pisar ninguna a mi paso. Llego así hasta el salón de clases, al cual ingreso teniendo cuidado de no llamar la atención. En realidad no tengo que hacer nada para lograrlo. Tomo asiento aleatoriamente y dejo caer mi mochila en el piso. Extraigo de ella una carpeta morada que parece estar a punto de estallar. La abro en la página en la que dejé mi lápiz y sigo leyendo desde el párrafo en el que me había quedado anteriormente. A pesar de que me esfuerzo por concentrarme en mi lectura, no logro abstraerme en ella. El profesor entra al salón y hace lo que puede para explicar por qué la circunferencia es un lugar geométrico a un grupo de adolescentes que preferirían estar en cualquier otra parte. Yo sigo intentando leer el mismo fragmento, pero en mi cabeza sólo encuentro ese maldito nombre. Para cuando la clase termina, sé que no he sido capaz de comprender nada de lo que leí, y fue una total pérdida de tiempo.
No puedo permitirme pérdidas de tiempo. Aún no defino cuándo moriré, pero será pronto, y por lo tanto tengo el tiempo contado. Siempre me he preguntado si es posible para un humano leer todo lo que vale la pena ser leído a lo largo de su vida. Si las horas vividas serán suficientes para lograr tal hazaña. Sé que gracias a mi decisión no podré comprobar si es posible en carne propia, pero eso no me impide tratar de devorar tantas buenas lecturas como pueda hasta que deje de respirar.
Además, es una buena forma de olvidar mi vida por un rato.
En espíritu de poder concentrarme en mi lectura, decido buscar algo de Benjamin Franklin. Al salir de la escuela me dirijo a la Librería de Aquileo, a tan sólo una cuadra del Frida Kahlo, para mi suerte. Empujo el marco de madera de la puerta al entrar, haciendo que la campana colgada sobre esta repiquetee suavemente. Una mujer de edad avanzada surge de entre los pasillos de libreros. Lleva un vestido café que parece salido de una novela de época y un par de lentes circulares le cuelgan del cuello. Sonríe de lado al reconocerme y yo le regreso una sonrisa completa.
—Llegarás tarde al trabajo. A Jun no le va a gustar —me recuerda con una voz firme pero sutil.
—Entonces será mejor que nos apresuremos —respondo.
Caminamos hacia una de las mesas que se encuentran al fondo de la tienda, en donde se colocaron descuidadamente un par de computadoras, una fotocopiadora y una impresora. La idea de la señora Olivia originalmente era ofrecer el servicio de un cibercafé, pero con el Frida Kahlo tan cerca el café no atraía más clientes, y la parte cibernética fue abandonada cuando Olivia descubrió que debía pagar para tener Internet. Así que ahora lo único funcional en esa área de la librería es la fotocopiadora.
Saco la carpeta morada de mi mochila y la coloco sobre la mesa. Extraigo un bloque de hojas, de las que están al inicio, y las arrojo al bote de basura más cercano.
—¿Qué estás buscando ahora? —me pregunta la señora Olivia.
—¿Tendrás algo de Benjamin Franklin?
Su mirada se endurece ligeramente.
—Sabes que no era un gran escritor, ¿cierto?
Suspiro. Temía que me dijera eso.
—Lo sé, pero tengo una... situación con el nombre Benjamín. Presiento que si leo algo bajo ese nombre mi curiosidad será saciada y podré curarme de este mal.
Olivia me escudriña con cuidado, tratando de descifrar lo que podría estar ocultando.
—Hay males que no se curan tan fácilmente.
—Es sólo una hipótesis. Si no funciona, buscaré otra cura.
Ella me sostiene la mirada por un rato que parece eterno, hasta que se rinde.
—Bien. Pero entonces será mejor buscar algo de Walter Benjamin. Te resultará mucho más interesante.
Sonrío una vez más mientras la señora Olivia se pierde entre los pasillos forrados de libros. Regresa con un par de tomos.
—Ya vete. Yo comenzaré con esto.
Me guiña un ojo. Le doy las gracias y me marcho a paso apresurada hacia la cafetería. Como era de esperarse, Jun me maldice unas cuantas veces antes de permitirme iniciar mi turno. Sin embargo, la sensación de que valió la pena no me abandona. Nunca lo hace cuando voy a la Librería de Aquileo.